Mi añoranza del gamón
Ahora que tan de moda está la palabra gamonal recuerdo
que alguna vez, a la derecha del “tapiado”, en ese montículo que los lugareños
llamábamos y llaman “la Cuesta”, acudí, juntamente con los amigos de mi edad, a recoger gamones. Lo que no evoco bien es
la utilidad que les dábamos; generalmente nos servían para con sus varas
encender esas hogueras de chiquillada y calentarnos después de nuestras
correrías y juegos infantiles, de otras, que siempre las hubo, no me acuerdo. Si
algún lector recapitula otras, agradeceré su comentario.
La palabra gamón me invoca esa hermosa
palabra, sonora, de sonido contundente, hasta violento y adoquinada a mi personal
diccionario de niño de pueblo rural en el que como nacido en uno de ellos hasta
tengo hartazgo de verlo sin mirarlo o mirarlo detenida y fijamente como “la
vara de San José” hincada en ese monte atalaya desde el que tantas veces contemplé
ese enjambre de casitas de mi pueblo, apreciándolos también en la planchada dehesa
del “tapiado” y hasta circunstancialmente en las riberas del barranco, prácticamente
seco, excepto en aquellos días en los que asombra los ojos de su ira. He visto
al gamón y hasta contemplado abrir sus blancas flores presentándose lucidamente como colgadas
de esa su vara como si fuese un palosanto verdoso. Y hasta está en mi recuerdo haber
escuchado a los mayores, mejor viejos del lugar, reverenciarlo como si fuese la
llave del año. Todo, me dijeron, dependía de sus flores, si éstas eran muchas,
exuberantes y estaban bien cuajadas había que esperar un buen año. Y viceversa.
Paseando, no hace mucho, he visto que este año parece tendrán una excelente floración.
Ojalá. Y hasta ahora que escribo de ellos he llegado a recordar al que fue mi maestro,
don Emiliano Moreno, cuando nos llevaba a pasear y contemplar por “Ongañón”, como
si este lugar fuese el mejor observatorio natural, de verdad que lo era, de todo
aquello que aquellos ojos de niños despiertos e inquietos eran capaces de
observar.
Desde siempre, casi al mismo tiempo que fui
creciendo, conozco la planta del gamón y no ahora que está de moda y se
habla y escribe del gamonal como superficie, ahora poblada, de pastizal prado incontrolado
por la mano del hombre. Desde siempre me interesó esa planta liliácea perenne
que la vi surgir de la tierra casi por encanto en su verdadera explosión primaveral
y que, siendo tan lechosa, poco a poco, ha ido reduciendo la pastura superficie
de las dehesas.
He procurado saber de su nombre científico, asphodelus,
y me he enterado que aparece súbitamente cuando todavía las dehesas están desnudas,
por lo que en Grecia siempre se le asoció con la vida después de la muerte,
tanto que, en el hades, el asphodelus constituyó el alimento de los muertos, siendo
habitual su presencia formando ramos de gamones en las ceremonias fúnebres
griegas.
Hoy, como el musgo del adoquín, o los golpes de
verdor sobre las fachadas arbóreas desvencijadas, es cuando esa palabra, inesperadamente, se hace popular, salta a la moda, quiero pensar que sólo del
lenguaje, en ese paisaje pavimentado de las noticias. Y es que las palabras quedan
cuando ya no queda nada. Tengo delante de mi ventana la diagonal de la calle de los olmos, y
no hay un árbol, la comprimida callejuela de las camelias y sólo hay cemento sin pulir.
Hoy deseo contemplar al gamón como deseando emerger de
esa oscuridad de mi terruño para florecer de blanco, -asphodelus albus-, a partir
de los últimos días del mes que viene. Hay en esta planta, recordatorio de mi
niñez, algo que la rechaza tanto en mí como en los animales, es su asfodelina. Es por
eso por lo que el gamón de la dehesa arrebata el pasto al ganado. Gamonal es el campo de
gamones que ahora están bajo el asfalto. Vale.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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