El frío
El frío
El invierno y su inclemente frío todavía
no han acabado, por lo menos aquí desde donde escribo. Mi cuerpo lo siente y,
además, lo leo en ese Calendario Zaragozano que preside mi mesa de trabajo y
que para hoy día de Nuestra Señora de Lourdes anuncia que: “cómo todavía
estamos en Luna Creciente continuará dominando el temporal del NO con gran
violencia, a veces borrascoso, con algunos ramalazos de nieves y granizos en
algunas zonas, insuficientes lluvias en otras para remediar la sequía y aridez
que, en general, se dejará sentir. Las temperaturas mínimas serán muy frías con
heladas severas”.
Sí, sí, todavía es invierno y lo noto en
esas texturas secas, en esas ramas mezcladas en garabatos y como agarradas a
ese gris del nublado o a ese azul liso y frío de las mañanas de sol. Me dijeron
y aprendí que en invierno la niebla favorece, en palabras de Cortázar, la
grisalla y que los días limpios de helada le dan a nuestro entorno una nitidez
de lente de miope. Me enseñaron que unos tallos secos de hierba en medio de la
nieve son siempre como líneas puras de dibujo sobre papel en blanco, como
trazos de caligrafía hebraica y que las siluetas de las ramas y de las copas
desnudas de los árboles tienen negrura de tinta. Vi y comprendí que el invierno
uniforma los árboles y resume el paisaje en simplicidad visual.
Me traslado a los campos y caminos de las
dehesas de mi pueblo y recuerdo aquellos días de nieve y ventisca que me
condujeron a comprender el sentido del color invernal en ese marrón apagado o
gris de los troncos y ese amarillo débil del liquen de la hierba seca, requemada
y aplastada por la nieve. Y esa transparencia vítrea del aire al cruzar El
Puerto o al descender hacia la escuela desde la calle, ¡ay la calle estrecha
del Cantón!, portando mi encendida estufilla con ascuas de tronco de almendro. Vale.
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