martes, 21 de enero de 2014 in

Mi añoranza del gamón







Ahora que tan de moda está la palabra gamonal recuerdo que alguna vez, a la derecha del “tapiado”, en ese montículo que los lugareños llamábamos y llaman “la Cuesta”, acudí, juntamente con los amigos de mi edad,  a recoger gamones. Lo que no evoco bien es la utilidad que les dábamos; generalmente nos servían para con sus varas encender esas hogueras de chiquillada y calentarnos después de nuestras correrías y juegos infantiles, de otras, que siempre las hubo, no me acuerdo. Si algún lector recapitula otras, agradeceré su comentario.

La palabra gamón me invoca esa hermosa palabra, sonora, de sonido contundente, hasta violento y adoquinada a mi personal diccionario de niño de pueblo rural en el que como nacido en uno de ellos hasta tengo hartazgo de verlo sin mirarlo o mirarlo detenida y fijamente como “la vara de San José” hincada en ese monte atalaya desde el que tantas veces contemplé ese enjambre de casitas de mi pueblo, apreciándolos también en la planchada dehesa del “tapiado” y hasta circunstancialmente en las riberas del barranco, prácticamente seco, excepto en aquellos días en los que asombra los ojos de su ira. He visto al gamón y hasta contemplado abrir sus blancas flores presentándose lucidamente como colgadas de esa su vara como si fuese un palosanto verdoso. Y hasta está en mi recuerdo haber escuchado a los mayores, mejor viejos del lugar, reverenciarlo como si fuese la llave del año. Todo, me dijeron, dependía de sus flores, si éstas eran muchas, exuberantes y estaban bien cuajadas había que esperar un buen año. Y viceversa. Paseando, no hace mucho, he visto que este año parece tendrán una excelente floración. Ojalá. Y hasta ahora que escribo de ellos he llegado a recordar al que fue mi maestro, don Emiliano Moreno, cuando nos llevaba a pasear y contemplar por “Ongañón”, como si este lugar fuese el mejor observatorio natural, de verdad que lo era, de todo aquello que aquellos ojos de niños despiertos e inquietos eran capaces de observar. 

Desde siempre, casi al mismo tiempo que fui creciendo, conozco la planta del gamón y no ahora que está de moda y se habla y escribe del gamonal como superficie, ahora poblada, de pastizal prado incontrolado por la mano del hombre. Desde siempre me interesó esa planta liliácea perenne que la vi surgir de la tierra casi por encanto en su verdadera explosión primaveral y que, siendo tan lechosa, poco a poco, ha ido reduciendo la pastura superficie de las dehesas.  

He procurado saber de su nombre científico, asphodelus, y me he enterado que aparece súbitamente cuando todavía las dehesas están desnudas, por lo que en Grecia siempre se le asoció con la vida después de la muerte, tanto que, en el hades, el asphodelus constituyó el alimento de los muertos, siendo habitual su presencia formando ramos de gamones en las ceremonias fúnebres griegas. 

Hoy, como el musgo del adoquín, o los golpes de verdor sobre las fachadas arbóreas  desvencijadas, es cuando esa palabra, inesperadamente, se hace popular, salta a la moda, quiero pensar que sólo del lenguaje, en ese paisaje pavimentado de las noticias. Y es que las palabras quedan cuando ya no queda nada. Tengo delante de mi ventana la diagonal de la calle de los olmos, y no hay un árbol, la comprimida callejuela de las camelias y sólo hay cemento sin pulir. 

Hoy deseo contemplar al gamón como deseando emerger de esa oscuridad de mi terruño para florecer de blanco, -asphodelus albus-, a partir de los últimos días del mes que viene. Hay en esta planta, recordatorio de mi niñez, algo que la rechaza tanto en mí como en los animales, es su asfodelina. Es por eso por lo que el gamón de la dehesa arrebata el pasto al ganado. Gamonal es el campo de gamones que ahora están bajo el asfalto. Vale.

 Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©


Leave a Reply

Con la tecnología de Blogger.

Seguidores