“De Octubre a primeros, entran los ciervos en el picadero”
“De Octubre a primeros, entran los
ciervos en el picadero”
Amanecer de otoño
Una larga carretera
entre grises peñascales,
y alguna humilde pradera
donde pacen negros toros. Zarzas, malezas, jarales.
Está la tierra mojada
por las gotas del rocío,
y la alameda dorada,
hacia la curva del río.
Tras los montes de violeta
quebrado el primer albor:
a la espalda la escopeta,
entre sus galgos agudos, caminando un cazador.
entre grises peñascales,
y alguna humilde pradera
donde pacen negros toros. Zarzas, malezas, jarales.
Está la tierra mojada
por las gotas del rocío,
y la alameda dorada,
hacia la curva del río.
Tras los montes de violeta
quebrado el primer albor:
a la espalda la escopeta,
entre sus galgos agudos, caminando un cazador.
(Antonio Machado)
Escribo en noche cerrada, oscura y sin luna. Y, sin sentirlo, a lo lejos,
cerca de las corralizas, ladra un zorro, y muy lejos un gamo se enreda con la
cornamenta en las ramas bajas de una encina. Madera contra madera. Y aquí
fuera, en el verdín de mi jardín, los últimos grillos otoñales, perseverantes
como el buen tiempo, componen un fondo armónico sobre el que destacan los
ásperos eructos del celo. Y es que ladran los corzos,
berrean los ciervos, roncan los gamos y grillan los grillos.
Terminó el verano y aunque los fríos todavía se ven muy lejanos, el campo
empieza los preparativos para afrontar la mala estación. Esta mañana me he asomado
al campo y he sentido que el paisaje sonoro tiende a los extremos: ha cesado la
actividad reproductora y también los bullicios concentrados en torno a
esas bandadas de aves en vuelo migratorio y se ha pasado a los silencios que,
de día en día, se extienden por bosques, campos y hasta en la casa.
“Ya se van los pastores a la Extremadura/ya se queda la
sierra triste y oscura”, decía la canción de la trashumancia y la península
ibérica, lugar de paso obligado para millones de aves que, más o menos
apresuradas, más o menos en tropel, se dirigen hacia el sur en busca de mejores
climas, la plagia y nos muestra la tristeza y la negrura. Y hasta he visto unas
decenas de golondrinas hacer un alto para reagruparse y reponer fuerzas,
posarse sobre los cables en una larga hilera y salir hacia cálidos lugares.
Hace unos meses, con las primeras hojas de este calendario, comprobé como
unos milanos negros, en su viaje a terrenos y peñascales próximos, sobrevolaban
los encinares de Monte Laturce, como si quisieran defender el mítico monasterio de San Prudencio de Monte Laturce, y
oí cómo eran expulsados, a grito limpio, por unas cornejas. Por estas fechas,
otros águilas calzadas –o quizá las mismas- vuelan de nuevo sobre esos montes,
de regreso a sus áreas de invernada. Sus voces, precedidas por el relincho de
un pico picapinos, bajan de nuevo desde el cielo, audibles a gran distancia,
como delimitando unos territorios de cría ya vacíos.
Pero no todo se va, queda el fondo sonoro del otoño y éste ya está esbozado. En las laderas
boscosas de la sierra cuyos cerros
arropan la cuenca del río Iregua, y la de Camero Viejo, que escolta el
discurrir del Leza, entre gritos y relinchos no se escucha
otra cosa que el vacío, la inactividad. Un silencio sólo punteado por las
llamadas de los últimos grillos y por el reclamo en forma de chasquidos de uno
de los más tenaces pájaros forestales, el petirrojo, se hace oír. Es el vacío
que, rellenado con unos bramidos lejanos, sirve de preámbulo al más
significativo de los sonidos del monte.
Quedan también esas casas blasonadas
que resisten al alzarse con los doblones y reales de los tratantes de ganado. Y
aunque no quedan zagales, sí pandas de críos que se lo pasan a lo grande
entre lo que antes fueron bosques
silenciosos, y antes pastizales.
Y,
fundamentalmente, quedan las frías gotas que cada año desprende el calendario del
mes de octubre anunciando una nueva y relumbrante etapa en el almanaque de la
vida silvestre; y los aguaceros de otoño portando consigo los momentos maduros
del bosque, periodo anual de más abundancia entre los intrincados recovecos del
monte; y también queda la grandiosidad de los frutos silvestres madurando en
este tiempo y convirtiendo los campos en una auténtica despensa a disposición
de la fauna salvaje. Y, porque es tiempo, dará comienzo la montanera en las
dehesas; reventarán los castañares de prietos erizos a punto de parir; se pintarán
de rojo los bosques con los frutos de serbales, mostajos, majuelos y
escaramujos, y los suelos se colorearan con ese multicolor pigmento de miles de
setas.
Y las flores se ofrecerán al cielo y los frutos al
suelo.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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