martes, 6 de diciembre de 2011 in

El lugar donde el agua juega al escondite

El lugar donde el agua juega al escondite


Vivir al límite, un mundo en movimiento, un misterioso bosque sobre la arena, el lugar donde el agua juega al escondite. No son cuatro títulos para otras restantes novelas, no. Son nombres que les han puesto a los cartelones explicativos que nos orientan sobre el recorrido que los viajeros realizaron en la mañana de ayer.

El paraje es un paraje de insólito paisaje níveo al norte del Mar Menor con siglos de existencia, donde el sol juega con el agua de mar. Y el tiempo donde las horas de tibias brisas se cruzan con las provenientes del  Mediterráneo y las de la distintas lagunas, que son del gusto también de garzas y flamencos, tarabillas comunes, avocetas, chorlitejos patinegros y garcetas comunes. Tiempo, lentitud y paciencia son los engranajes de la máquina de esa industria natural donde la producción avanza al ritmo de un milímetro de sal a la semana en las charcas cristalizadoras. Los viajeros están contentos de haber paseado por los últimos metros cuadrados de tierra virgen. 

Las salinas ¡Qué maravilla! Se nos han presentado como una especie de aeropuerto intermedio para miles de aves migradoras que, conocedoras del clima y la paz que se respira en estos pagos, hacen escala en ellas durante su ruta anual. Algunas, incluso, en vista de lo bien que se vive aquí, se quedan todo el invierno.

De todos estos turistas ocasionales, los más famosos, por su envergadura y, sobre todo, por su llamativa indumentaria, son los flamencos rosados, que en bandadas de cientos cubren las charcas marmenorenses de un llamativo tapiz rosáceo cada otoño. Con ellos llegan también chorlitos, garzas reales, martín pescador, archibebes, andarríos, vuelvepiedras y un sinfín más de aves que convierten a las salinas de San Pedro en un escenario ideal para los amantes de la naturaleza. Las hemos observado con detenimiento, procurando no ahuyentarlas hemos tenido que parapetarnos tras los muchos observatorios puestos a disposición de los andarines que, como los viajeros, estaban recorriéndolas para conocerlas. Caminar por ellas ha sido como asistir a una clase magistral de botánica a cielo abierto.


Los saladares, con sus plantas bien adaptadas a terrenos cargados de sales, colonizan las orillas de los canales y los estanques salineros; los barrones, el cardo marino, el lirio de mar, con sus bellas y aromáticas flores, y la barrilla espinosa se asientan sobre las dunas de fina arena. Junto a ellas, los pinos carrascos cumplen con la tarea de proteger la banda arenosa del viento marino, aunque en el titánico esfuerzo pierdan su porte rectilíneo por otro más retorcido.

Los viajeros se recogen y, al llegar a casa, hurgando entre las  notas, apuntes y papeles de otros tiempos se encuentran en sus carpetas las anotaciones que sobre el Mar Menor nos donó  un cronista árabe y que, por su realismo y belleza descriptiva, les damos forma para que ustedes las conozcan.

El cronista árabe El Edrisí también la llama a la laguna interior Belich y confirma que, al menos en el siglo XI, las golas que la separaban del Mediterráneo eran más anchas, pues se refiere a él como “un gran estanque, formado por el tributo de muchos torres y ceñido por arenosos cordones litorales, en el cual entran los navíos”.

Tras la reconquista, Alfonso X cedió a su hermano el infante Juan Manuel la Albufera, como denominaban los mapas portulanos de la época al Mar Menor, “en cuyos márgenes estaban las ruinas de los alcázares, la encañizada y la isla Grosa y se cogía mucho mújol con unos artificios que eran corrales de cañas” (las actuales encañizadas).

 Comoquiera que D. Juan Manuel se rebeló contra el poder real, el rey Sabio le despojó de todos sus privilegios, incluida la posesión del Mar Menor, que pese a depender de la ciudad de Murcia, “para que pudiesen utilizarla y  servirse de ella los de la ciudad libremente, según consta en el privilegio expedido en  Sevilla el 13 de enero de 1321. 

Una de las más extensas y antiguas descripciones históricas de La Manga, la hace el bachiller Fernández de Enciso en su Suma de geografía, en 1519: “Del cabo de Palos se sigue dentro de la mar una cinta no sólo admirable, pero prodigiosa. Va recorriendo hacia el norte por espacio de cinco leguas hasta el Pinatar, término de Murcia, por donde vuelve a abrazar la tierra. Tiene de latitud por lo menos ancho una milla, comúnmente media, y por lo más estrecho trescientos pasos”. Enciso cita también las islas del Ciervo, la Redondela, la isla de los conejos y la Perdiguera. De la Grosa, ya en el mar mayor, dice que es la “ladronera de corsarios” y que en las encañizadas se pesca “el regalado mújol, que por privilegio real es propio de la ciudad de Murcia”, además de lizas, anguilas, doradas, salmonetes y lenguados. 

Hemos vivido, hoy víspera de la constitución, el Mar Menor. Vivir el Mar Menor es asistir al espectáculo mágico de la vida. Hemos visto a dos poderosos brazos rodear la cintura delgada del mar y entrelazar sus manos hasta el límite de sus pulgares- que se tocan- de arena. En realidad, el Mar Menor, sus salinas, sus pinos retorcidos  nos han parecido como una sortija de amor eterno entre la tierra y el mar. La proa de un barco que se estira constantemente porque no se sabe muy bien si quiere perpetuarse como tierra o camuflarse con el mar.

Y la brisa, ¡Ay la brisa! Esa que sacude las campanas de los pueblos y mueve los molinos, mece las barcas y rinde a los hombres con su extraña placidez. Y el agua, ¡Ay el agua! Y la tierra y la cálida luz y el aire los hemos visto hoy cómo abandonaban sus suertes sobre el vientre del Mar Menor.
Los viajeros hoy han sido traspasados por la magia de lo que, aun pareciendo demasiado se nos ha antojado real como la vida misma.

Fotografías y texto de La Medusa Paca. Copyright ©

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