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jueves, 27 de mayo de 2021 in

Primavera en el tiempo

 



Primavera en el tiempo

“Voy por el camino extendido, bajo la luz difusa
del largo amanecer: el sol no falta
al encuentro fijado en el silencio
de la noche que se aparta.
La certeza del sol, la madrugada.” (José Saramago)

Pensaba todo esto la otra mañana, paseando entre molinos, saladares, tarayes, pinos retorcidos por mareas y, en medio, dos mares:

Todo, de pronto, se ha vuelto más valioso para mí y voy por el camino nombrando con el pensamiento lo que veo, unos jilgueros en el sauce, una pareja de palomas torcaces que levantan el vuelo a mi paso, las dedaleras erguidas con su rosario de flores fucsias, los naranjos ya en sazón, esas buganvillas monumentales con las masas de encendidos colores magenta, las blancas adelfas llenando de belleza la mediana de los caminos y ambas cunetas, las flores blancas de los corimbos del saúco, como estrellas caídas sobre la tierra del camino. Es una explosión de blancor que no me sorprende, harto de verlo, pero que marca la plenitud de la primavera en el tiempo de las moradas jacarandas florecidas, las acacias blancas, las amarillas ulagas que están a punto de romper y que brotan salvajes y bravías. Y todo es humildad en el último mes de esta plenitud de primavera. 


Hace tiempos me prometí dar cada día un paseo por los caminos de los arenales del parque y traerme, por cada paseo, las piñas arrojadas por las tormentas de viento y una a una echarlas al cesto de varas de castaño y, cuando esté lleno, a ese otro de esparto artesano como testigos de que di unos cuantos paseos por esta enamoradiza Naturleza .

Por ahora llevo unas cuantas piñas y ya están llenos los dos cestaños.

Sé que hay aplicaciones que me llevan a calcular los pasos que doy y la actividad que realizo a diario, pero a mí me gusta este método rudimentario y rústico de contar mis pasos multiplicando el recorrido por el número de piñas que deposito entre el banasto y el capacho.

Tal vez cuando llegue el invierno habré caminado de aquí a la Luna y las canastas estarán llenas y listas para encender la chimenea con una piña cada día.

Recuerdo que fue un aldeano, navarro de Belagua, quien me enseñó a encender de esta manera el fuego, poniendo la piña del revés, quemándola por su ápice, para luego entrar el fuego por el aire que hay entre sus escamas y prender así la leña seca al sol del verano.

Me gusta la manera en la que se unen las estaciones en estas cosas sin importancia.

Que los paseos de la primavera enciendan los fuegos del invierno.

Es así como mido el tiempo ahora, por las cosas que pasan, como ese mi agricultor que mira al cielo y ve pasar las nubes como ve pasar las estaciones, con toda la naturalidad del mundo.

A mí, ahora , me gustaría disponer de tiempo para no hacer nada y seguir escribiendo como si paseara, recolectando las frases como una piña en el camino para echarla al saco de las palabras de un libro. Pero por ahora no puedo permitírmelo. Mi tiempo no me deja tiempo para nada. Aunque no perdone estos paseos en los que no pienso en nada mientras mis piernas caminan lentamente y dolorosas como si pensaran.

Todo, de pronto, se ha vuelto más valioso para mí y voy por el camino nombrando con el pensamiento lo que veo: unos jilgueros en el sauce, martinetes entre arenales, una pareja de palomas torcaces y ese entonado cantor, llamado zarapito trinador, que levanta el vuelo a mi paso, las púrpuras dedaleras erguidas con su rosario de flores fucsias, las flores blancas de los corimbos del saúco, las salicornias, las sabinas moras, el palmito, el arto, el cornical y los lentiscos como estrellas caídas sobre la tierra del camino.

Me encantaría tener tiempo y un permiso para sembrar las plantas silvestres, dedicarme sólo a cultivar las flores y la escritura el tiempo que me quede y esperar que la vida no me ahorre la vejez demasiado pronto. Vale.


Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

 

viernes, 21 de mayo de 2021 in

Tiempo de amapolas

 


 Tiempo de amapolas 

 Como en una ingenua alegoría medieval, quiero ver simbolizadas en esta instantánea las tres edades de la flor, las tres etapas de una vida, el trayecto que lleva de la promesa al esplendor y del esplendor al despojamiento.

 Pienso en esta primavera y, estando completamente vacunado, sigo viendo que se está rompiendo el mundo por mil sitios de una manera cruel, pero aquí al lado, en el confín desde el que escribe uno estas palabras, cantan los pájaros. Entre ellos destacan, por la dulzura y lo melodioso de su canto, los ruiseñores. Se confunden a menudo con los mirlos, que los imitan, pero a nadie le importa, porque en la naturaleza no hay plagios ni derechos de autor. Ni piratas. Nosotros nada más vacunarnos hemos partido pausadamente hacia el descanso de La Puebla de Valverde para descansar en la Fonda de la Estación. Habitación Atalaya. Estancia ya conocida. 

Y al darnos un paseo por las inmediaciones, en plena campiña, de este singular y mágico hotel situado en la comarca de Gúdar-Javalambre, en la provincia de Teruel, recordé al amigo, a ese mi amigo que ya no está, pero que recorriendo este agreste paisaje me ha trasladado a tiempos de niños y aún de jovenzuelos, en los que vivimos y compartimos grandes experiencias transitando por los campos de nuestro pueblo y al acercarnos hasta los árboles para contemplar los nidos y, en ellos, los huevos de pájaro a punto de ser empollados. Siempre vivió del campo y en el campo. Su ocupación principal fue, en invierno, la poda y el cultivo de sus árboles, principalmente almendros y variados frutales, con una seriedad de hombre que jamás me resultó nueva, y en verano la paja y el grano que cosechaba. Lo vi trabajar desde los catorce años, cuando salió de la escuela. Unas veces con su padre y otras solo, cosa cada vez más frecuente. Supo del campo y de cuanto en el campo ocurría. Fue meticuloso y ordenado, aunque un tanto, diría yo, “raro”. Distinguía cada una de las aves, mejor que el Catecismo del padre Astete, en su vuelo y casi todos los animales que recorrían las tierras de sus arrabales. Conocía sus nombres y el canto o sonido que emitían, y los imitaba sin esfuerzo, igual que un cosmopolita habla idiomas extranjeros. Me comentó alguna vez que: “Yo sé mejor que los guardas de qué pájaros se podían asaltar los nidos y de cuáles no”. Y en aquella ocasión le contesté: tú, en innumerables ocasiones, seguro has oído cantar al ruiseñor en noches de primavera. La experiencia es tan sobrecogedora como la de contemplar la bóveda estrellada en alta mar. Vale. 

Sombra de la amapola 

Antes de que la luz llegue a su ansia

muy de mañana, 

de que el pétalo se haga

voz de niñez, 

vivo tu sombra alzada y sorprendida 

de humildad, nunca oscura, 

con sal y azúcar, 

con su trino hacia el cielo,

herida y conmovida a ras de tierra. 

Junto a la hierbabuena, 

este pequeño nido 

que está temblando, que está acariciando

el campo, dentro casi del surco, 

amapola sin humo, 

tú, con tu sombra, sin desesperanza, 

estás acompañando 

mi olvido sin semilla. 

Te estoy acompañando. 

No estás sola. (Claudio Rodríguez García) 

 

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

jueves, 13 de mayo de 2021 in

Paseo mañanero y de mayeo

 

 



Paseo mañanero y de mayeo

 “En las mañanicas
del mes de mayo 
cantan los ruiseñores,
retumba el campo.
En las mañanicas,
como son frescas,
cubren ruiseñores
las alamedas.
Ríense las fuentes
tirando perlas
a las florecillas
que están más cerca.” (Lope de Vega)

Mañana segunda de mayo. Tengo ante mis ojos un vasto panorama primaveral de verdes prietos trigales y verdes transparentes cebadales, que rodean el pueblo de Villamediana de Iregua y se derraman a un lado y otro, perdiéndose en la luz de la belleza que ilumina todo el costado norteño de la cuenca del río Iregua. Como si el paisaje hubiera madurado y estallado de golpe. Unas calandrias salen alborotadas delante de mí.

El camino hacia el Iregua es estrecho y hay algunos viandantes que van y vienen, solos, acompañados, con perros, con bicis. Son también las flores de mayo que me salen al paso: campánulas, ranúnculos, margaritas, orquídeas, viboreras, potentillas, mentastros… y exigen mi atención. Un rodal de chopos muy altos. Todo llena las dos orillas del río de una rozagante vegetación: olmedas, alamedas, espinos, zarzamoras, frutales florecidos y huertos verdecidos…, y, más adelante, fresnedas, nogales, arces, acacias, tilos o plátanos. Por entre altas hierbas, y a través de yermos bancales me acerco hasta los primeros huertos.

Me entretengo un rato en un remanso, formado y adornado con grandes carrizos laterales, donde canta la curruca carricera, y después intento pasar el río por su flanco occidental. Pero me separa de él una pieza de trigo. En esto que atraviesa la finca una gran máquina agrícola, abonadora o sulfatadora, que andaba trabajando con dos grandes aletas una finca contigua. Quiero preguntarle al tractorista si puedo atravesar el trigal, pero él va a hablando por teléfono, me sonríe y no se detiene. Aprovecho el surco que ha hecho la máquina y alcanzo la otra orilla. Y entre yerbales: tomazas, aulagas, tarayes, carrizos, tomillos, cornejos…, subo hasta el primer bancal para tomar el camino viejo de Alberite y vuelvo a casa viendo cómo se “visten las plantas /de varias sedas, / que sacar colores / poco les cuesta.” Vale.


Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

 

jueves, 6 de mayo de 2021 in

Escribir en el paisaje

 


 Escribir en el paisaje

“…Feliz quien se ha hecho sabio y ha dejado su obsesión
por el mundo…” (Novalis)

 En el centro de la realidad hay un árbol de tiempo. Cada segundo le brota una flor y cae, y ya está muerta.

La adivina lee en la espalda de una mujer como en un libro. Con su lápiz de albayalde tira líneas blancas entre las pecas, los lunares, los antojos. Si se puede leer una constelación, si en las estrellas está escrito el destino y el carácter de una persona, dice, cuánto más sencillo no será en la piel, marcada por los días.

Las persianas están bajadas. En la penumbra, las líneas de la espalda fosforecen como flores pálidas a la luz de la luna. Cuando acaba, la adivina las borra con alcohol de romero.

Cobijados precariamente del aguacero bajo el follaje aún ralo del fresno, los burros han abandonado su infatigable trabajo de herbívoros: arrancar la hierba tierna de la primavera, masticarla someramente, rumiarla. Los días se les van en esta tarea elemental y absorbente. Pero ahora, congregados junto al árbol, están paralizados, como si jugaran a ser estatuas animales. Ni siquiera sus tics habituales ─rascarse los parásitos, agitar la cola para espantar insectos, abanicar las orejas, desmienten su inmovilidad, y el observador se admira de ello y se pregunta por la causa de tan maravillosa quietud. Busca analogías. ¿Están rezando al dios de la lluvia? ¿Son filósofos, poetas contemplativos meditando en busca del nirvana?

Tal vez, contra su inmerecida fama de seres insensibles, sean los burros espíritus delicados y sus oídos, atentos a esa blanca música de la lluvia, y sus ojos, cautivados por su cadencia hipnótica, los induzcan al trance. Estáticos y extáticos.

Y algo de esta paz sencilla, pequeña y honda se adueña también del observador.

Lluvia de mayo.


Ando estos días pinzando, abonando, regando y quitándoles las malas hierbas a mis arbolitos cultivados en bandejas. Una mano -compasiva o cruel- lo había colocado en el alféizar de la ventana, donde el sol penetraba pronto por la mañana y las vistas del jardín eran magníficas.  Ante él, pletóricas de pájaros, las copiosas copas del haya, del sauce y del fresno bailaban alegres con el viento.

            -Algún día seré como ellos -se prometía, henchido de autoestima, el bonsái.

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

 

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