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lunes, 26 de noviembre de 2018 in

Susurros a finales del otoño










Susurros a finales del otoño

Hayedo de Santiago,

casi sin hojas.

Abundante cosecha

de la seroja.



Tibia luz de noviembre.

Robles desnudos:

corpulentos guerreros

y muy nervudos.



Las hojas han cubierto

todo el camino.

Ya finaliza otoño

sin hacer ruido.



Verdes quedan las zarzas.

Y los acebos

avivan sus colores

para el Portal.




Talé una rama

y amaneció sublime

por la ventana.

&&&



Una campana:

el tañer de una campana

modera al viento.

&&&



Nace el invierno

se encapotan las nubes

y sopla el viento.

&&&



Barre la luz

de la luna creciente

el vendaval.

&&&



En una panda

de sólo pájaros

¡Qué calor el del nido!

&&&

Sobre sus plumas

la cogujada portea

el sol de invierno.

&&&

Ya en mi lar

me sorprende la nieve

y sin llegar.

&&&



Yo las barría

y al fin no las barrí:

hojas caídas.



 
Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

lunes, 19 de noviembre de 2018 in

Hojas llovidas






Hojas llovidas

“Me siento, a veces, triste

como una tarde del otoño viejo;

de saudades sin nombre,

de penas melancólicas tan lleno...

Mi pensamiento, entonces,

vaga junto a las tumbas de los muertos

y en torno a los cipreses y a los sauces

que, abatidos, se inclinan... Y me acuerdo

de historias tristes, sin poesía... Historias

que tienen casi blancos mis cabellos”. (Manuel Machado)



Esta madrugada han llovido hojas en el parque enfrente de mi casa, aquí en Garnacha, en La Ribera, en San Javier de la región de Murcia. Junto a esa lluvia copiosa, desbordante, ha soplado un viento implacable y malhumorado, las hojas han caído numerosas, dispersas, aladas, leves sobre el yerbín, sobre el sendero terrón lleno de hojas, sobre nuestras cabezas. Son las hojas de los tilos, los castaños, los plátanos, las acículas de los pinos, que flotan navegando hacia las orillas de la calle, haciendo un sendero, libre en el centro. Algunas de los rosales, que resisten más, todavía otoñales y hasta veraniegos. Los únicos que siguen imperturbables son los magnolios, en primavera perenne. Son hojas amarillas-naranja, amarillas limón, amarillas cadmio, verdiamarillas, ocres, grises, sepias, sienas, marrones…Se está desnudando la naturaleza, en un espectáculo entre elemental y fantástico de renovación y de permanencia. Son más ligeras que pájaros. Caen atolondradas, como si al arrancarse de las ramas perdieran su razón de ser. No hacen ruido. El ventarrón las hace rodar, rumorosas, y yo, al andar, las revuelvo y oigo, ahora sí, el ruido de hojas, que es un ruido seco, directo, blando, evocador.

¿Y sueño, o no?: las hojas caídas del mar son las algas que, en la orilla, fuera del agua, pierden su gracia y su verticalidad, y se derrumban y se doblegan sobre la arena.

Han llovido hojas en el parque enfrente de mi casa, aquí en La Ribera, en San Javier de la región de Murcia y en el Mar Menor.

El otoño se acerca con muy poco ruido:

apagadas cigarras, unos grillos apenas,

defienden el reducto

de un verano obstinado en perpetuarse,

cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste.



Se diría que aquí no pasa nada,

pero un silencio súbito ilumina el prodigio:

ha pasado

un ángel

que se llamaba luz, o fuego, o vida.



Y lo perdimos para siempre.

(Ángel González)

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©


lunes, 12 de noviembre de 2018 in

Mi recorrido otoñal



Mi recorrido otoñal

“El álamo se cubre

del óxido de octubre” (José Hierro)

Sin duda, esta tarde me doy cuenta de que los versos más sencillos, directos y hermosos sobre el otoño son aquéllos dos que escribió José Hierro y que componen el delicioso pareado heptasílabo que hoy encabeza.

El óxido es una sencilla imagen cotidiana que en el pareado no significa solamente orín. Quiere decir, con el lenguaje rompedor de su poesía: esplendor, resplandor y fulgor. El estallido de la vida en el otoño, que imagino ahora mismo y lo presenciaré dentro de unos días desde la ventana norte de mi casa, asaltando, uno a uno, a todos los árboles que levantan de luz la grave montaña de Clavijo y Moncalvillo.

Si el poeta hubiera dicho que el álamo se oxida o que vio un álamo oxidado, jamás hubiera entrado tal vulgaridad en la historia de la literatura. Y es que el otoño natural nos parece tan bello, tan cumplido y amable, porque sabemos que, tras las hojas, viene despidiéndose con los últimos vientos, y el invierno pluvioso y nivoso, verdeará la primavera su nueva moda, siempre clásica, y volverá cada árbol a ser un prodigio de elevación y de vitalidad hasta que el óxido lo transfigure. No es fácil, en cambio, ver ese fulgor en eso que llamamos, con un leve tono compasivo y triste, el otoño de la vida.

¿A dónde iremos, estos próximos frescos días de pleno otoño ¿al Aliseda del Oja; a los Sotos de Alfaro; al Carrascal de Villarroya; al Encinar de Foncea; a los Picos de Urbión, donde estuvimos en el último verano; o a Las Viniegras, por Montenegro de Cameros? Cualquiera que sea nuestro destino en estas próximas semanas de noviembre disfrutaremos del otoño pleno, que es un vergel y edén otoñado: con sus arces de cien especies, sus castaños, sus plataneros, sus árboles de las pagodas, sus tilos, sus cerezos, sus moreras, sus acacias de Constantinopla, sus álamos, sus abedules…de un arboreto luminoso a otro arboretos más joven, con sus arces reales por doquier que parecen pavos reales o aves del paraíso, de bellos que están, Pero desde Villoslada de Cameros al cruce de la carretera que nos llevará al puerto, todos los paisajes están espléndidamente otoñados: sobre todo después del puerto que conduce a las Viniegras.



Con el gozoso amarillo limón de los tilos. Con todo el pentagrama de los colores de los arces, del verdoso al carmín, del verde pradera al morado pasión, y con ese ámbar-siena de los más habituales. Con el rosa verdecido de los cerezos. Con el verde enrojecido de los serbales. Con el verde mojado de las acacias. Y el verde húmedo y tenaz de los alisos. Con el verde cansado y monumental de los plátanos hispánicos. Con el verde grave y rumoroso de los pinos. Y el solemne y funeral de algún ciprés desperdigado. Con el verde ardido de los robles. Con el verde recio y marrón de los castaños. Y el verde leve y silvestre de los fresnos. Con el verde desleído de los chopos otoñales, de cuyas ramas más altas vuelan como avecillas sus hojas, vueltas amarillas antes de partir. Con los verdes ingenuos y persistentes de los álamos, verdi-blancos y no verdi-amarillos. Con el verde alto y jubiloso de las hayas, que puede ser ocre, naranja, siena, rubial y morado, al mismo tiempo…

 Asomado a la montaña, observo el Urbión, cansado de nieve, pelado de siglos. Poderosas plantas lo alzan altivo: árboles sagrados de todos los ritos. Níveo de esperanza, tenaz, prolífico. Verdes de hermosura volviéndose a oxido, estáticos, líricos. Verdes de fulgores, ardientes, lumínicos. Verdes de misterio, litúrgicos, místicos…





“Ahora que el otoño colorea y enrojece de fiesta
los pámpanos, los arces, los viburnos o las hayas,
y nos urge, intenso, a recorrer
las aldeas vecinas
o los bosques misteriosos de Aliseda del Oja;


Sotos de Alfaro; Carrascal de Villarroya;

Encinar de Foncea; Robledal de Manzanares;

Carrasquedo de Grañón; Sierra de Cebollera...
que tantas veces, alegres y locuaz, recorrimos”.




Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

lunes, 5 de noviembre de 2018 in

El lento silencio de lo rural: Noviembre






El lento silencio de lo rural: Noviembre

“¡Títiro! Bajo una haya coposa recostado,
rústicos sones con tu avena ensayas;
mas los fértiles campos hoy nosotros
dejamos desterrados de la Patria;
y Amarilis decir, al bosque enseñas
tú, feliz á la sombra de las ramas”. (Virgilio; égloga primera)

Ya entran las nieblas del otoño profundo que suenan a rocíos intensos. A noches frías y perpetuas que traen tantos misterios como actividad. La montanera menea los careos de los cochinos que despiertan amores. Las crestas más baldías encuentran vida ahora que sus habitantes lucen sus trajes de boda. Los rebecos corren durante el día marcando el territorio. Los machos monteses se hacen sitio en las piaras de las hembras. Los arruís, en la Sierra Espuña murciana, lo mismo. Los muflones también. Noviembre aprieta la mano como la aprietan los hombres duros del norte: con firmeza, con fijeza y con una templada mirada de cara al frío que acontece. Huele a chimenea y a manta. A atardeceres cortos y amaneceres que saben a España. 

¿Qué diré del otoño y sus rigores
con todo aquello que notar importa
cuando los días la estación acorta
y hace menos intensos los calores?
(Virgilio; Geórgicas)

Y entre esas nieblas, rocíos, noches frías con misterio espero ansiosamente la nieve. Siempre me puso, y mucho, el invierno y su silencio. 


Yo que soy un hombre bucólicamente rural y anduve impartiendo docencia y dirigiendo en esos Institutos de Enseñanza Media, pastorilmente agrestes, supe siempre distinguir que entre los labriegos hay tres clases de silencios: el silencio presente, el más perceptible; el de la quietud de las piedras y las rocas; el de los matorrales que crecen en el interior de los pueblos y casas abandonados y el de los hierbajos que recubren los caminos. El del polvo que se posa en los aleros, el de la humedad que pudre las vigas que sostenían tejados, el de los cristales rotos. 

Está el silencio pasado, algo más escondido. El primer sueño de un recién nacido, durmiendo en cama caldeada por un fuego de leña. El de aprobación de un padre ante la petición de la mano de su hija. El de la cosecha, creciendo entre adversidades. 

El primer silencio nos llena el oído. El segundo requiere que cerremos los ojos y nos esforcemos en percibir la vida que ha llenado aquellas casas, aquellas familias, aquellos caminos. 

Y luego está el tercer silencio, ese que no puede percibirse con los sentidos: el de las risas de los niños jugando al escondite en los patios de las que fueron sus escuelas rurales unitarias, el de los besos robados detrás de la fuente de la plaza, el de la azada rompiendo los terrones de fértil tierra negra, que ahora espera, yerma por ausencia. El tercer silencio es el silencio futuro, el de los sonidos que son vida, el de los sonidos que no volverán a escucharse. El de los nombres de lugares que ya nunca vuelven a pronunciarse. El tercer silencio, el más lento, solo puede percibirse con el corazón. 

Estos tres silencios son los que, poco a poco, van devorando la vida en pueblos como el mío, Grávalos, y en otros muchos de mi querida Rioja y de esa España que se vacía o donde la vieja Castilla se apura. Es toda una sangría, sangría de almas de lo rural: niño a niño, persona a persona. Chimeneas apagadas y ulular de vientos en salones vacíos y desiertos. Es la esperanza perdida, el abandono de la ilusión y el ejercicio de la callada desesperación. Quiero y deseo que los pastores de Virgilio vuelvan a soplar su caña o el filo de una hoja seca para que esa música de la naturaleza no se la vuelva a llevar el viento Vamos a ello. Vale. 

“Tú conmigo entre tanto aquesta noche
Puedes dormir sobre la verde grama.
Yo aquí tengo castañas, queso y frutas;
Ya, á lo lejos, columnas de humo blancas
Se elevan de los techos de la aldea,
Y espesas sombras de los montes bajan”.
 (Virgilio; égloga primera)

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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