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miércoles, 25 de febrero de 2015 in

Flamencos en el Mar Menor





Flamencos en el Mar Menor

Hoy me he estacionado en las lagunas, en ese sueño de arena y salitre, islotes y viento. Aquí ya es casi primavera, o sin casi ya es primavera. Es la primavera del Mar Menor: luminosa, salina, azul por los costillares y viva como el color de la retama. Atrás quedaron el otoño y el invierno llenos de crespúsculos almagres vestidos de silencios y melancolías. Estoy en las salinas de San Pedro del Pinatar: 800 hectáreas de anhelos de un deseo, mar calma, aura pálida en el que se mezclan humedales, ecosistemas terrestres y acuáticos y donde veo convivir diversidad de especies de animales y plantas. Son estanques salineros para que el agua se evapore y cristalice la sal. Son charcas naturales y marismas reguardadas por esas dunas cosidas con los hilos de su propia vegetación arenícola y fuertemente adornadas por esos troncos de pinos retorcidos al socaire de los vientos del Levante.


Me he situado en La Llana, en la Punta de Algas, sentado en un escull saliente para contemplar cómo los canales naturales de poca profundidad vuelcan las aguas del Mar Menor hacia esa especie de aeropuerto intermedio para miles de aves migratorias que allí, tierra ganada al mar, en esa lengua que se derrama fuera de la costa, en un urdimbre  entramado de cauces, cuadros y caminos aterrizan en una pista irregular. Y allí, con los pies en la tierra, donde todo se convierte en un laberinto de canales, encañizadas, fango y agua salobre he encontrado a unos turistas ocasionales, los más famosos, por su envergadura y, sobre todo, por su llamativa indumentaria. Son los flamencos rosados, especialistas en meter sus patas rosadas en las salmueras de los saladares que, en bandadas de cientos, cubren las charcas de un llamativo tapiz rosáceo.

Estoy en las salinas de San Pedro, en el extremo norte de la laguna en una mañana fría, ventosa, a veces lluviosa y soleada de invierno, donde el Mediterráneo, muy cercano, brama con fuerza. Unos cientos de flamencos dormitan, con el pico bajo el ala. Rosáceos y grises, adultos y jóvenes sestean juntos. Posiblemente la mayor parte de ellos haya pasado la noche alimentándose por los alrededores, filtrando los limos ricos en nutrientes con su pico invertido, diseñado para funcionar cabeza abajo, y aprovechando las horas más luminosas para descansar. El flamenco, en muchos aspectos, parece ir siempre a la contra. Pero por la periferia del grupo siempre hay unos pocos individuos inquietos,  capaces de generar ellos solos tanto ruido como todo el bando al completo. Gruñen al tiempo que levantan el cuello y sacuden la cabeza, los picos, de un lado a otro, como banderas sacudidas por el viento. 

Observo que los flamencos no están solos. Por la laguna gritan, corren y vuelan otras especies, ciertamente no tan vistosas: cientos, quizá miles de fochas, negras sobre el agua rosacea, gaviotas reidoras, algunos ánades frisos, chorlitos, garzas reales, martín pescador, achibebes, andarríos y vuelvepiedras. Y muchos patos azulones, de cabeza verde, nadando y parpando casi entre las patas rosas, entre la vegetación de la orilla.

Y aquí quedo, en esta esquinita, en este mundo natural, donde no necesito forzar mucho la imaginación. Toda la belleza está presente, adornada con barrones, cardos marinos, lirios de mar y esas barrillas espinosas que se asientan sobre las dunas de fina arena y desde donde puedo escuchar todos los matices melódicos sobre el paisaje sonoro que imponen los hondos quejidos de los flamencos. Vale. 


Texto y fotos La Medusa. Copyright ©

miércoles, 18 de febrero de 2015 in

Memoria de la nieve






Memoria de la nieve

“Mi memoria es la memoria de la nieve.
Mi corazón está blanco como un campo
de urces.
En labios amarillos la negación florece.
Pero existe un nogal donde habita
el invierno”. (Julio Llamazares; Memoria de la nieve)

El día ha amanecido, lluvioso, ventoso y desapacible, es por ello por lo que me he puesto a ordenar bajo el sol Mediterráneo, cuando apuntaba,  una serie de instantáneas fotográficas de la pasada y última nevada en algún pueblo riojano. Y mientras las iba repasando, retocando y catalogando, meditaba que,  aparentemente, nada hay más silencioso que un copo de nieve, esa nieve que para mí es y fue inolvidable. La nieve me persigue, no lo puedo ni la puedo negar. Y es que mi primer lloriqueo emergió con la primera nieve de un primer día de febrero y, acaso, con la enésima nevada de aquellos inviernos gravaleños. Es allí donde aprendí que una nevada está formada por la caída de muchos copos y que la suma de tantos murmullos da lugar a un estruendo, esencialmente cuando intervenían el viento y la cellisca. 
Recuerdo todo esto porque días atrás he sentido nevar entre piedras, pinares y valles. Primero con una pacífica intensidad y más tarde, cuando soplaba ese viento, que hacía estremecer a los troncos, es entonces cuando por dehesas, peñascos y encinares corría un estruendo que imitaba a ese temporal en el mar hoy tan cercano. Y como he visto la nieve ya nunca me olvido del lugar en que la toqué. Evoco que me deleitara cuando besaba el suelo puesta con primor algodonado para que todas las líneas del pueblo desapareciesen, mientras detestaba a esa otra caída, pisoteada y endurecida por esa cuchillo helador nocturno capaz de transformar esas calles, todavía en tierra virgen, en pistas relucientes y vítreas y hasta muy apropiadas para romperse uno la crisma. Tan tentador era el acontecimiento para los muchachos que éste bastaba, e incluso era suficiente, para justificar nuestras ausencias de la escuela.
He sentido esa nieve en cumbres, sierras y picachos, a 1.101 metros de altitud, allí en la Sierra de Yerga, donde la ventisca arreciaba y hasta arrancaba siseos afilados del hielo agarrado a las acículas. También, siendo mocete, escuché esos broncos ladridos  arrastrarse por la ventisca para, días después, la tempestad llegar a calma, la actividad volver entre las peñas y contemplar a corzos, jabalíes, ciervos, zorros, tejones, conejos comunes y liebres, todos ellos desesperados, buscar comida. Mientras lejos graznaban los cuervos. Y bandos de arrendajos deambular valle abajo. 
También clamé para que la atmosfera templase, los picachos volviesen a lucir de blanco, y que volviese a nevar, esa nieve pulverizada, en los coscojos de la Nevera, siseada, desplomándose con estrépito mientras bandos de ateridos y cristalizados gorriones corraleros revolaban intentando llevarse al buche unos cuantos granos de trigo sin caer en las redes de ese agricultor ocioso o de ese niño juguetón y aprendiz de cazador mientras que el cierzo sacudía las teinadas resonando como un gigantesco tambor. 
En mi pueblo, tras la nevada, siempre reinaba a la vez el buen y el mal tiempo con deseo de arañar el pasado para hallar la huella de sus pasos. Y es que la nieve "es símbolo de mi biografía” al ser el primer juguete verdaderamente blanco de mi vida. Como ven nada, ni otro juguete lo ha tachado. Y como dejó escrito Julio Llamazares en “El río del olvido”: “El paisaje es la memoria que se refleja siempre en el paisaje en el que ha ocurrido tu vida. Es un espejo, no el telón de fondo de un escenario; en ese espejo se refleja la vida de las personas. Cuando el paisaje desaparece…la memoria se duele y se resiente, y de ese dolor de la memoria nace la melancolía, y de la melancolía nace el aliento poético”. 
Dejo ya la memoria de la nieve recordando esa frase grandiosa que el de Vegamián nos legó como frase lapidaria en “La lluvia amarilla”: “Ojo: la nieve lo delata todo", y aquí quedo tratando de recordar a mi madre y a mi padre, que ya son nieve contemplando como “las ortigas son las plantas que crecen en el huerto que el dueño abandonó". Vale.
Texto y fotos La Medusa. Copyright ©

miércoles, 11 de febrero de 2015 in

Concierto en Santa María del Pi









Concierto en Santa María del Pi

Me invitaron mis hijos y acompañó mi señora a un concierto de guitarra española interpretado por “Barcelona 4 Guitars”. Fue la noche del 31 de enero, víspera de mi cumpleaños, en la Basílica de Santa María del Pí, ese arquitectónico edificio gótico, testimonio de diez siglos de la historia de Barcelona y que, tanto fuera como dentro, muestra el sufrimiento en sus propias piedras, también sus glorias y humillaciones dentro de la infinita variación del tiempo. Y…allí acudimos.

Fue en la Capilla de la Purísima Sangre, capilla construida en 1486 y edificio anexo a la iglesia, utilizada como capítulo de la comunidad hasta que fue cedida a la Archicofradía de la Purísima Sangre en 1547. Tiene esta capilla reducidas dimensiones, está tocada por una envolvente acústica, objetivo conseguido por ese gremio-mixto-constructor formado por maestros carpinteros, picapedreros y albañiles que envuelven a los espectadores a encontrase en medio de un monumento histórico con una vinculación directa con la Música dada su cercanía física.  Leo que la Archicofradía de la Purísima Sangre “costeó el año 1670 la reforma de la capilla con la construcción de un retablo barroco obra de Joan Grau”. Y me documento, para enterarme, que el actual retablo es una copia del anterior, quemado en 1936. Y que es tradición que en esta capilla san José Oriol realizaba curaciones milagrosas. 


Mientras hacíamos espera para adentrarnos en la capilla del concierto, y sentado en un banco, sentí como si sus muros quisieran hablarnos para revelarnos algún laberinto inextricable en el que cada uno de los que allí nos encontrábamos fuésemos una mota de polvo que el viento levanta, esparce y pierde en el aire para siempre. Y es que, tengo entendido, la Basílica de Santa María del Pi es la tercera gran iglesia gótica de Barcelona, junto con la Catedral y Santa María del Mar. Y, como nadie quiso dialogar con nosotros, allí quedamos admirando ese efecto multicolor que produce en el interior del templo uno de los rosetones más grandes del arte medieval. Y al ir caminando hacia la capilla de la Purísima Sangre, y como sólo habíamos ido al concierto y no a realizar un recorrido completo por su interior, no tuvimos más remedio que detenernos, si no queríamos tropezar, a contemplar las capillas laterales y el altar mayor, dejando para otra ocasión la visita a la sala del tesoro y el museo, bajar a la cripta, visitar los sorprendentes jardines interiores y ascender al campanario, si nuestras piernas, por lo menos las mías, son capaces de ascender y contemplar desde esa atalaya toda o casi toda la ciudad Negra de Barcelona.  


Y ya dentro de ese espacio reducido donde nos cobijaron a los melómanos detectamos, sentimos, vivimos y hasta participamos de la infinita pasión del grupo “Barcelona 4 Guitars” y también nos deleitamos con la recreación, las genialidades de estos cuatro maestros de la guitarra y las condiciones exactas de interpretación de la música antigua que fue, en esta ocasión, demasiado lejos. Las resonantes bóvedas medievales de esta “capillita” proporcionaron a la interpretación del Bolero de Ravel, al concierto de Brandeburgo nº 3 y Serenade de F. Schubert junto a La Boda de Luis Alonso la reverberación adecuada a las piezas, aunque, en aras de la autenticidad, el concierto estuviera aderezado, no en el espacio físico del lugar gótico, sí en el exterior de un frío inmisericorde, aterrador, verdaderamente medieval, un frío que mortificaba la carne y encogía el espíritu. La salida fue cruel. No hacía falta que el concierto fuera “tan” auténticamente medieval.

Manuel Gonzalez, Xavier Coll, Ekaterina Zaytseva y Belisana Rui consiguieron una cosa infrecuente en los conciertos de música antigua: que el público al final nos pusiéramos en pie y aclamásemos a los intérpretes con ¡bravos! como si de un tenor de ópera famoso se tratase, y es que este cuarteto tuvo la libertad, y la responsabilidad de decidir, el tempo, las instrumentaciones, repeticiones, ritmos y muchos otros parámetros musicales como si se tratara del concierto de Año Nuevo ofrecido por la Orquesta Filarmónica de Viena desde la sala dorada del Musikverein. Y al final sonó Mozart, la pura inspiración de su Tocata y Fuga y fue entonces cuando comprendimos que el ser no está empequeñecido ni armonizado falsamente, que Mozart nos estaba regalando la alegría, las percepciones elevadas de una realidad completa y las inspiraciones de las que parecían fluir composiciones como si fueran evidentes, variadas, atractivas y convincentes. 

Y al salir, allí bajo la sombra de la Catedral de Barcelona, en los confines de la judería medieval, donde se yergue en secreto el campanario, nos dio la sensación de escuchar el sonido que los campaneros, en tiempos pasados, levantaban el ánimo de los sitiados tañendo las campanas a toque de rebato. “Esta ciudad es bruja, sabe usted, Daniel? Se le mete a uno en la piel y le roba a uno el alma sin que uno se dé ni cuenta”. Lo dice uno de los personajes de “La sombra del viento”, en la que el escritor Carlos Ruiz Zafón recrea esa Barcelona hechizante, gótica, estilizada y con rincones primorosamente bellos, misteriosos, melancólicos. 

Y, sin detenernos, nos dirigimos a nuestra casa pensando en esas gárgolas bestiarios, bellas y las más extrañas; gárgolas con cabeza de perro, cara humana y cola de pez,  mezclas de humano, animal y criatura marina no menos inverosímiles y ensoñando que no se nos presentasen esas imágenes de temidos enemigos en aquel entonces: un guerrero moro barbudo, con turbante, cimitarra y escudo; ni otras que muestran los vicios de los condenados. Qué mejor lugar, a la sombra de los naranjos que pronto florecerán, para acabar el recorrido por la solemne Barcelona antigua después del concierto en la noche víspera de mi 69 cumpleaños. Vale.


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