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domingo, 29 de diciembre de 2013 in

Cuando la baraja huele a pueblo




Cuando la baraja huele a pueblo

No sé quién lo dijo, pero lo dijo: “El juego es altamente moral. Sirve para arruinar a los imbéciles”

Hoy domingo, 29 de este 2013 que se nos va, es tiempo de invierno, de charada, de cocina, de mesa camilla, de bar nebuloso y rancio, de humo de “farias”, de juego y, por lo tanto, de baraja. Recuerdo que, en años de mi niñez, en todas las casas había, por lo menos una aunque no hubiera ningún libro. Y no era extraño que, esa, la de los cuatro palos - oros, copas, espadas y bastos, la de naipes opacos y de marfil, sobreviviera a varias generaciones, la Medusa todavía tiene alguna. 

Esa baraja, la recuerdo pasar por las manos temblorosas de esos cansados y experimentados abuelos, por las tiernas y revoltosas de los niños desde antes del uso de razón, por las del ama de casa entre perol y olla y por las manos ásperas, trabajadas y sudorosas, con tierra entre las uñas, de los hombres del campo o del pastor y es que, en casa también hubo rabadán, es por eso que nuestros naipes olían a vino, a sudor y a tabaco. Llevaban bien impreso la esencial identidad de toda la familia. Se jugaba, yo también lo he hecho, en la mesa de la cocina, cerca del fuego, sobre un hule, o en la mesa redonda de la salita de estar, con faldas y brasero, junto al balcón que daba al patio. Las mujeres jugaban a la brisca y, como era tiempo de peseta, apostaban una perra gorda o un real por partida. La menguada economía no daba para más. Jugando a la baraja se olvidaban un rato del luto y frustraciones. Los hombres, los domingos por la tarde, se jugaban en la taberna al guiñote o al tute arrastrado ese cuartillo de vino reglamentario para acompañarlo con un puñado de cacahuetes, unas olivas y esos exquisitos, gustosos y salados arenques de barril.


Hoy, cuando el 2013, da sus últimas bocanadas, no sé la razón, he querido recordar esa estampa inolvidable de mayores y pequeños en torno a esa mesa-de juego con encimera de frío mármol blanco-amarillento echando la tarde entre risas, “arrenuncios” y alguna bronca de los del mal perder. Todavía recuerdo aquella advertencia del tío Bernardo, que era un bendito: “El que hace trampas jugando, al infierno va caminando”. No sé si me lo decía completamente en serio o con esa ironía propia de ese sencillo hombre rehalero. Siempre he echado de menos un monumento en los pueblos a don Heraclio Fournier, el inventor de nuestra baraja con su barbuda efigie colocada en el as de oros, que para mí siempre fue “la hueva”. 

Para los mayores y los niños de los cuarenta, quizás también antes, la baraja fue nuestro Playmobil, nuestra Playstation, nuestra tableta, nuestro iPad, nuestro Whatsapp y hasta ese moderno juego, fantásticamente gelatinoso, llamado Candy Crush. Pero mucho más barata. Las cuarenta cartas, como los cuarenta días de la cuaresma, nos proporcionaron un sano entretenimiento a docenas de generaciones. Personalmente y hasta hace poco aún me entretenía haciendo solitarios en los ratos libres, mientras la imaginación se me iba lejos. Barajar, cortar, dar, robar, cantar, por supuesto cantar las cuarenta, arrastrar, hacer señas, hacer trampas, son palabras que han enriquecido el idioma y que no han perdido vigencia. Será difícil, cuando los pueblos comenzaron a desertizarse, que una familia, venida del campo, no tenga en su piso de la ciudad unos naipes a mano. Mi baraja, mis cartas, mis naipes nunca fueron los propios de timbas y garitos que,  residiendo hace algunos años, por razones de servicio, en el hotel Merindades de Medina de Pomar, vi jugar al notario, al farmacéutico, al señor juez, al mesonero, al médico y hasta, sí, sí, al cura párroco. Mis naipes siempre fueron los utilizados para esos juegos inocentes narrados más arriba y referidos a las familias campesinas. Mis naipes siempre fueron esa humilde baraja con olor del pueblo. Vale.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©


viernes, 27 de diciembre de 2013 in

Y le acostó en el suelo de una taina





Y le acostó en el suelo de una taina
 


Esta fábula se la dedico a mis queridos nietos, cuatro chavales amorosos: Marcos, Vega, Millán y Alfonso para que recuerden que hubo un día que esto pudo suceder y que algunos pueblos lo tuvieron por tradición.

¿Qué es rocío, papá?
Son lágrimas del cielo.
¿Llora el cielo, papá?
Como tú lloras,
y ríe como tú. El cielo es alma
cuando su azul transparencia tiene calma.
De allí viene el consuelo
al romper las tinieblas las auroras.


Empezaba a nevar cuando avistaron esa caseta de caminero situada muy cerca del miriámetro, ese hito kilométrico que se ubica en la carretera que lleva desde Arnedo hasta la zona del Río Linares y que actualmente es la carretera LR 123. El pueblo se les mostró al final de la cuesta y una vez que habían dejado atrás “El Paso”, a menos de media legua de distancia. El viento, ese “moncaino” helado, que venía encajonado desde el Moncayo, agitaba la nieve menuda como perdigones. La cellisca les golpeaba el rostro y les obligaba a cerrar los ojos al mismo tiempo que los ventisqueros, grandes montículos de nieve formados en “El Puerto”, les impedía caminar. El hombre, de tez rumana, tiraba del ramal del pollino, que llevaba encima a la mujer, una rumana-gitana muy joven y de largos cabellos ensortijados. El jumento, con el viento y la nieve de cara, se resistía a andar. “¡Arre, burro, que ya nos falta poco!”, le animaba el rumano, atizándole con una barda de carrasco asida de su mano. Ella, envuelta en esa su vieja manta zamorana, apretaba los labios para no llorar. A la muchacha le dolía todo el cuerpo. “¿Cómo te encuentras?”, le preguntó el hombre, que había percibido un leve quejido detrás, como un suspiro contenido. “Bien, bien” -respondió ella-, voy bien, no te preocupes”. Cuando llegaron a ese helador cruce de caminos que es “El Puerto”, anochecía y el cielo acababa de alcanzar el color de panza de burra, cerrándose a ras de los tejados, el viento se había serenado y la nieve comenzó a caer ya mansa y copiosamente. Unos perros ladraban cerca. Y de la plaza llegaban sonidos de zambombas y panderetas. “¡Ah!, Savu, es Navidad, no me había dado cuenta”. “Sí, Irina, es Nochebuena, los churumbeles van de puerta en puerta pidiendo el aguinaldo, ¿no los oyes?”. Los últimos vecinos rezagados salían del único bar de la villa, después de tomarse esos vinos, antesala de la cena, mientras en un redil cercano balaban unas cuántas ovejas recién paridas. 

Savu conocía bien el terreno. Más de una vez, tiempos atrás, acompañando a su padre, había fabricado cestas de mimbre en el viejo porche del ayuntamiento y había echado asiento de aneas a las sillas rotas que les llevaban de las casas. Pero su especialidad era el de estañador y chatarrero. Recordaba con cariño su viejo carromato y, sobre todo, al “Pluto”, el perro que había criado de cachorro, su chucho le acompañaba siempre por los caminos y que unos mozos del pueblo ahorcaron para divertirse en un almendro muy cerca de los sifones junto a la carretera que conduce a la ciudad de Alfaro. Esa fue la señal de que venían malos tiempos. Aquel día, por primera vez, sintió ganas de sacar la chaira, y menos mal que su padre le obligó a contenerse. Era moreno de cobre y plata, como las puestas de sol de la sierra, más que de verde luna, jaquetón y tieso como un junco. Y de poco hablar. De un tiempo a esta parte había notado que las autoridades volvían a aplicar la ley de vagos y maleantes persiguiendo con especial saña a los gitanos-rumanos y a los quinquis, casi tanto como a los gitanos. Lo peor que podía brillar en la revuelta del camino no era el acero de una faca, sino el charol de los tricornios.




Esa fue la razón por la que Savu bordeó el pueblo por el camino del sur y siguió “Carrera” adelante en dirección a esos corrales situados en las eras que bordean el camino del “Estrechuelo”. Cuando ya faltaba poco para llegar junto a la gran corraliza, situada en la esquina de la era, sonaron las campanas llamando a la misa del gallo. Era ya noche cerrada y seguía nevando. “¿Vas bien, Irina?” “Sí, voy bien, no te preocupes”. “Ya falta poco”. Y se puso a tararear en voz baja: “25 de diciembre, fum, fum, fum. 25 de diciembre, fum, fum, fum…” Terminando el camino, torcieron por una senda apenas perceptible a la izquierda. Cien metros más allá tropezaron con una semiderruida cabaña, que Savu conocía bien. Allí se acomodaron ellos y el burro, que nada más entrar se puso a mordisquear la paja que había entre las boñigas. El marido amontonó hojarascas en el rincón más abrigo de la taina, las cubrió con una manta y sobre ella se acostó Irina, tapada con el mantón. El hombre cerró lo mejor que pudo el destartalado ventanuco de la pared para que no entrara la nieve y, con un brazado de ulagas y romeros, hizo lumbre, una buena fogata. Sacó después el viejo perol de las alforjas, la llenó de nieve del tejado y calentó agua. “¿Estás bien, Irina?”, volvió a preguntar. “Creo que viene ya el niño, Savu”. Desde antes de dejar “la Carrera” había sentido los dolores de parto. Entonces él se sentó junto a ella y la ayudó. Le cogió la mano con fuerza e Irina no tardó mucho en dar a luz. “¡Es un niño, Irina, un precioso churumbel!”. Le cortó el cordón,  lo lavó bien como con un baldeo y después le limpió a ella el sudor de la frente con ese pañuelo de flores a estrenar, y la besó. El niño lloraba. ¡Ha nacido en Nochebuena!, exclamó feliz el hombre. E Irina sonrió. Fue entonces cuando sonaron junto a la puerta-tarranclera de la casilla los cascos de los caballos. Era la guardia civil. Vale.



Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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