jueves, 14 de abril de 2016 in

Manos viejas llagadas











Manos viejas llagadas 

Inicio este relato al resonar por dentro los conocidos versos de Fray Luis de León, esos que siempre guardo a mano en mi cuaderno de notas: 

“Del monte en la ladera
por mi mano plantado tengo un huerto
que, con la primavera,
de bella flor cubierto,
ya muestra en esperanza el fruto cierto”.

Y cada vez que los leo recuerdo esas manos y las noto pulsar torpemente las teclas de un teléfono móvil, del mando a distancia de la televisión o tejiendo con agujas de punto grueso o remendando los jirones de ese pantalón bracero dándome cuenta de que esas manos no son de hoy, sino de ayer y me recuerdan cómo se han curtido al calor de la solanera de junio, como si fuese una fragua de carbón,  cuando agarraban la hoz para cortar esos haces de duro centeno  o de tanto asir esa pieza corva y trasera del arado, llamada esteva, sobre la cual siempre apoyó esa su mano sarmentosa y arrugada de tanto dirigir la reja y apretarla contra la tierra al mismo tiempo que todo su cuerpo se encorvaba y se adiestraban aplicando su destreza en podar esos ramajes de su árbol frutal, aceitoso o recortando con destreza los pámpanos, ya exprimidos, de sus retorcidas y vetustas cepas. Son manos encalladas de labriego. Y, al mismo tiempo, estas me conducen hasta esas otras de tacto dulce, pero menguadas, achicadas y encogidas de tanto lavar ropa en las frías aguas del barranco de su pueblo o en aquel antiquísimo lavadero de la plaza, amamantado con agua dura y de tanto remendar, - economía precaria- cientos de calcetines que hasta el huevo de madera del que se servía para zurcirlos estaba desgastado, apañar chaquetas hechas jirones que, de tantos remiendos, parecían almazuelas y reforzar aquellos pantalones y otras prendas que toda su esencia consistía en ser piezas de aprovechamiento. Y es que no había para más. Son estas manos, que veis arrugadas y moteadas por el paso del tiempo, manos que guardan en sus surcos la experiencia de toda una vida de trabajo. Pero también son manos fuertes, que, pese a estar cansadas, no se resignan a estar cruzadas sobre el pecho sintiéndose todavía útiles. Les quedan muchas tareas que realizar, alguna tan importante como la de tomar las dulces, delicadas y diminutas manos de sus nietos y traerlos de vuelta a casa mientras escuchan historias de otros tiempos.

Y, mientras recobran su afán, aquí quedo, intentando que esa piel, moteada por el sol y la memoria del tiempo, vuelva a recobrar su actividad y abandone ese su gesto complejo, telúrico, hereditario convirtiéndose en gesto poético, evocador y machadiano en este anuncio de la primavera remolona de este año, a través de la reminiscencia y de la membranza de la primavera rural de mi infancia. Vale.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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