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jueves, 25 de septiembre de 2014 in

Cómo y cuándo cayó Belchite





Cómo y cuándo cayó Belchite
Arremójate la tripa
que ya viene la calor
que luego, en el mes de agosto,
no suelta el agua ni Dios. ( J.A.Labordeta)

Los viajeros no se atreven a narrar eso que leyeron, no hace muchos días, en las caras de los lugareños en su visita a Belchite. Caras y semblantes que mostraban y manifestaban al hablar con los viajeros que las ruinas son hijas del abandono y no de las bombas y que la destrucción del pueblo antiguo comenzó en el traslado al pueblo nuevo. Y es ahí donde se muestra el crepúsculo de Belchite que tan descriptiva, cruel y bellamente describió Arcadi Espada un 12 de Agosto de 2001 y, como el viajero nada tiene que añadir a esta descripción, aquí la dejo para su deleite o sufrimiento. Pero la historia es así de cruda o de real: 

 “Belchite huele más a mierda que a guerra. Tal vez se deba a la lluvia, tan poco habitual aquí, que cayó esta tarde con furia de verano y abrió el suelo hasta las vetas más bajas. El rótulo del pueblo está acribillado. A perdigonazos. La soledad es absoluta y el viajero ha de entenderse con pocas palabras: apenas cuatro indicaciones para el convento o la iglesia de San Martín. Las casas eran de barro -mudéjar- y las ruinas son de barro podrido. Aunque la luz de un cielo de verano, cuando declina y hace poco que paró la lluvia, sublima cualquier circunstancia. 'El crepúsculo lo ennoblece todo', escribió Pla.

El viajero sabe que el asedio de Belchite duró 12 días. Unos 2.000 rebeldes, apoyados por su aviación, resistieron el ataque republicano. La ofensiva era el eje de una operación dirigida por el general Pozas sobre la margen derecha del Ebro, cuyo objetivo final era la conquista de Zaragoza. El 6 de septiembre de 1937, los republicanos entraron finalmente en el pueblo. Con ellos iba la Pasionaria: la toma de Belchite debía ser un símbolo de la recuperación bélica republicana. El símbolo se mantuvo hasta el 10 de marzo de 1938, cuando los rebeldes, sin demasiada oposición, volvieron a conquistarla. Zaragoza no cayó nunca a manos republicanas. 'El destinar demasiado tiempo y esfuerzo para posiciones menores como Belchite había resultado muy perjudicial para la operación', escribe Eladi Romero en sus Itinerarios... Los errores de los perdedores son siempre grotescos.


Ningún dato de esta historia puede encontrarse en el lugar de los hechos. El viajero no lo lamenta. Tal vez el tratamiento que convenga a un lugar como éste sea la total ausencia de prosa turística. Ninguna otra baliza más que las que uno traiga. Las únicas frases que el viajero encuentra están pintadas a brochazos en la puerta de la iglesia: 'Pueblo de Belchite, / ya no te rondarán los zagales, / ya no se escucharán las jotas / que cantaban los mayores'. Tan verdadero como el 'ponga su nombre aquí' de los carteles de toros. El viajero acorta el paseo que había previsto. El estado de algunas casas es alarmante, ha llovido y la circunstancia no es irrelevante en unas ruinas que apuntala el secano. Además, se ha levantado viento. Y la noche, con sus misterios, se cierne poderosa.
Cerca ya del coche, se cruza con un hombre que lleva una azada. Los dos se paran.
-Qué...

-Ya ve...

-Bien...

-Bien está...

-¿A cavar?

-A cavar.

-Hay poca luz.

-Menos la habrá.

-Bueno.

-Bueno, bueno.

-Qué tremendo, ¿no? -dice el viajero señalando las ruinas.

-Tremendo y guarro.

El viajero se quedó sin saber qué decir durante unos segundos, dado el carácter resolutivo de aquel hombre y el hecho de que confirmara abruptamente la primera sensación que tuvo al entrar al pueblo, y que no había dudado en calificar de poética. El hombre tenía prisa para llegar a su huerto con algo de luz, aunque pudo aclarar al viajero que las ruinas que había visto eran obra del abandono y no de las bombas. 'La sangre todo lo ennoblece', escribió Camba.

Pocos meses después de acabada la guerra, el general Franco concedió a Belchite los títulos de Leal, Noble y Heroica. E hizo del pueblo y de su resistencia ante el acoso republicano un ejemplo permanente. El pueblo nuevo de Belchite lo inauguró el propio Franco, en 1954, 15 años después del fin de la guerra. El viajero se pregunta dónde vivieron entretanto. Conduce hacia Zaragoza preguntándoselo al hombre de la azada, que debe de estar volviendo de su huerto.

En el Gran Hotel de Zaragoza hace una temperatura de enero. Es el tipo de verano que gusta a la gente. El viajero abre de par en par las ventanas de su habitación para conseguir algo de calor. Se acerca el teléfono y marca el número de Labordeta. 'Arremójate la tripa...', va tarareando con cariño y sin cinismo. El padre del cantante era de Belchite.

Franco mandó llamar a la élite belchitana y dijo que iba a premiarles. Y que podían elegir el premio: o subirles el Ebro o un pueblo nuevo. Eligieron el pueblo. Hay una interpretación de por qué lo eligieron: la propiedad estaba muy repartida en el pueblo y, si la tierra se ponía a rendir, acabaría por no haber mano de obra. Los presos construyeron el pueblo nuevo. Hasta que estuvo listo, a mediados de los cincuenta, la gente siguió viviendo en el viejo: había sufrido la guerra, pero era perfectamente habitable. Por eso, Franco les dio a elegir. La noche de fin de año de 1954, o quizá fuera de 1955, tuvo lugar allí un suceso memorable: un chaval de 20 años, uno de los Labordeta, José Antonio, cantó por vez primera en público. Fue en el viejo café, interpretando la melodía de Solo ante el peligro. Aún recuerda vivamente que cuando acabó se le acercó uno de allí y le advirtió: 'Chaval, no vuelvas a cantar que es cosa de maricones'. La destrucción del antiguo Belchite comenzó a partir del traslado. Es la gente la que sujeta las casas. Pero es que, además, en el pueblo nuevo no habían previsto lugar para los animales. Los de Belchite bajaban a donde vivieron, entraban en lo que fue suyo y se llevaban vigas, maderas, cañizos, y es así como construyeron las cuadras y la leyenda.
El viajero sale a cenar a las once en punto de la noche.


Texto Arcadi Espada (2001). Fotos La Medusa Paca. Copyright ©

jueves, 18 de septiembre de 2014 in

Mi agricultor hortelano




Mi agricultor hortelano


Mi agricultor que, entre sus muchas otras cualidades, tiene la de ser hortelano, viste esta mañana camisa de cuadros de manga larga que esta vez las lleva arremangadas, pantalón azul  mahón anudado con una cuerda de máquina-segadora-atadora, de las de antes, de cuando iba sentado en ese asiento de latón agujereado, imaginándose ufano en la cabina de mando para poder controlar la siega y el vomitar de esos “fajetes”  bien atados. Su cuerda, como deshilachada, le viene grande y hasta le cuelga un sobrante. Se cubre la cabeza con un gorro de lona parda, regalo de una casa comercial de productos insecticidas. Y calza esas clásicas y cómodas alpargatas de esparto, con un lado abierto, al no entrarle bien su pie o quedarle pequeñas por su número de calzado. Él es un poco zafio, es más agricultor que hortelano, todo lo hace a bulto, pero en esto de ejercer de hortofrutícola es autodidacta y hasta presume de progresar adecuadamente.  

Mientras escribo esto lo veo asomarse por entre una hilera de encañizadas, sostén de unas alubias verdes, cambiantes a amarillo y que en mi tierra llamamos "pochas". Y hasta me doy cuenta que en otra hilera ya, también, está el caparrón subiendo, haciendo giros en hélice de tirabuzón para con el tiempo y la vida juntarse arriba como si fueran el cierre de una cabaña de indios. 

Mientras lo miro, allí en el ribazo, descansar a la sombra de unos muy verdes avellanos con frutos ya en las ramas y contemplar, de tres en tres, las claras avellanas envueltas como caramelos por sus hojas laciniadas que son como esas cintas que rizan con las tijeras en la confitería. Lo observo como deja, para que lo recojamos cuando él no esté delante, un calabacín, unas berenjenas vestidas de nazareno, unos cuantos entreverados tomates, una docena de pimientos cornicabra, media docena del cristal, junto a unos tomates en sazón que, por su colorido, invitan a comerlos con un salteado de granos de sal gorda, y un ramo de margaritas que, a la caída de la tarde de ayer, olvidó entregármelo en mano. Mi hortelano planta las flores tan en hilera, fila o renque como sus hortalizas, rojo, blanco, verde, rosa, como queriendo expresar toda su inteligencia creativa. Veo feliz a mi agricultor, el hortelano está dichoso con la tierra, como un niño. 

Y como, en fin, el otoño ya está apuntando, el equinoccio astronómicamente este año sucederá el 23 de septiembre, me invita a contemplar el vendimiado de la uva y el recoger la cosecha de la huerta, las moras, las endrinas, las bellotas, las castañas, las maguillas, las setas, los girasoles…Y en que, si aparecen las primeras lluvias, aunque se hayan perdido los ritos del campo, podré hasta acercarme a la hora de la siembra, tras romper, binar y aciemar la tierra y apreciar cómo con ellas salen los primeros níscalos. Y mientras tú, querido agricultor, conformándote  resignadamente con “ir tirando”. ¡Oh, la eterna resignación del campo! ¡Día alante! Vale.

Texto y fotos  La Medusa Paca. Copyright ©

viernes, 12 de septiembre de 2014 in

Fuendetodos






Fuendetodos

“Y en julio, en Aragón, tenía un pueblecillo,
Una acequia, un establo y unas ruinas al sol.
Al viento los ombligos
Volaban cuatro amigos
Picados de viruela
Y huérfanos de escuela,
Robando uva y maíz,
Chupando caña y regaliz.
Creo que entonces yo era feliz”. (Recuerdos de mi niñez, Juan Manuel Serrat)

Teníamos ilusión, ansiosa ilusión de tomar la A-23, autovía mudéjar que discurre entre Sagunto y Huesca. El recorrido lo habíamos hecho muchísimas veces de ida y vuelta a tierras mediterráneas y siempre anidaron en el coche los deseos de pararnos en esos pueblitos entrañables, establecer descansos a lo largo del camino para descubrir Fuendetodos, pueblo natal de Goya; Belchite, pueblo bombardeado y testimonio ruinoso del más elocuente absurdo de los vestigios de una guerra y de una batalla; refrescarnos en Las lagunas de Gallocanta, parada y fonda de las aves y cazcalear por dentro y fuera de las murallas de Daroca. Y recorrer en varias etapas todas, y siempre por carreteras secundarias, estas singulares y atractivas rutas, acompañados,  quizás desde la altura, por esos buitres pertinaces, tan comunes en estas tierras e insistentes en husmear los desechos. Hay tiempo y habrá más idas y venidas hacia el Mar Menor para diseñarlas, hacerlas y describirlas. Y mientras hacíamos estos planes y nuestro viejo, pero correoso Space, remontaba las cuestas del Ragudo hubo tiempo de pensar en la historia de estos caminos en los que se trajinaron emboscadas por aquellos maquis que, en su osadía, sufrimiento y desintegración, llegando 1945, ocuparon los macizos de las sierras de Javalambre, Gúdar y el Maestrazgo, para luego desaparecer. 

Y andando, andando y dejando atrás, para otros días, Alcañiz, Albarracin y sus Montes Universales, Camarena de la Sierra y los pueblos mineros de Ojos Negros nos fuimos dando cuenta de que el paisaje cambiaba de lustre hasta que llegamos a la salida 283,  en Cariñena, donde los pedregales se alfombran de vides, y encontrarnos, 24 kilómetros después, con Fuendetodos, pueblo de 150 habitantes, en el que hasta hace pocos años estuvieron sin agua potable. Y ahora llegas y lo ves todo rodeado de bosques de molinos generadores de luz. 

Y en Fuendetodos, después de recorrerlo paso a paso, callejuela a callejuela, plazuela a plazuela y rincón a rincón, se nos mostró la casa del genio, rescatada para la historia en 1913 por el pintor Ignacio Zuloaga. Sobria, sin alharacas y rezumando atmósfera rural, como puesta para mostrarse, arregladita, empedrada grisáceamente y con sus estancias en tres plantas: su cuadra, la fresquera, su chimenea y su fregadero como en basal en la parte baja. En la parte de arriba, dos alcobas, probablemente, una de ellas el rincón en que su madre lo parió, y su respectiva sala distribuidora. Y en la parte somera el granero. 


El pintor, su sombra y su obra, reinando sobre grabados y sus fantasmagorías se nos aparecían en cada rincón, en cada callejuela y en cada cantón esquinero. Y, en la recta de la calle Zuloaga, en el número 3, en una recuperada casa típica del somontano aragonés, el Museo del Grabado con una de las ediciones de la serie Los desastres de la guerra, perfecto aperitivo de invitación para acercarnos hasta Belchite, a 20 kilómetros; grabados sobre la corrupción, la maldad, juegos, caprichos, tauromaquia y tantos otros disparates. Por esto y por muchas cosas más España lo trató con desdén. Fue un genio incómodo. Lo llamaron loco y la Inquisición le buscó la ruina. 

Nos contó la encargada del Museo del Grabado que ahora vienen a Fuendetodos unas 20.000 personas al año. Cuando nos despedimos de la visita nos dimos cuenta que volaban sobre nuestras cabezas unos buitres leonados a los que el Pintor, en su época, pudo referirse  con ese susto de tristes presentimientos de lo que ha de acontecer. Vale.

Texto y fotos  La Medusa Paca. Copyright ©

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