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domingo, 26 de enero de 2020 in

El alma entre zarzas






El alma entre zarzas
Cada año, cuando llegan los días finales de enero, también los días restantes del año, recuerdo preferencialmente a mi madre. Y aún me asombra sentir la forma de su silencio como una espiga movida por la brisa en el corazón del páramo o su ausencia volando a la orilla del cauce de un poema como si fuese una epifanía. Aquí van, en su honorable recuerdo, mis versos, los de este bisiesto año. Mis versos nunca tuvieron edad ni entendieron de modas efímeras y vacuas.

¡No llores viejita!

Tus ojos cansados
que vieron las nieves de muchos inviernos
y solo quemantes de muchos veranos,
que lloraron penas con dolor inmenso
y al pasar del tiempo miraron serenos…

Podrá la piqueta no dejar ni rastro
mullendo con celos hasta los cimientos
llenando de tierra tu santo recinto
mezclando con ella trabajo y zafiros…

Podrá el arado hendir las entrañas
y hacer de su suelo campo sementero…
Pero…no al espíritu inmortal y grande
convertir en nada.

¡No llores por eso!

Tu alma incorpórea es algo intangible,
como es el espíritu que moró en tu genio.
El hombre se muere, el cuerpo se pudre,
en muy pocos años queda el esqueleto…

Luego, ya cenizas, te trocaste en polvo
que pasó a ser lodo lo mismo que el suelo…
de aquella materia no queda ni rastro,
más tu alma perdura a través del tiempo
y tu efluvio mágico que fue don divino,
se me hace presente, aunque estés más lejos…

¡Y si a tus recuerdos no mató la muerte
con frio y silencio,
son hoy más fuertes,
que tu ágata de fuego...!

¡No llores viejita!

Tus ojos cansados
que vieron las nieves de muchos inviernos
y solo quemantes de muchos veranos,
que lloraron penas con dolor inmenso
y al pasar del tiempo aun miran serenos…

PRJP. N.º 02 En los días de “Gloria” en 26 de enero de 2020. Cuando hace tantos años que te fuiste.

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

domingo, 19 de enero de 2020 in

EL SILENCIO DE MI LUGAR




 

EL SILENCIO DE MI LUGAR 
Qué espléndida laguna es el silencio
allá en la orilla una campana espera
pero nadie se anima a hundir un remo
en el espejo de las aguas quietas.
(El silencio, Mario Benedetti)

Con el libro de Alain Corbin, Historia del Silencio: Del Renacimiento a nuestros días, traducido del francés por Jordi Bayod Brau y publicado por la editorial Acantilado, Barcelona, he deseado en estos días de sosiego post pascuales romper cien lanzas en favor del silencio y liberarme de ese incesante flujo de palabras que se nos suelen imponer y nos vuelven temerosos del silencio. Hoy día, he comprobado cuán difícil es que se guarde silencio y nos permita oír la palabra interior que calma y apacigua. Y arropado por ese silencio me ha venido a la memoria la leyenda que relata que, un Mozart de 14 años, tras escuchar el Miserere de Gregorio Allegri en la Capilla Sixtina, que por decreto solo podía ser interpretado in situ, recreó la partitura nota por nota de memoria una vez abandonó el lugar y liberó así a la música de su clausura y del peligro de quedar archivada en el olvido.
Escribo y cuento mi fantasía e ilusión hoy en esta tarde de enero, tarde de san Antón, esa que, hasta en ella y en mi pueblo, Pascuas son. Nunca he sabido a dónde pueden conducirme los senderos de mi pueblo. Ni tampoco cuándo puede sonar la campana de la parroquia de Nuestra Señora de La Antigua, allí en la torre de esa Iglesia que sobresale por encima de la antigua necrópolis de Santa Barbara. Tras una caminata por senderos de entre mares me detengo hoy en estos parajes para protegerme del sol del mediodía y descansar unos minutos. He soñado estar sentado en el pretil de esa iglesia sustentada en todo menos en piedras de granito, junto a un cementerio y distante a unos cientos de metros de esas tierras, adornadas de almendros con yemas ya infladas y preparadas para explotar en torbellinos de flores en unos meses. Y, mientras, la brisa de un cierzo helador agitaba las ramas y hojas de unas lejanas encinas congelando el aire. 
El aire de ese pueblo-estancia-refulgente que, para mí y siguiendo a Paul Claudel, es un vasto secreto. Todo es silencio, también el de ese habitáculo que siempre fue, por excelencia, el lugar íntimo del silencio, y que Baudelaire proclama el deleite que le causaba encontrarse de noche, recogido por fin en la propia habitación: Descontento de todos y descontento de mí, bien quisiera rescatarme y enorgullecerme un poco en el silencio y la soledad de la noche.
Para Rilke, esa felicidad silente nace de la ósmosis entre el espacio íntimo y un espacio exterior indeterminado, entre el cuarto silencioso de una casa heredada y el jardín luminoso donde los pájaros cantan y se oyen las campanadas del reloj del pueblo. Y la madre que rompe amorosamente ese silencio: Oh, madre, tú, la única que alteraste ese silencio, antaño en la infancia. La que carga con él, y dice; no temas, soy yo.
Julio Verne, en su farsa Une fantaisie du docteur Ox, contrapone el silencio a los ruidos habituales de la mansión flamenca del burgomaestre Van Tricasse: una mansión tranquila y silenciosa, cuyas puertas no chirriaban, cuyas vidrieras no vibraban, cuyos tablones del suelo no gemían, cuyas chimeneas no zumbaban, cuyas veletas no rechinaban, cuyos muebles no crujían, cuyas cerraduras no traqueteaban y cuyos huéspedes no hacían más ruido que su sombra. Seguramente el divino Hipócrates la habría escogido como templo del silencio.
También el discurso silencioso de las cosas que forman la decoración de las estancias es un lenguaje mudo del alma. En su Le Monde du silence, Max Picard escribe: Cada objeto tiene en sí un fondo que viene de más lejos que la palabra que designa el objeto. No es posible acceder a ese fondo de otra manera que por medio del silencio. Hay muchos objetos que hablan al alma de manera silenciosa: las ventanas, las vidrieras, los espejos, las lámparas de noche, los retratos antiguos, el acuario, las perlas…o ese Ecce Homo tallado rústicamente y hallado y bien guardado.
Para Georges Rodembach, autor de Le règne du silence, la habitación es un fasto de silencio hecho de materiales inertes. Y a ellas les dedica estos versos: Las habitaciones son en verdad ancianos / sabedores de secretos y de historias (…) / que han ocultado tras las vidrieras oscuras, / que han escondido tras los espejos.
Y el mar. El mar es otro inmenso ámbito de silencio, que sale, según Chateaubriand, de la misma profundidad de las aguas.
Albert Camus, en El verano, habla del silencio y la angustia de las aguas primitivas. Y Joseph Conrad, describiendo en La línea de sombra la tragedia de un naufragio, alía el silencio con la inmovilidad del océano, y escribe que en torno al navío reina el silencio indolente del mar.
Por todo esto yo amo y he solido refugiarme en silencio de la montaña; en los arroyos silenciosos, caminando al silencio de sus grandes valles; en el ruido de las cascadas; en la permanencia silenciosa de las altas cumbres, en las estepas nevadas en la noche y en mis dos flores preferidas: el aciano, mi flor azul más llamativa, y en la camomila romana.
Y, mientras, aquí quedo con Lucrecio y junto a su De rerum natura, evocando el severo silencio de mi pueblo-estancia-brumosa. Vale.
 
Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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