lunes, 14 de enero de 2013 in

Leña



Leña


Hace frío, el normal por estas fechas. Fuera cae con dureza esa especie de nieve aguada, sin consistencia para fraguar y convertir la calle en alfombra blanca. Como hace frío, mucho frío, me siento delante del fogón, y antes de que el fuego comience a arder,  acerco el cesto con esa leña de ese bosque hecho pedazos y que me acarrearon en el verano.  Trato de ordenar la chimenea colocando en su lugar sus trébedes, llares, mozos, atizadores, tenazas, badiles y badiletas, escobillas y fuelles, peroles, calderas y ollas. Ahí está toda la artesanía de antaño. Ahí está todo el cobre, la hojalata, el hierro fundido y todas aquellas aleaciones que en el mundo agrícola fueron. 

Pero, aun siendo importante ordenar todos estos estos utensilios o cachivaches de fogón o cocina, lo imprescindible para salir del frío es portear la leña, esa leña que, según le escuché decir en cantidad de ocasiones a mi abuelo, que él averiguaba la personalidad del dueño de la casa por la manera en que éste apilaba su corte o lote de leña. He comprobado hay quien la coloca haciendo una suerte de cabaña maciza donde no entra la lluvia porque la parte de la corteza hace de tejado y hay quien la deja desordenada, tirada al albur, haciendo una montaña según cayó al suelo desde el carro, galera, remolque o caja de camión en la que fue transportada. La Medusa siempre la apiló con orden, ordenadamente apilada, como formando una teinada, de tal manera que los troncos tronzados se abrazaran sirviendo de anclaje y unión los unos con los otros para que permanecieran en su lugar hasta les llegase el momento de ser trasladados hasta el hogar.

Allí, decía mi abuelo, -mi abuelo materno siempre fue más de hogar y charada que de cocina económica-, la leña seguía viva, se secaba respondiendo a todos los elementos del aire, crujía y se lamentaba si hacía sol y se esponjaba y le salían hasta musgos y hongos si llovía. Así, y es verdad, el pájaro carpintero ya no la quería y dejaba de tamborilear con el pico contra su tronco, pero no porque la leña y sus troncos no tuviesen hormigas y otros gusarapos que se pegasen a su larga lengua, sino porque había  perdido lo que más le gusta al pájaro piciforme de un árbol: su verticalidad. Y así, decía mi abuelo, sabio abuelo, “antes veremos al pito real apoyado en el poste de una valla, que en un leño tumbado, aunque el poste tarde o temprano también sea leña”. 

Para encenderla, a mi abuelo, le bastaba con una piña puesta del revés, unas pocas ramas de romero o unas aulagas que el prendía con un mixto, cerilla, fósforo o por un mechero que, enseguida, hacía chisporretear con su llama las escamas de la piña y envolviendo con su humo a esas olorosas ramas cortadas, formando una gran charada. 


En el hogar de La Medusa sólo aún se utiliza leña de quercus ilex, esa encina común y árbol emblemático de la Península Ibérica. Cada especie de árbol da una leña y calor distinto. Y, a más lentitud en el crecimiento, más lenta es su combustión, más capacidad calorífica proporciona y más roja es su ceniza. ¡Grandiosa la encina! Y si, en alguna ocasión, ha puesto en el hogar leña verde, al mantener todavía la savia del año, me gustaba su bisbiseo como el musitar de  los pájaros en los días fríos, como el de hoy,  y su muy blanco humo, su arder despacito y su calentar al tomar “fumento”.

Mientras está en el cesto, esperando su turno, aún puedo ver en la leña a mi abuelo rodeado de sus indescifrables jeroglíficos, tratando de ahuyentar a ese ratón escondido entre la leña que se convidó a pasar el invierno al calor de la madera cortada.

Hoy el primer día en el que he sentido frío, demasiado frío en los pies y en las manos, he querido que ardiese y quemase la leña del año pasado, y es que fuera, al fin, cae con dureza esa especie de nieve aguada.

Texto y Fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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