Todos los Santos: ¡fiesta de tantos y tantos!
Todos los Santos: ¡fiesta de tantos y tantos!
“La calavera es la imagen de la muerte, pero en
realidad, no es más que una prueba de la
innumerable
alfarería de
la vida”. (Ramón Gómez de la Serna)
Estamos en días y fiestas de Todos los Santos, ¡fiesta de tantos y tantos!, y día de los Difuntos: todos muertos, todos
juntos. Y en noches en las que unos celebrarán la noche de las calaveras, otros
esa importada seudofiesta, bárbara, trivial y gótica noche de Halloween. “Jalogüín”,
lo llama La Medusa para sí misma. Lo que nos faltaba en este país, el dichoso “Jalogüín”.
Y los más infantiles o los más ancianos se juntarán en torno a la mesa camilla
con brasero encendido, ¡cuidado con el tufo!, a jugar al truco o trato. La
Medusa no es que desprecie el truco o el trato, no. Se queda con los recuerdo de su niñez: de ese
tufo malsano de los braseros de picón, especie de carbón muy menudo, hecho de
ramas de encina, jara o pino, que solo sirve para los braseros, siendo la
calefacción de los pobres. También de la rejilla protectora, alambrera la
llamaban en casa de tía Teresa y de la badila para remover las brasas o echar
una firmita al brasero.
Por todo eso estos
días son alegres, también en el pueblo de La Medusa, con el sol de noviembre cayendo
sobre el cementerio, camposanto le gusta más, las sepulturas cuajadas de
flores, después de haber sido acicaladas para darles vida a esas muertas fosas.
Y el Moncayo allí, al fondo y presidiendo, abrigado con su hermosa y profunda
boina blanca. Y el monaguillo acompañando al cura en su recorrido responsorial
con el hisopo dentro del acetre para honrar y bendecir con el ritual de las
familias "Gravaleñas".
Siempre, aun no siendo amigo de los cementerios, La
Medusa ha apreciado el día de los difuntos y todas sus costumbres, y mas que
nunca cuando era pequeña y vivía en su pueblo, antiguamente un burgo perdido y
encontrado en los mapas de la provincia de Logroño, hoy La Rioja, donde el
invierno comenzaba a primeros de noviembre cuando los pingüinos salían ya de
paseo con pelliza y pasamontañas. Era entonces, ahora no, cuando le divertía ir
al cementerio, ensuciarse los zapatos de los domingos con la pasta de barro y
de hierbajos que ablandaba los caminos y el perfume mustio de los crisantemos.
Pero, por lo menos, piensa ahora, a nosotros nos enseñaban a respetar la
muerte, a temerla, y así aprendíamos a amar la vida, a valorarla, a disfrutar
de ella. Siempre hay alguien a quien se le escapa la verdad del recuerdo, entre
tanto fingido y obligatorio olvido.
-¡Vete a hacer gárgaras, imbécil! –me soltó la tía
Felisa, temblando de miedo o es lo que me pareció, cuando entré en su portal
portando la calabaza en la cabeza un último día de octubre, tan solemne y
divertido ayer como estúpido hoy, a media tarde.
Cuando lo de las gárgaras debía de tener ya 7 años,
edad más que suficiente para entretenerme con estas cosas. Era lo que había.
Salir de la escuela, tomar la merienda, pan acompañado de un trozo de mostillo,
esa masa de mosto cocido,
condimentada con nueces, y salir corriendo en busca de la pandilla,
juntarnos y salir de ronda macabra con las calabazas
ahuecadas e iluminadas para alumbrar y meter miedo en aquellas tardes de negro naranja.
Eso sí que era jolgorio y fiesta comparado con las niñerías del “Jalogüín” de
hoy y es que esas tradiciones del ayer no eran rentables y sí las
supersticiones eternas, largas y espesas de maldición anglosajona de hoy.
-¡Truco o trato! No entiendo de esto. Noviembre es
un mes triste, y a mí me gusta estar triste en noviembre. Tengo derecho, ¿no?
Y, mientras tanto La Medusa,
intentando leer el “Relato inmoral” de Fernández Flórez; releer “Los muertos y las muertas”, de Ramón
Gómez de la Serna y, aunque sea gafe, detenerse en el Tenorio, en la figura de
Don Juan, transgresor de normas para unos y devorador de honores ajenos para
otros y siempre elegido, desde que La Medusa tiene uso de razón, para honrar a
los muertos en el Día de Difuntos y es que “en el día de difuntos memoria y
frío van juntos”. Hasta las
temperaturas, este año, se están empeñando en demostrarlo. Los tempestuosos
días de difuntos, con las solapas del abrigo hasta arriba y las hojas de los
árboles en el triste camino del cementerio, de nuevo vuelven a regir este año.
Son tiempos de coronas,
crisantemos, pensamientos, lamparillas de aceite, mechas
flotantes de recipiente con aceite, iluminarias
en penumbra de tristeza, castañas asadas, fruto tradicionalmente otoñal, que,
al menos una, cada año hay que comer para que, por lo menos, un alma sea salvada.
Y los huesos de santo y los buñuelos de viento y las papachas, especie de
paparajotes, sin hoja de limón.
Y fuera, fuera del camposanto me imagino a José, un
soldador jubilado, en la esperanza ansiosa
de poder recuperar esas 12.000 antiguas pesetas que invirtió en velas y
calendarios con imágenes de Jesús y la Virgen María para venderlas a las
puertas del cementerio. Pero no era muy optimista. Lo veo difícil, le digo, porque
la gente ya no compra velas, las apaga el cierzo, compra flores y, además, está
usted en Grávalos”.
Texto y Fotografías La Medusa Paca. Copyright ©