Un día de caza en la nevada de enero
Un
día de caza en la nevada de enero
“Yo creo que la infancia, y no solo para mí, sino para la
mayoría de la gente, es algo que marca para siempre. Aunque la quieras olvidar
no puedes… Y todo lo que se ha vivido de niño, por lo menos las cosas más
llamativas, las que más te han impresionado, eso perdura a lo largo de los
años”. (Ana María Matute)
Situémonos.
Corrían los años cincuenta, hacia los principios de la mitad de la década, en
un rincón pobre y abrupto de la España rural, donde Castilla comenzaba a perder
su nombre, con largos y fríos inviernos, primaveras florecidas y frescas,
veranos tórridos de día y otoños olorosos. Eran los últimos coletazos del
racionamiento, de los delegados, del poco pan de trigo y mucho de centeno, de
miga oscura y, denominado a veces, pan negro, de los finales de la economía del
trueque y del estraperlo agonizante. Eran los tiempos en los que se amasaba en
casa y la masa se llevaba a cocer a uno de los dos hornos existentes en el
pueblo: el de “la tía Rufa”, más rural y primitivo, menos mecanizado y,
probablemente, más comunitario. Y otro, el llamado “la Tahona”, del “tío
Demetrio y tía Claudia”; también llamado de “las panaderas”, más industrial y
selecto y, por tanto, con menos esencia y raíces rurales. Diré que, en ese
decenio, entorno y día, llegué a salir al campo y comprobar si el cazador al
que acompañé durante la mañana de esos primeros días de enero, pasadas las
fiestas, entre Reyes y san Antón, era capaz de llenar su morral. Amaneció el día
con una apacible nevada. Hacía frío helador y la mañana estaba sosegada y sin
viento. Día apropiado para la caza siguiendo las huellas de las liebres y
perdices a través del blanco manto. La caza, en aquellos días de posguerra, era
en el pueblo uno de los placeres del otoño e invierno, una distracción
inocente. Salir de caza, acompañando a los mayores, fue aquel día una de las
mayores alegrías de mi infancia. Disfruté desde el primer momento, tanto como
aquel perro, de nombre luna, pachón navarro, blanco y castaño, valiente para la
maleza, trabajador, metódico, minucioso, activo y alegre, pelo corto, liso, de
textura dura y apariencia basta en el cazar, empleado para la caza de pelo y
pluma que comenzó a saltar de alegría cuando apareció en el portal mi abuelo
Arcadio con la cartuchera al cinto y su escopeta, de un solo caño, al hombro.
En Grávalos todavía no había cotos y aún quedaba caza. Todo era campo libre. Y
en él rondaban los gorriones, cogujadas, calandrias, codornices y perdices
junto a orejudas liebres y conejos, todavía no mixomatosos.
Las hermosas aves de rapiña se consideraban entonces alimañas que había que
eliminar para proteger la caza, y en el Ayuntamiento te daban unas “rubias” si
llevabas un aguilucho muerto o unos huevos de águila, de urraca o de cuervo. La
veda no se respetaba demasiado, o sea que, con más frecuencia de lo debido, se
ejercía de furtivos.
Debo
de reconocer que ese día, después de la batida, volvimos a casa, a disfrutar
del fuego, con el morral a medio llenar, después de recorrer las llanuras de la
dehesa esperando que saltara la liebre a la vereda y de perseguir en los
cogotes y laderas hacia la nevera el esquivo y bravo bando de perdices. Y aquel
día, como el morral y la percha vinieron medio llenas, hubo fiesta y, junto a
la charada, nos reunimos a celebrarlo. Aquella tarde merendamos un fastuoso
calderillo de liebre. El calderillo, colgado de los llares sobre el fuego de la
cocina, se utilizaba siempre en casa, como el instrumento de un rito sagrado,
para estas pitanzas de caza y para las sabrosas migas del almuerzo. Mientras el
grupo de amigos, sentados alrededor del llar, dimos buena cuenta del humeante
calderillo de liebre aliviado por el porrón que corría de mano en mano y
amenizado por el abuelo, experto cazador, contando con pelos y señales los detalles de sus
fantásticas y exageradas hazañas de caza, siempre las mismas, en las que
mandaba la imaginación.
Ahora
ya no queda caza ni apenas cazadores rurales. Mi pueblo, como sabemos, se va
vaciando y los que aún resisten son demasiado mayores para echarse al campo con
la escopeta al hombro. Además, el campo está acotado, y hoy en las tierras
comunales y propias de los lugareños hay más ciervos y jabalíes que liebres,
perdices o torcaces, aunque aún queda alguna malviz entre los olivares.
Personalmente,
cuando comencé a saborear platos de caza, todavía sigo haciéndolo, perdí la
inocencia y hoy me pregunto qué diría Miguel Delibes. Sólo las aves de rapiña
sobrevuelan ya los cielos gravaleños. Pero todavía queda la nostalgia de esas
noches de luna en las que me gustaría volver a escuchar en la cercanía de los
montes de encinas, en medio del silencio, la berrea de los ciervos en celo y
seguir dando de comer en mi pequeño jardín a los mirlos y gorriones. El
invierno ya está aquí y su crudeza todavía sigue abatiéndose sobre esos pueblos
despoblados y sobre los que están a punto de quedar vacíos. Me enseñaron que la
palabra poblar viene de pueblo. Y comprobé que un pueblo despoblado no es nada.
Es como un río sin agua, una campana sin badajo, una casa sin puerta, ni
cocina, ni paredes. Es una tristeza, un disparate. ¡Qué les voy a decir! Este
llanto, a los que somos de pueblo, y yo lo soy, nos viene, impetuoso, furioso,
arrebatado e irrefrenable...Por eso desearía, como cuando yo era niño, que
habría almas por las calles que yo anduve, risas de niños en los patios de la
escuela, miles de sonidos y algún arriero deambulando por los caminos. Y Sé,
son fechas de ello, que no tardará la nieve en cubrirlo todo con su piadoso sudario
blanco y frío.
Estos
son recuerdos de mi infancia lejana, pero muy presente, de esa infancia cuando
en el pueblo no había, por no haber, ni agua corriente, ni teléfono. Sí luz
eléctrica, pero mortecina; el terreno, ayer como hoy, sigue siendo escabroso y
algunas calles todavía siguen con un empedrado rudimentario, bello y suficiente
que, en aquellos años de mi infancia, estaba frecuentemente adornado y
densamente poblado de cagajones y cagarrutas, sólo había un coche: “La Rubia”,
dos o tres tractores, carros sueltos, alguna galera y escasas bicis. Aún no
habían llegado masivamente las cosechadoras. Si funcionaban algunas
maquinas-trilladoras de “Ajuria-Vitoria”. Y, en realidad, allí todavía estaba
incipiente, muy embrionaria, la rueda. Vale.
Texto y fotografías La Medusa Paca.
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