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martes, 30 de octubre de 2012 in

Todos los Santos: ¡fiesta de tantos y tantos!



Todos los Santos: ¡fiesta de tantos y tantos!



“La calavera es la imagen de la muerte, pero en
realidad, no es más que una prueba de la innumerable
alfarería de la vida”. (Ramón Gómez de la Serna)

 Estamos en días y fiestas de Todos los Santos, ¡fiesta de tantos y tantos!,  y día de los Difuntos: todos muertos, todos juntos. Y en noches en las que unos celebrarán la noche de las calaveras, otros esa importada seudofiesta, bárbara, trivial y gótica noche de Halloween. “Jalogüín”, lo llama La Medusa para sí misma. Lo que nos faltaba en este país, el dichoso “Jalogüín”. Y los más infantiles o los más ancianos se juntarán en torno a la mesa camilla con brasero encendido, ¡cuidado con el tufo!, a jugar al truco o trato. La Medusa no es que desprecie el truco o el trato, no. Se  queda con los recuerdo de su niñez: de ese tufo malsano de los braseros de picón, especie de carbón muy menudo, hecho de ramas de encina, jara o pino, que solo sirve para los braseros, siendo la calefacción de los pobres. También de la rejilla protectora, alambrera la llamaban en casa de tía Teresa y de la badila para remover las brasas o echar una firmita al brasero.

 Por todo eso estos días son alegres, también en el pueblo de La Medusa, con el sol de noviembre cayendo sobre el cementerio, camposanto le gusta más, las sepulturas cuajadas de flores, después de haber sido acicaladas para darles vida a esas muertas fosas. Y el Moncayo allí, al fondo y presidiendo, abrigado con su hermosa y profunda boina blanca. Y el monaguillo acompañando al cura en su recorrido responsorial con el hisopo dentro del acetre para honrar y bendecir con el ritual de las familias "Gravaleñas". 

Siempre, aun no siendo amigo de los cementerios, La Medusa ha apreciado el día de los difuntos y todas sus costumbres, y mas que nunca cuando era pequeña y vivía en su pueblo, antiguamente un burgo perdido y encontrado en los mapas de la provincia de Logroño, hoy La Rioja, donde el invierno comenzaba a primeros de noviembre cuando los pingüinos salían ya de paseo con pelliza y pasamontañas. Era entonces, ahora no, cuando le divertía ir al cementerio, ensuciarse los zapatos de los domingos con la pasta de barro y de hierbajos que ablandaba los caminos y el perfume mustio de los crisantemos. Pero, por lo menos, piensa ahora, a nosotros nos enseñaban a respetar la muerte, a temerla, y así aprendíamos a amar la vida, a valorarla, a disfrutar de ella. Siempre hay alguien a quien se le escapa la verdad del recuerdo, entre tanto fingido y obligatorio olvido. 


-¡Vete a hacer gárgaras, imbécil! –me soltó la tía Felisa, temblando de miedo o es lo que me pareció, cuando entré en su portal portando la calabaza en la cabeza un último día de octubre, tan solemne y divertido ayer como estúpido hoy, a media tarde. 

Cuando lo de las gárgaras debía de tener ya 7 años, edad más que suficiente para entretenerme con estas cosas. Era lo que había. Salir de la escuela, tomar la merienda, pan acompañado de un trozo de mostillo, esa masa de mosto cocido,  condimentada con nueces, y salir corriendo en busca de la pandilla, juntarnos y salir de ronda macabra con las calabazas ahuecadas e iluminadas para alumbrar y meter miedo  en aquellas tardes de negro naranja. Eso sí que era jolgorio y fiesta comparado con las niñerías del “Jalogüín” de hoy y es que esas tradiciones del ayer no eran rentables y sí las supersticiones eternas, largas y espesas de maldición anglosajona de hoy.

-¡Truco o trato! No entiendo de esto. Noviembre es un mes triste, y a mí me gusta estar triste en noviembre. Tengo derecho, ¿no?

Y, mientras tanto La Medusa, intentando leer el “Relato inmoral” de Fernández Flórez;  releer “Los muertos y las muertas”, de Ramón Gómez de la Serna y, aunque sea gafe, detenerse en el Tenorio, en la figura de Don Juan, transgresor de normas para unos y devorador de honores ajenos para otros y siempre elegido, desde que La Medusa tiene uso de razón, para honrar a los muertos en el Día de Difuntos y es que “en el día de difuntos memoria y frío van juntos”.  Hasta las temperaturas, este año, se están empeñando en demostrarlo. Los tempestuosos días de difuntos, con las solapas del abrigo hasta arriba y las hojas de los árboles en el triste camino del cementerio, de nuevo vuelven a regir este año. 


Son tiempos de coronas, crisantemos, pensamientos, lamparillas de aceite, mechas  flotantes de recipiente con aceite, iluminarias  en penumbra de tristeza, castañas asadas, fruto tradicionalmente otoñal, que, al menos una, cada año hay que comer para que, por lo menos, un alma sea salvada. Y los huesos de santo y los buñuelos de viento y las papachas, especie de paparajotes, sin hoja de limón.

Y fuera, fuera del camposanto me imagino a José, un soldador jubilado, en la esperanza  ansiosa de poder recuperar esas 12.000 antiguas pesetas que invirtió en velas y calendarios con imágenes de Jesús y la Virgen María para venderlas a las puertas del cementerio. Pero no era muy optimista. Lo veo difícil, le digo, porque la gente ya no compra velas, las apaga el cierzo, compra flores y, además, está usted en Grávalos”.

Texto y Fotografías La Medusa Paca. Copyright ©








domingo, 28 de octubre de 2012 in

Cambió la hora



Cambió la hora
 

Buenos días.
Aquí es de soledad, aquí es de noche.
Buenas noches aquí. Allí es de día.
Allí es de Dios, de ti, un derroche
de amor en cegadora compañía.


Nº 26-PRJP. Villamediana de Iregua; otoño 2012.
Texto y Fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

jueves, 25 de octubre de 2012 in

El faro, el farero, la tormenta, el viento, la mar….



El faro, el farero, la tormenta, el viento, la mar….



“... Y ya estarán los esteros
rezumando azul de mar.
¡Dejadme ser, salineros,
granito del salinar!
¡Qué bien, a la madrugada,
correr en las vagonetas,
llenas de nieve salada,
hacia las blancas casetas!
¡Dejo de ser marinero,
madre, por ser salinero!”
(R. Alberti)

Intuyen los viajeros, hay que explicárselo a Marcos que hoy visita un faro por vez primera, que antes, cuando pasaba algo en torno a Palos y sus Hormigas, islas chicas, los escasos habitantes encenderían una hoguera para que se supiera desde Las Encañizadas, los pueblos y hombres de campo y de mar de Los Alcázares, San Javier y San Pedro del Pinatar, hasta la sierra de las Victorias y cabezos del Pericón, sierra de la Fausilla y los cercanos Calblanque y Monte de las cenizas que en aquel paraje donde a veces tan sólo estaba el Farero, pasaba algo grave.
Eso pudo suceder hace miles de años; luego vino el faro, el teléfono, y ahora los teléfonos móviles, antorchas perfectamente engrasadas para comunicar Palos con el mundo. Pero Palos y su faro siguen siendo otro mundo.

En este otro mundo ya no está el Farero, ni los profesores de fareros, ni los alumnos a fareros. Allá arriba solo queda el Faro, enhiesto, alumbrando las noches de los barcos, no con el silencio de aquel Farero, ni de ningún hombre, sino con silencio de plástico y de clavijas, además el faro es automático.

Desde la plataforma y balconada del faro, batida hoy por viento de poniente, el nietecillo y los viajeros se acicalan para divisar las playas que flanquean el cabo y entre dunas y arbustos semienterrados en arena dudan entre tomar la carretera o la senda que les lleve a la casa del farero, dejando a sus espaldas las breñas y restos de aquel bosque de pinos que fue. Enfrente, el mar, el azul encendido del mar en otoño.


Son las últimas horas de la tarde y hasta las aguas salitrosas del cercano Mar Menor pueden estar cociéndose de calor. Aquí el viento convierte la caída de la tarde en una delicia. Los viajeros no desean perderse el crepúsculo, en el que un sol rojo redondo como un globo se hunde en un mar rosa y malva. Y ahí está el Faro y el Farero imaginario, ese que, en algún momento, hasta pudo quejarse de su hartazgo de ver el mar, aunque luego, al marcharse, lo echase de menos.

Una carretera asfaltada de unos 300 metros, cerrada para vehículos, conduce a los viajeros hasta la plataforma del Faro, que hay que ganársela a pie. Un obstáculo para los viajeros pero una gran oportunidad para disfrutar de los paisajes urbanísticos de esa franja de tierra, bella en sus inicios naturales y herida e invadida en estos tiempos.

Una estrecha senda y sus correspondientes escalinatas permiten a los viajeros llegar a este punto geográfico. El cabo, desde su altura, nos transmite una sensación poderosa y extraña a la vez, con amenazadoras rocas de color marrón y negro y esas calitas que emergen del agua como guardiamarinas del faro, siempre batidas por el oleaje, donde suelen faenar los pescadores.           


El faro es elemento literario y misterioso de este paisaje costero, emergiendo, con su silueta espigada, como un sol en miniatura que ilumina navegaciones inciertas en este lugar agreste y hoy no solitario del litoral. El faro, el farero, la tormenta, el viento, la mar….  Palabras bellas que incitan a soñar. ¡Acérquense! para sentir la sensación de lejanía magnificada por la presencia, cuando azota, del viento levantino o de poniente y oler el mar, también en otoño, entre cálidos y luminosos acantilados, rocas negras, volcánicas y calas desnudas: Cala Roja, Cala de Levante o Cala del Faro, esa que alumbra La Manga del Mar Menor o Cala Hierro, mirador privilegiado y enclave perfecto para baños secretos en compañía de su roca enrevesada y la vigilante Isla Grosa a lo lejos.

Para la Medusa, Palos es el Faro, su Faro, el más emblemático de todos los que conoce, luminaria de la esquina más bella colocada entre dos mares; fanal costero con historia a sus espaldas y, también, por asunto de naufragios, lugar traicionero, hermoso y cruel; punto estratégico del sureste peninsular; vigilante y guardián de toda una reserva llena de tesoros vivos y avisador a los barcos de que allí se mira pero no se toca. Construido en 1865 para dirigir el tráfico marítimo, también fue utilizado como escuela de fareros en su voluminoso primer cuerpo.  Linterna levantada 50 metros del suelo paliando la escasa altura del farallón rocoso, final de una serie de cabezos volcánicos, sobre el que se asienta. Y frente a él, emergiendo como cordón umbilical, las islas Hormigas: refugio practico del submarinismo, cementerio de barcos y tragedias, colonia de corales jugando al escondite en un mar que ya casi se olvidó de ellas y barrio en el subsuelo del agua donde las esponjas, erizos, cabrillas, lisas, salmonetes, gambas, langostas y meros hacen su vida.


Plinio el Viejo, refiriéndose a Cabo de Palos, dejó escrito que: “sobre el cabo hubo un templo consagrado a Saturno para honrarlo y contemplar el Mediterráneo”. Ahora entendemos que, todo en el Faro y en Cabo de Palos, es adictivo. Ahí lo dejamos para, al descender, encontrarnos con la esencia de una villa de pescadores que nos estaban esperando con una serie de delicias sacadas de las entrañas de ese querido mar.

Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©

lunes, 22 de octubre de 2012 in

La sopa y si es de ajo…



La sopa y si es de ajo…



La Medusa siempre fue y es de algo tan elemental, como del sabroso perol de las sopas, potajes, consomés, cremas y caldos: de esos que sirven para entonar el cuerpo y que, por desgracia, han ido desapareciendo casi de la cocina familiar que, desde la Edad Media, mostraba su prodigiosa variedad, desde la choza del aldeano hasta la mesa de los reyes.

No recuerdo donde leí ni quien lo firmó que: “no se concebía un ágape que no se iniciara con una sopa. La sopa, sentenció, es a un menú como el pórtico a un edificio”. Probablemente sean propiedad de aquel viejo y sabio colega, Paco Manero, con el que compartí jornadas,  pucheros e interminables sobremesas en aquella entrañable sociedad gastronómica llamada Erbentia a la que me honré pertenecer, que constantemente, en sus amenas y eruditas sobremesas, nos ilustraba y machacaba con aquello de que “los platos de cuchara jamás debieran declinar y pasar al recuerdo de la melancólica ausencia y que una comida que principiara por una buena sopa no fracasaba nunca”. Tuvo razón, jamás se lo dije, hasta que recordé aquel menú de gala del Titanic, de aquel aciago 14 de abril, donde las entradas fueron el consomé Olga, guarnecido con una vieira salteada con trufas, raíz de apio y huevo duro, más una sugerente crema de cebada: cebada perlada, cocida en un caldo de ave con puerros, perfumada con pimienta y nuez moscada y toda ella servida por un camarero, mal encarado y gafe que en mala hora gritó: ¡Hielo!, ¡Nos falta hielo!

Fue en una noche de cena mensual, un primer viernes de mes cuando, pasando horas y horas entre los pucheros, Manero nos deleitó con una sopa de ajo a la fragancia de tomillo que no solo hizo saltar a los comensales, sino que, por la alegría hasta saltaron las campanas del románico templo de San Bartolomé que formaba un todo con el Palacio de Monesterio, razón social de la gastronómica Erbentia.

Aquella noche La Medusa fue un humilde pinche descendiente de aquellos picardos, peregrinos del Camino de Santiago, que por estas calles transitaron. Y como lo viví y ayudé a cocinarla se lo cuento. 


Sin más: Sopa de ajo



Ingredientes para 4 raciones:

Un pedazo de pan candeal, mejor reposado.
Dos dientes de ajo.
Un tomate mediano y maduro.
100 g de jamón ibérico muy magro. Aquella noche, por excelente y más barato,
echamos de paletilla.
Dos tallos de chorizo riojano, mejor si es picante.
4 huevos fresquísimos.
Una rama de tomillo.
Una cucharadita de pimentón.
Un litro de agua mineral.
Aceite de oliva.
Sal gorda.

Elaboración:

Sobre un generoso chorro de aceite, el bueno de Manero doró los ajos en lonchitas y el pan en finas rebanadas hasta que adquirió color. En ese punto añadió el jamón junto al chorizo picante riojano picadito y, poco después, la pulpa del tomate picada y sin piel, ni pepitas. Removió el conjunto durante algunos minutos a fuego reducido hasta que vimos que el tomate se integraba en la boina. Añadió el pimentón y, acto seguido para que no se quemase, el agua mineral convertida en un caldo de ave generoso en verduras y bien desgrasado. Incorporó el tomillo y dejó que amorosamente cociera no menos de media hora. Comprobó la sazón antes de que sus pinches la dispusieran en cazuelas de barro individuales para escalfar durante no más de un minuto (nos hacía recordar que el barro conserva largamente el calor) un huevo por comensal.

Al finalizar la cena todos nos quitamos la boina ante la sobriedad, suculenta, tradicional, reconfortante y humilde sopa de ajo. Y hoy al recordarlo y transmitirles la receta, de nuevo me descubro.

Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©

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