El Huevero, las aves de corral y San Antón
El Huevero, las aves
de corral y San Antón
Acabo de
acordarme de “el huevero”, personaje igeano que, al grito de ¡se compran
huevos!, recorría por estas fechas las calles de mi pueblo, tratando de
engatusar a las mujeres para su causa. Era éste un huevero, me van a perdonar
no utilice su nombre al no recordarlo, muy respetuoso con el
medio ambiente al ahorrar envases ya que colocaba los huevos que adquiría a las
mujeres como amontonados en esa cesta grande, fabricada en mimbre y caña y
asida a la altura de su codo. Lo recuerdo al estar en fechas, ya saben: “Por
San Antón, gallinita pon los huevos a montón; y por la Candelaria, la buena y la mala”.
¡Aquellos sí
que eran huevos de corral! ¡Ay las gallinas! Más de una vez busqué nidadas por
los recónditos rincones del corral, como quien busca un blanco tesoro. Luego,
servidumbre de los pobres, venía el huevero con sus cuévanos en lo alto de la
caballería y los compraba por cuatro reales, de docena en docena y de portal en
portal. Siempre admiré su habilidad para coger, en cada intento, tres huevos en
cada mano. ¡Mira que no acordarme de su nombre y sí el de su amiga, novia,
compañera y esposa! Ella se llama Coro.
Este recuerdo me ha trasladado hasta el atrio de la
iglesia donde ya está a punto de salir esa procesión con ese santo atornillado
sobre unas andas y que sus trabadores pasearán, si el tiempo no lo impide, por
las estrechas calles y callejuelas de este mi pueblo. Recordaré que siempre me
impresionaron, no sé por qué, esas andas
adornadas con esos roscos de pan de leche dulce y acicalados con esos suspiros
a punto de nieve, azucarados y hermoseados con un millón de esos anisetes
multicolores.
Estamos en los días de los Santos Barbudos, semana
de enero considerada la más fría del año y en cuyo calendario figuran aquellos
santos de ancianidad respetable y de más fluidas y copiosas barbas, que empieza
con San Pablo, sigue con San Antón, continúa con San Fructuoso para terminar
con un imberbe, mancebo y jovenzuelo San Sebastián. Son días en los que en los
pueblos rurales se celebran y homenajean. Dos son los primeros y uno hasta se
disputa la primogenitura con el otro: "De los Santos de enero, San
Sebastián el primero; detente varón que primero es San Antón”.
No hay festividad tan prolífera en refranes como ésta, es la primera del
año y se coge con ganas, tanto que hoy, en su víspera, es cuando finalizan las
fiestas de Navidad: “Hasta San Antón pascuas son”; y “Por San Antón echa cueros el lechón”; y como si se quisiera
homenajear a los barbudos también se recita aquel que dice: “Si tiene barbas San Antón y si no la
Purísima Concepción; o “Por San
Antón huevos a montón”; “Por San Antón no hay niebla que llegue hasta las dos”;
o “Se ha puesto tan gordo como el
gorrino de San Antón…”
Y aquí estamos en su víspera, “de vísperas se
conoce al santo”, preparando la hoguera como hoy harán en cientos de pueblos
rurales. Y es que va a ser una larga y fría noche de enero y la hoguera será la
mejor aliada para poder aguantar la fiesta en la calle rodeado de vecinos y
amigos, calentar ese chocolate que tomaremos con esos deliciosos “pan de leche”
y degustar esos asados, por supuesto de cerdo, a las brasas de la hoguera y
aguantar hasta la misa, procesión y esa encantadora y esperada rifa de ese
cerdo, gorrino, puerco o marrano que se ha estado criando a lo largo del año
por las calles y a expensas de la caridad de los vecinos de la villa.
Que San Antón es un santo simpático, no hay quien lo dude. Que el santo
ermitaño es el más venerado por todos los cenobios, esta atestiguado. Y que
este gigante del desierto nos invita a apretarnos la correa de los pantalones
con ánimo tranquilo, buena cara y paciencia larga es cosa demostrada pues en este
Concejo de Grávalos, mi pueblo, lo toman como patrón. Sé que, además de ser el
patrono de los animales, otros consistorios y ruralidades lo tienen también
como mandamás de los cesteros, carniceros, fabricantes de cepillos, porquerizos
y enterradores, también lo veneran con especial devoción los monjes y
ermitaños, no podía ser de otra manera, al ser el iniciador, en el siglo IV, en
Egipto, de la tradición monástica cristiana.
Siempre que se acercan estas fechas lo recuerdo y siempre se me presenta
como un anciano descalzo, con un cerdito a sus pies adornado con un cascabel
que pende de una roja cinta como si fuese el reclamo tronante para situarse en
todos los rincones, callejas, entradas, corrales, cuadras y aposentos de su
pasear ordinario. Allí, metido en su hornacina, lo veo con esas largas barbas
que esconden su ancianidad, su tosco y pardo hábito de monje y siempre con su
bastón en la mano.
“Por San Antón la gallina pon, y si no retortijón”. Ahí está mi recuerdo de
niño inocente cuando me asomaba, siempre con curiosidad, al nidal, ese viejo cesto, caldero o cajón
con paja, y recoger los huevos recién puestos, aún calientes, que eran el manjar
fundamental de nuestra casa, mientras las gallinas, esas gallinas de mi madre,
¡ay mi madre!, autóctonas, cenizosas, marrones, y pardas, también blancas, eran
producto endogámico de la propia casa en esa nidada engüerada por la clueca en ese
humilde cajón junto al brasero y que, estupefacto, admiraba. Eran nuestras
gallinas, sí, sí, las nuestras, aquellas que sólo comían trigo, salvado,
desperdicios, brotes de hierba y gusarapos de corral, cacareaban alrededor en
el suelo, hasta mi padre les encendía la luz durante la noche para, cuando un
tímido rayo de sol penetraba en los palos del gallinero, de la cuadra y del
corral, apagarla. Y allí, con sus crestas enrojecidas, eran custodiadas de
cerca por el libidinoso y belicoso gallo, que era además el despertador de la
casa.
Y, por San Antón que yo recuerde, no sólo estaba el cacareo de las
gallinas, sino que también había otras sinfonías animales. Sonaban,
perfectamente orquestados, los relinchos de los machos y de esa encantadora y
rojiza yegüita allí en la cuadra, y poniendo el contrapunto, allí al fondo del
corral el gruñido profundo y desentonado de los cochinos en la pocilga, el
dulce balido de las ovejas recién paridas, el ladrido nervioso de los perros,
perros sin raza, siempre sueltos y engendrados en la calle. Y arriba, en la
chapa caliente del fogón, el ronronear
del gato. Y fuera de la cuadra, como apartado o aislado, el silencioso, sufrido y humilde borrico, con
su rebuzno inesperado.
Todo eso fue fiesta y hoy cuando la cuadra, la majada, el gallinero, la cochiquera
y el corral de mi casa quedaron vacíos y dejó de oírse el concierto, todo es
tristeza. Ya no entro a la casa por lo que me es imposible poder sentir en el
rostro esa turbia bocanada del áspero olor de los cagajones, las cagarrutas,
los orines, verdaderamente malolientes para el olfato poco acostumbrado, y las
omnipresentes gallinazas. Ya cierro la página y doy por seguro que se acabó una
época. Ya nada será lo mismo. Bueno sí, ahora siento, huelo y me perfuman las
olas de ese mi Mar Menor, porque aquí también se celebra San Antón y hasta San
Blas.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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