La nieve
La nieve
Me gustaría escribir sobre la
luz de la mañana en los parques nevados de mi sierra camerana. Me gustaría tomar el lápiz o
empapar mi pluma en ese tarro de tinta e imponerle al papel algo transcendente,
aunque fuese anecdótico, con ese sentido de color invernal en bosques y
praderas en el noroeste de esa Sierra Cebollera.
Me gustaría tomar mi
cuaderno de notas y apuntar, con gran solvencia, mi sensación sobre aquella luz
de la mañana de esos parques nevados junto a la ermita serrana de Lomos de Orio,
las laderas de nieve y los bloques de hielo en las Cascadas De Ra de ese
incipiente río Iregua, allí en su Achichuelo. Y ser pintor con carboncillo de
grafito y perseguir ese efecto fugitivo, recién mirado, de las sombras de los
árboles sobre la nieve en una mañana luminosa teñida de tinte azul.
Me gustaría atravesar esos
valles al día siguiente de una gran nevada y oír el crujido de la nieve prieta
bajo las pisadas de mis botas y detenerme en esos pequeños o grandes matices aprendidos
al mirar las esculturas de “El Pájaro” desparramadas por el prado, y es que después
de las grandes nevadas siempre amanecen los días de más claridad del invierno.
Me gustaría no ser heracliteano
para poder bañarme dos veces en el mismo río, leer dos veces el mismo libro y ver
por muchas veces la misma nevada. Quisiera ser inventor de palabras invernales más
allá de hielo o nieve para, con su cualidad terminante, sugestionarme con sentido
invariable y monotonía visual. Para mí no hay superficie más cambiante o menos
regular que la del hielo en un estanque, río o torrentera, ni un fenómeno más
insospechado que la nieve formando regatos, regueros y cascadas de hielo formando
una llanura móvil y accidentada de caleidoscopios como templos y mármoles
despedazados. He visto al hielo allí, en esas aguas remansadas, formar masas
blancas, grises y azules que se parecen a los sistemas nubosos de la Tierra
vistos desde el espacio.
Me gustaría escribir que la
nieve pocas veces cae; sólo flota, gira, aparece, se desmaterializa, barrena el
aire en diagonal y danza como las partículas de polvo o de polen en un
contraluz mostrando esa consistencia como de copos de algodón instantáneos y de
granos mínimos y punzantes de arena arrastrados por el Cierzo. Es entonces
cuando lo nevoso se presenta como frente de borrasca y torbellino de tornado.
Me gustaría quedarme
extasiado al verla como se mantiene intocada durante días, limpia en la plataforma
de un tejado o de un parque, o se ensucia hasta un extremo de vileza en los
montones al filo de las veredas, caminos, sendas y carreteras negras de mugre,
de pisadas en el barro, de tizne minero, revelando al derretirse muy lentamente
una arqueología de bazofias apresadas en ella. Hasta una res putrefacta y congelada vi
aflorar una vez, en mitad de un deshielo oculto en el peñasco.
Me gustaría, en medio de la
ventisca, emboscado en chaquetón y capucha ventisquera pedalear contra el
viento y circular, cuando la luz comience a despuntar, con mi mochila a la
espalda y unas bolsas de plástico atadas y envolviendo mis botas andariegas.
La mejor lección de este
invierno, perezoso de marcharse, viene, para mí, de esas montañas que escupen
tranquilidad, aire purificador, agua vivificadora y también esa paz machadiana
donde: “El roble es
la guerra, el roble/dice el valor y el coraje, /rabia inmoble/en su torcido
ramaje; /y es más rudo/que la encina, más nervudo, /más altivo y más señor.”
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