miércoles, 1 de marzo de 2017 in

El pueblo en la cara ¿Y qué?





Foto de Ramón Masats que ilustra la portada del libro de Miguel Delibes
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, Madrid, 2010)

El pueblo en la cara ¿Y qué?

En un determinado momento de estudiante me dieron a que eligiera un libro de Delibes, escogí, de manera inmediata y espontánea, el que creía representaba su escritura, aunque hoy reconozco que no pude dejar de lado en la elección el hecho de que dicho libro, “Viejas historias de Castilla la Vieja”, es precisamente el que me prendía de una manera singular, y representaba, a mi entender, lo más singular de la escritura delibiana y, también, algo así como, según Jiménez Lozano, “las artes de su manera de hacer y su concepción de la narración, y en general del escribir”.

Adoro esta historia castellana e idolatro a esos personajes como gentes de carne y hueso, que respiran y hablan un lenguaje en un castellano excelso que siempre que lo leo, y lo hago con frecuencia, espontáneamente agradezco ese territorio que nos ha dejado, y en el que, simplemente como lectores, respiramos.

No hace mucho, aunque el libro se publicó en 1964, encontré, publicado por la Fábrica Editorial, con sede en Madrid, esas Viejas historias de Castilla la Vieja, que reúne y alterna un conjunto de relatos de Miguel Delibes (Valladolid, octubre 17 de 1920-Valladolid, marzo 12 de 2010) y un ensayo fotográfico (en blanco y negro) de Ramón Masats (Barcelona, 1931). Pese a que carece del útil índice, se trata de un libro hecho con cierto mimo: cintillo, sobrecubierta, pastas duras con tela y los rótulos repujados y buenos papeles.

Y hoy, en agradecimiento a todos aquellos que llevamos orgullosos el pueblo en la cara y lo  aldeaniego en el alma, les muestro ese primer capítulo donde un tal Isidoro, hombre común y corriente, va a ser la voz cantante de los diecisiete relatos breves que conforman las Viejas historias de Castilla la Vieja

Aquí, como enseguida se darán cuenta mis lectores, deseo mostrarles esa voz, ese vocabulario, una manera de narrar y trazar los diálogos, los refranes, las consejas; esa grandiosa sabiduría del terruño y una memoria que evoca y toda esa traza de cuadros de ancestrales tradiciones, atavismos, supersticiones y costumbres circunscritas a la geografía, cosmovisión, flora y fauna de un puñado de pequeños pueblos campesinos, que, aunque ubicados en el entorno de las provincias de Valladolid y Ávila, bien pueden servirnos para guardar los amores de esa querida Castilla La Vieja de la que formamos parte. Vale. 

 “Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho años, me topé con el Aniano, el Cosario, bajo el chopo del Elicio, frente al palomar de la tía Zenona, ya en el camino de Pozal de la Culebra. Y el Aniano se vino a mí y me dijo: “¿Dónde va el Estudiante?”. Y yo le dije: “¡Qué sé yo! Lejos”. “¿Por tiempo?” dijo él. Y yo le dije: “Ni lo sé”. Y él me dijo con su servicial docilidad: “Voy a la capital. ¿Te se ofrece algo?”. Y yo le dije: “Nada, gracias Aniano”.  

Ya en el año cinco, al marchar a la ciudad para lo del bachillerato, me avergonzaba ser de pueblo y que los profesores me preguntasen (sin indagar antes si yo era de pueblo o de ciudad): “Isidoro, ¿de qué pueblo eres tú?”. Y también me mortificaba que los externos se dieran de codo y cuchichearan entre sí: “¿Te has fijado qué cara de pueblo tiene el Isidoro?” o, simplemente, que prescindieran de mí cuando echaban a pies para disputar una partida de zancos o de pelota china y dijeran despectivamente: “Ése no; ese es de pueblo”. Y yo ponía buen cuidado por entonces en evitar decir: “Allá en mi pueblo” ... 

Foto de Ramón Masats incluida en Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)

“El día que regrese a mi pueblo”, pero, a pesar de ello, el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde en que yo no acertaba a demostrar que los ángulos de un triángulo valieran dos rectos: “Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara”. Y, a partir de entonces, el hecho de ser de pueblo se me hacía una desgracia y yo no podía explicar cómo se cazan gorriones con cepos o colorines con liga, ni que los espárragos, junto al arroyo, brotaran más recio echándoles porquería de caballo, porque mis compañeros me menospreciaban y se reían de mí. Y toda mi ilusión, por aquel tiempo, estribaba en confundirme con los muchachos de ciudad y carecer de un pueblo que parecía que le marcaba a uno, como a las reses, hasta la muerte. Y cada vez que en vacaciones visitaba el pueblo, me ilusionaba que mis viejos amigos, que seguían matando tordas con el tirachinas y cazando ranas en la charca con un alfiler y un trapo rojo, dijeran con desprecio: “Mira el Isi; va cogiendo andares de señoritingo”. Así, en cuanto pude, me largué de allí, a Bilbao, donde decían que embarcaban mozos gratis para el Canal de Panamá y que luego le descontaban a uno el pasaje de la soldada. Pero aquello no me gustó, porque ya por entonces padecía yo del espinazo y me doblaba mal y se me antojaba que no estaba hecho para trabajos tan rudos y, así de que llegué, me puse primero de guardagujas y después de portero en la Escuela Normal y más tarde empecé a trabajar las radios Philips que dejaban una punta de pesos sin ensuciarse uno las manos. Pero lo curioso es que allá no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: “Allá, en mi pueblo, el cerdo lo matan así, o asao”. O bien: “Allá, en mi pueblo, los hombres visten traje de pana rayada y las mujeres sayas negras, largas hasta los pies”. O bien: “Allá, en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascarón”.  

O bien: “Allá, en mi pueblo, si el enjambre se larga, basta arrimarle una escriña agujereada con una rama de carrasco para reintegrarle a la colmena”. Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro”.  

Coda. Hoy me recuerda mi agricultor que, en el Calendario Lunar, la luna de marzo es la del alcaraván en el suelo y el mochuelo en su olivo.

Texto La Medusa Paca Copyright ©. Foto de Ramón Masats incluida en Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)

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