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jueves, 28 de diciembre de 2017 in

Una de las mías en Nochevieja





Diana y sus ninfas cazando, de Pedro Pablo Rubens

Una de las mías en Nochevieja

Un silencio especial, distinto a todos los silencios conocidos, envolvía la casa, la fuente, el lavadero y la balsa. El blanco manto cubría los tejados y las calles, se asentaba en el alféizar de las ventanas, envolvía los bardales, se apoderaba de los campos, embozaba los ribazos, transfiguraba el monte, desfiguraba los caminos y ventiscaba “El Puerto”. El humo de todas las chimeneas se perdía en el gris espeso de las nubes bajas. Las ovejas recién paridas, con los zarzos de la majada abastecidos de paja trillada de trigo, revuelta con sueltos granos de cebada o esparceta, balaban con un balido largo y dulce buscando a sus caloyos.

Con ese pasado recuerdo me dirijo hacia ese otro de aquellas cenas y, también, de aquellas recetas, más las de Nochebuena que las de Nochevieja. Todos esperando y mi madre, ¡ay mi madre!, nerviosa porque mi padre, boina calada, piel resecada, barbas de siete o quince días y frío, todo el frío del mundo, con la humedad metida en su cuerpo, llegara. Todos, en esa espera, estábamos ante un tablero enorme. Una casita con dos altos y algo destartalada, fría y húmeda, muy húmeda, como recogiendo todo el remojo del agua arrojada por los caños de la “Fuente Dura” sobre la cual se asentaba. La espera giraba en torno a una mesa, ahumada por ese no arder de unos verdes y recién podados sarmientos, donde todos parecíamos gente mayor venida de más allá de las nieblas. Chiquillos como yo, a medio criar, y eso que era el mayor, observando al padre recién llegado, con su liado cigarrillo de cuarterón en sus labios y un aroma a noche larga, antigua, aguardentosa; algo de musgo en el mármol de ese aparador rinconero, una botella de nombre extraño, una temperatura de ¿familia? vieja, trasterrada; una forma de España en platos de comida lenta; un Dios por criar en el pesebre de las cosas; esa blancura de la inocencia, ese frío de entonces, ese cierzo que silbaba entre las grietas de esa ventana desvencijada; el calor de la fogata desmigando las paredes del invierno; ese aliento que quemaba los silencios; ese preámbulo de los villancicos, sin cantar, y del vuelo de las faldas…Y al final, todos a la cama, a dormir como lirones, no había para más y eso que, según dicen, éramos ricos, aun siendo pobres. Era la hora cuando el personal se acicalaba para salir, disfrutar de las hogueras, de las “Salvadas” y hasta de esas inexistentes y soñadas campanadas para recuperar la conciencia el uno de enero.

Y en esa recuperación de conciencia, es de justicia recordar esas notas de historia gastronómica que, en vísperas de esta Nochevieja de 2017, me vienen al pelo para disfrutar de una de las recetas con las que mi madre solía obsequiarnos en aquellas Nochebuenas donde la luz iluminaba el banquete por las rendijas de los balcones y el ruido de los panderos, zambombas que estremecían aquella nuestra casa donde los sentimientos entraban en ella como cuña a mano, rompiendo y desbaratando.

Y ante ese cuadro se me presentó Diana, la más popular en nombre romano, además del más eufónico; pero la Diana romana fue, para los griegos, Artemisa, una de las diosas más celosas de su virginidad, que regía los bosques y la caza; de hecho, su imagen la representa como cazadora, armada con el arco y las flechas que, cuando era poco más de una niña, le forjaron Hefestos y los Cíclopes.

En una ocasión, molesta con el rey de Calidón, Eneo, por un quítame allá ese sacrificio, envió un jabalí monstruoso que devastó la región. Se organizó una cacería, en la que participaron los mejores cazadores griegos, entre ellos varios argonautas y la ligera Atalanta, consagrada a Artemisa. Parece que fue Meleagro, hijo de Eneo, quien acabó con el jabalí; otros dicen que cedió el honor a Atalanta. El hecho es que Meleagro se enfrentó con sus familiares, y su madre, en venganza, provocó su muerte. Sus hermanas lloraron tan amargamente su pérdida que Artemisa, no sabemos si apiadada o harta, las convirtió en aves cuyo plumaje está lleno de manchas negras: las pintadas, cuyo nombre científico hace referencia a sus dos orígenes: el geográfico (africano) y el mitológico: Numida meleagris.

Con su otro nombre, gallinas de Guinea, fueron consideradas durante mucho tiempo aves ornamentales, aves para lucir en parques y jardines; pero las aves ornamentales, en principio lo fueron las gallinas, suelen acabar en la cazuela: ni el pavo real ni el cisne se libraron de ser asados en su día, y el faisán y la pintada siguen siendo huéspedes de los mejores hornos. La pintada agradece escoltas vegetales, más bien frutales: uvas, naranja... 

Hay que señalar que el ave de Artemisa suscitó confusiones con el pavo; no ha lugar: el único pavo conocido en Europa hasta el siglo XVI fue el pavo real; el común, llamado por los españoles originariamente “gallo de papada”, es oriundo del Nuevo Mundo, concretamente de la Nueva España, y no tiene nada que ver con la casta Diana o Artemisa.


Difícilmente mi madre, ¡ay mi madre!, tenía esos conocimientos históricos-gastronómicos-grecolatinos, pero cocinaba como los ángeles, si es que los ángeles llegaron a cocinar y, en su homenaje, ahí va esta receta recordando ese plato con aquellas aves de corral elaborada, como guiso de pintada, con vino dulce y acompañada de frutos secos: almendras, orejones, ciruelas, piñones y pasas.

Ingredientes:

    Para 6 personas:
    1 gallo o capón, mejor si es pintada, troceado.
    6 cebollitas moradas.
    2 pimientos verdes
    3 dientes de ajo
    100 g de orejones de albaricoque, de los secados en cañizos
    100 g de piñones
    100 g de almendras
    100 g de ciruelas secas, Ella utilizaba las secadas por si misma
    1 copa de vino fino
    1/2 l de vino blanco moscatel
    1 copa de vinagre de Jerez
    aceite de oliva
    sal
    pimienta
    romero
    perejil picado

Elaboración:

Sofreír los ajos en una tartera con un buen chorro de aceite de oliva. Salpimienta los trozos del gallo, pollo o capón y dorarlos en la tartera. Retirar la carne a una fuente e incorporar las cebollitas y los pimientos picados. Dejar que se pochen o caramelicen unos 10 minutos.
Introducir los trozos de gallo, pollo o capón, un vasito de vinagre, el vino fino y el vino dulce. Salpimentar y dejar que el alcohol se evapore. Verter agua y cocinar el guiso entre 50 o 60 minutos aproximadamente.
Para la guarnición, poner los orejones, las almendras, las ciruelas, las pasas y los piñones en una sartén con aceite de oliva. Salpimentar y añadir una ramita de romero y perejil picado. Saltear brevemente os frutos.
Incorporar los frutos secos al guiso, dale un meneo a la cazuela, espolvorear con perejil picado y servir.

Y el Vino

¡Ay el vino! El vino lo ponía mi padre, de sus trabajadas viñas y de sus sudores, no los de otros. Era vino de cosechero. Siempre, siempre en una línea excelente. Un vino para todos aquellos que quisieran gozar de las virtudes de los mejores tintos de Rioja, pero sin gastarse lo que no está en los escritos. Era un vino áspero y rasposo en boca, buena longitud, marcado por la fruta roja y sin crianza. Era un clásico vino del año, recién descubado. Para beber en todas las épocas del año y con todo tipo de comidas. Y en esta ocasión también con el gallo, capón o pintada, por supuesto.
Vamos, como si fuese un Marqués de Riscal. Y siempre dejándose querer.

Adiós, va a llegar la NOCHEVIEJA, buen provecho, mucha felicidad y, también, paciencia. Y como le dijeron a Orfeo: ni una mirada atrás hasta no haber salido.

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

sábado, 23 de diciembre de 2017 in

Es Navidad






ES NAVIDAD


Hoy, que ya es NAVIDAD, deseo volver a mi infancia e intentar recordar aquellas palabras de Juan Ramon Jimenez al describirnos la suya: “cuando aún no sabía escribir, realizaba la belleza, la poesía. Había en el jardín de mi casa un bosque de plátanos y araucarias, y a la tarde, cuando volvía del colegio, toda mi delicia era ocultarme entre el verdor ya transparente de oro del sol de las cinco...”

Y hoy, como ya es NAVIDAD, deseo ser niño y ofrecer estas tres voces muy diversas para que nos canten hoy en esta página el nacimiento de Cristo: Juan Ramón, en un tema no muy frecuente en él; Jorge Guillen, que en el campo religioso ha conseguido extraordinarios hallazgos poéticos e incluso teológicos. Y Miguel de Unamuno, que infantiliza su voz al acercarse al Portal.

Y al ser más niños, ya es más NAVIDAD.

LA ALDEA

El cordero balaba dulcemente.
El asno, tierno, se alegraba
en un llamar caliente.
El perro ladraba,
hablando casi a las estrellas...

Me desvelé, Salí. Vi huellas
celestes por el suelo
florecido
como un cielo
invertido.

Un vaho tibio y blando
velaba la arboleda;
la luna iba declinando
en un ocaso de oro y seda,
que parecía un ámbito divino...

Mi pecho palpitaba,
como si el corazón tuviese vino...

Abrí el establo a ver si estaba
El allí.
¡Estaba!

NAVIDAD

Alegría de nieve
por los caminos.
¡Alegría!
Todo espera la gracia
del Bien Nacido.

Miserables los hombres,
dura la tierra.
Cuanta más nieve cae
más cielo cerca.

¡Tú nos salvas,
criatura
soberana!

Aquí está luciendo
más rosa que blanca.
Los hoyuelos ríen
con risas calladas.

Frescor y primor
lucen para siempre
como en una rosa
que fuera celeste.

Y sin más callar,
grosezuelas risas
tienden hacia todos
una rosa viva.

¡Tú nos salvas,
criatura
soberana!

¡Qué encarnada la carne
recién nacida,
con qué apresuramiento
de simpatía!

Alegría de nieve
por los caminos.
¡Alegría!
Todo espera la gracia
del Bien Nacido.

CANCION

Duerme niño; duerme y sueña,
que es el sueño quien enseña
a soñar;
duerme, Jesús, sueña y duerme,
no el corazón se te enferme
de esperar.
Duerme, niño de la bola;
la humanidad está sola
y sin luz.
Sueña, Manuel, nuestro sueño
tu cuna está hecha de leño
de la cruz.

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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