miércoles, 22 de marzo de 2017 in

El dulzor del “Mirador de los almendros”





El dulzor del “Mirador de los almendros”

“Por una senda van los hortelanos,
que es la sagrada hora del regreso,
con la sangre injuriada por el peso
de inviernos, primaveras y veranos.

Vienen de los esfuerzos sobrehumanos
y van a la canción, y van al beso,
y van dejando por el aire impreso
un olor de herramientas y de manos”. (Miguel Hernández)

Y hoy, cuando la primavera ya está aquí, va y me pregunto, ¿de dónde esa fascinación tan fuerte que, año tras año, me empuja a la soledad de los campos, hasta arrojarme -literalmente- en los brazos de los almendros en flor? ¿Qué es lo que me comunica ese árbol en su efímera floración, que tanto poder tiene sobre mi espíritu inquieto y sobre mi palabra sedienta de belleza?

Los almendros en flor han sido una de las “excusas” que han utilizado muchos artistas para retratar la delicadeza, la fragilidad y la fugacidad del alma humana. Y yo quiero hoy recrearme con algunos textos y poemas que me transmiten esa sensación de belleza mágica, festiva y efímera visitando estos días los almendros gravaleños en flor.

No es una pedantería recordar que entre los griegos la almendra estrujada se comparaba a la eyaculación fálica de Zeus en cuanto potencia creadora. Nos cuenta Pausanias que, en el curso de un sueño, Zeus perdió su semen que cayó a tierra. Surgió de él un ser hermafrodita, Agdistis, al que Dionisio hizo castrar. De sus partes genitales caídas al suelo creció un almendro. Un fruto de este árbol dejó encintada a la hija del dios-río, Sangarios, que lo había colocado sobre su seno.

Y ahí me planto, sentado en el mirador de los almendros ante esas sinuosas laderas alfombradas y cultivos de allozos agarrados a las pendientes montañosas. Son día de fiesta de singular belleza, días de floración, tiempo transitorio, a medio camino entre el invierno y la primavera, ofrece las primeras panorámicas de vida floral en los montes y hoyadas gravaleñas. Son primogénitas manifestaciones, las más agradecidas, las más valoradas, las que brillan más en los últimos días invernizos de tonalidades todavía grises. Es ese adelanto primaveral capaz de mostrar esos campos nevados de pequeños copos blancos y rosados posados sobre almendros, endrinos, melocotoneros, albaricoqueros, ciruelos y, también, algún desperdigado y solitario cerezo. Son primigenios pétalos aferrados a unas ramas, todavía desnudas, que antes de poblarse de hojas ya lanzan sus inflorescencias a una dura intemperie.

Y ante esta contemplación intento comprender estos espacios llamados de los Pedrugales, Valdejuelos, Cabañuelas y la Palancona, en los que se transforma el áspero paisaje castellano en una estampa de olivos, vides y frutales escalonados en las bruscas pendientes de las laderas, guarnecidas, como protección natural, por esas profundas gargantas por las que sobrevuela alguna cigüeña negra en uno de sus últimos reductos, y donde las águilas, buitres y halcones anidan, y todo  verdeando al resguardo de un clima algo más dócil que el de la meseta y por donde aún triscan las cabras en los pastos escarpados, y las ovejas mordisquean las dehesas entre encinas, alcornoques y fresnos, y agarrándose al monte bajo.

Y sigo en mi avanzar y atrás dejo tramos costeros de perfiles pétreos, cuevas horadadas en la roca donde hasta las aves buscan la sonrisa contemplando como el agricultor se sienta a la sombra de alguna solitaria higuera soñando con esa tierra suya donde habitan los murciélagos y los lagartos trepan por los tapiales con sus patitas de ventosa. Y sigo haciendo el camino en dirección a Hongañón, observando y esquivando barrancos adornados por almendros, alguna higuera, sueltas y esparcidas vides y ese perdido olivo que conforma esa aplanada orografía que muestra cortadas lajas de pizarra brillantes con la luz del sol. Son lugares tan hermosos que hasta pudor me ha dado volver a descubrirlos y es que son lugares pensados por la naturaleza para celebrar ritos mágicos, como se hace al otro lado de la ladera haciendo resonar el becqueriano “Miserere de Yerga” a la luz de la luna en las cercanas noches de San Juan. 

Marcho hacia el sur donde, en los bancales, ya han roto todas las flores de las infinitas almendreras y donde el silencio se adentra sobrecogedor por el cañón del Molino donde al forastero del pueblo le parece que el tiempo no es el que su reloj conoce.

Y quedo aquí en la umbría de las peñas gravaleñas, ya hacia el mediodía, donde la luz proyecta distintos colores a lo largo del día en las escamas de esos cerros escarpados que adornan el perfil abrupto e imperfecto de este pedazo de altas tierras donde huele, cuando los días son claros y sopla el cierzo, a tomillo y romero, a té de peña y manzanilla de prado húmedo, y a miel de almendro que es sonrisa de abeja cuando se convierte, es la marcona, en almendra frita,  delicia culinaria que acompaña a la mollera, a la lecha, a los letones, al atún, a la gamba roja, la hueva, la mojama, la almendra frita típica de mediterránea costa.
 
Y por estos andurriales, benditos andurriales, he echado unos días contemplando paisajes que despiertan las iras de unos y las bendiciones de otros. Son peñas, peña Herrera y Redonda que ocultan fantasmagorías y lugares aptos para poder ser enterrados bajo un almendro.  Vale.

¡CÓMO zumban las abejas
sobre la flor del almendro!
Pululan, bajo el sol de la mañana,
buscando mieles a enero.

Zumban... Zumban... Su zumbido
hace más hondo el silencio,
y hace más pura la flor
 ¡y más libre! del almendro.

Apenas se ve su vuelo
 -zumban..., zumban...- confundidas
 con la luz alba en el viento.

Son de miel y son de oro
sobre la flor del almendro,
 y son de música alzada
  y de corazón sediento.

Zumban... Zumban... ¡Cómo zumban
buscando dulzor inédito!
(López Baeza)

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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