El lento silencio de lo rural: Noviembre
“¡Títiro! Bajo una haya coposa recostado,
rústicos sones con tu avena ensayas;
mas los fértiles campos hoy nosotros
dejamos desterrados de la Patria;
y Amarilis decir, al bosque enseñas
tú, feliz á la sombra de las ramas”. (Virgilio; égloga primera)
Ya entran las nieblas del otoño profundo que suenan a rocíos
intensos. A noches frías y perpetuas que traen tantos misterios como actividad.
La montanera menea los careos de los cochinos que despiertan amores. Las
crestas más baldías encuentran vida ahora que sus habitantes lucen sus trajes
de boda. Los rebecos corren durante el día marcando el territorio. Los machos
monteses se hacen sitio en las piaras de las hembras. Los arruís, en la Sierra
Espuña murciana, lo mismo. Los muflones también. Noviembre aprieta la mano como
la aprietan los hombres duros del norte: con firmeza, con fijeza y con una
templada mirada de cara al frío que acontece. Huele a chimenea y a manta. A
atardeceres cortos y amaneceres que saben a España.
¿Qué diré del otoño y sus rigores
con todo aquello que notar
importa
cuando los días la estación
acorta
y hace menos intensos los
calores?
(Virgilio; Geórgicas)
Y entre esas nieblas, rocíos, noches frías con
misterio espero ansiosamente la nieve. Siempre me puso, y mucho, el invierno y
su silencio.
Yo que soy un hombre bucólicamente rural y anduve impartiendo
docencia y dirigiendo en esos Institutos de Enseñanza Media, pastorilmente
agrestes, supe siempre distinguir que entre los labriegos hay tres clases de
silencios: el silencio presente, el más perceptible; el de la quietud de las
piedras y las rocas; el de los matorrales que crecen en el interior de los
pueblos y casas abandonados y el de los hierbajos que recubren los caminos. El
del polvo que se posa en los aleros, el de la humedad que pudre las vigas que
sostenían tejados, el de los cristales rotos.
Está el silencio pasado, algo más escondido. El primer
sueño de un recién nacido, durmiendo en cama caldeada por un fuego de leña. El
de aprobación de un padre ante la petición de la mano de su hija. El de la
cosecha, creciendo entre adversidades.
El primer silencio nos llena el oído. El segundo requiere
que cerremos los ojos y nos esforcemos en percibir la vida que ha llenado aquellas
casas, aquellas familias, aquellos caminos.
Y luego está el tercer silencio, ese que no puede
percibirse con los sentidos: el de las risas de los niños jugando al escondite en
los patios de las que fueron sus escuelas rurales unitarias, el de los besos
robados detrás de la fuente de la plaza, el de la azada rompiendo los terrones
de fértil tierra negra, que ahora espera, yerma por ausencia. El tercer
silencio es el silencio futuro, el de los sonidos que son vida, el de los
sonidos que no volverán a escucharse. El de los nombres de lugares que ya nunca
vuelven a pronunciarse. El tercer silencio, el más lento, solo puede percibirse
con el corazón.
Estos tres silencios son los que, poco a poco, van
devorando la vida en pueblos como el mío, Grávalos, y en otros muchos de mi
querida Rioja y de esa España que se vacía o donde la vieja Castilla se apura. Es
toda una sangría, sangría de almas de lo rural: niño a niño, persona a persona.
Chimeneas apagadas y ulular de vientos en salones vacíos y desiertos. Es la
esperanza perdida, el abandono de la ilusión y el ejercicio de la callada
desesperación. Quiero y deseo que los pastores de Virgilio vuelvan a soplar su caña
o el filo de una hoja seca para que esa música de la naturaleza no se la vuelva
a llevar el viento Vamos a ello. Vale.
“Tú conmigo entre tanto aquesta
noche
Puedes dormir sobre la verde
grama.
Yo aquí tengo castañas, queso y
frutas;
Ya, á lo lejos, columnas de humo
blancas
Se elevan de los techos de la
aldea,
Y espesas sombras de los montes
bajan”.
(Virgilio; égloga primera)
Texto y fotografías La Medusa
Paca. Copyright ©