VERANEAR
VERANEAR
Aproveché
los días del mes de agosto próximo pasado para pasear por caminos entre
almendros, encinas, fincas de girasoles y de cereal, las menos, y esas nuevas
extensiones coloristas con los olorosos bancales de lavanda que circundan y dan
colorido a lo que siempre será la hoya de Ordoyo. Hacía tiempo no trotaba por
estos andurriales que fueron de grandes estancias en mi juventud. Han sido como
una especie de ritual temporal que me invitaron a la meditación. Unos van y
otros vuelven mientras los girasoles van girando al sol naciente. Pienso en la
sabiduría de Heráclito cuando dijo que el camino hacia arriba y el de hacia
abajo es uno y el mismo. Hay en la naturaleza un sustrato que integra los
opuestos y que podrían simbolizar esos llanos que permanecen igual a sí mismo
en su perpetuo cambio.
Todo pasa, todo se desvanece, como apuntaba el filósofo de Éfeso. La vida es un continuo fluir en el que, a cierta edad, las ausencias empiezan a ser más numerosas que las presencias. Y esto se nota en las vacaciones cuando uno vuelve hacia aquellos lugares, a los mismos sitios y en los mismos meses de aquellos pasados veranos. Siempre hay algo que ha cambiado: aquella iglesia-corral casi totalmente hundida, el nogal, ya tronchado, donde sesteaban las ovejas en los calurosos veranos, esa era, ya desaparecida, en la que una trilladora tomaba posesión durante casi un mes y esa abejera que ha sido derruida y ya no hay ni abejas ni flores ni dulzores.
Hoy tengo la
infancia ahogada
ahí abajo, dando
pena,
en el fondo de la
niebla,
bajo las oscuras
aguas del tiempo,
entre las
tinieblas del olvido,
y no soy capaz de
adivinar
esas tierras del
pasado;
las umbrías de
algún bosque,
ya perdido para
siempre;
los fantasmas de
niñez
que aún permanecen
en algún lugar
extraño,
y que nunca
terminan
de volver
completamente.
PRJP.
N.º 85. En memoria de las tierras frescas de Ordoyo hoy violetas y olorosas.
Leave a Reply