viernes, 11 de octubre de 2013 in

La vendema





“Que lo beban,
que recuerden en cada,
gota de oro
o copa de topacio
o cuchara de púrpura
que trabajó el otoño
hasta llenar de vino las vasijas
y aprenda el hombre oscuro,
en el ceremonial de su negocio,
a recordar la tierra y sus deberes,
a propagar el cántico del fruto”.
 (Pablo Neruda)

Era otra cosa. Una fiesta, un hervor, un trasiego de relinchos, gritos, avispas, la noche que caía pronto, el pegajoso rezumo en manos, zapatos, ropa, los candiles de aceite danzando, extirpadores de oscuridades, colgando de su moco las sombras. Los jornaleros vendimiadores, además de abuelos, nietos, mujeres y niños que cortaban, estaban los “sacadores”. El lagar sobre la bodega abovedada y “la pisa” paciente, luego de haber fatigado el día vencidos sobre la parra, el dar “caño” hasta llenar la cuba de cien cántaras, la de doscientas, el vagar siempre con la preocupación del candil de luz prendida que avisaba con certeza del peligro del “tufo”. He conocido y sigo conociendo a muchos campesinos, mi padre fue uno de ellos, expertos en la cría del vino que exigía cuidados como la de un animalillo doméstico, tenía enfermedades que curaba con metabisulfito, le cuidaba de las corrientes de aire y de los fríos, mientras hervía en bulliciosas fermentación como la de un volcán en extinción, hasta que tan sólo resoplidos pausados denunciaban el fin del proceso, el “aclareo” con claras de huevo, el añadirle fuerza con carne cruda o asada. También se le echa sangre, generalmente de cordero lechal y hasta de pasto. Luego con las lunas menguantes venía el trasiego con odres, “pellejos”, al hombro de gente moza pues no había bombas impelentes-expelentes que sí luego llegarían primitivas, una palanca accionada a mano, aliviadoras del agotador trabajo. El “ojeo” –vigilar las cubas y su relleno- los viernes en compañía de amigos y el companaje, pan, abadejo, “soldados viejos” (arenques), nueces y el vino. Y luego “la prueba”, en la tarde de La Nochebuena o después del trasiego invernal, generalmente el domingo de Resurrección, después de cumplir con Pascua, y salidos de la misa mayor eran los días para probar y degustar la nueva cosecha. Se recorrían las bodegas donde con mini-vasos o a sorbos, yo lo he hecho, se probaba el vino y se le sacaba las faltas o se ensalzaba sus virtudes. Llegaba luego la venta, generalmente a “los serranos” venidos de los pueblos de la Sierra de la Alcarama y trasladados en caballerías con sus “pellejos” al lomo. Aparecía el catador a comisión o corretaje que con mucho teatro y aspaviento cogía el vaso, lo miraba a trasluz, juzgando ya, olía el vino, lo agitaba, dejaba dos gotas, sólo dos, entre la lengua y la encía, paladeaba, gustaba, degustaba, hacía gestos, y luego ofrecía el precio. Conforme. No conforme y se sacaba a la venta al menudeo, en el mismo anao de la bodega. Un bando de aguacil y un ramo de olivo en el dintel anunciaban que allí se vendía vino. Un tinanco, las medidas de capacidad, cántara, media cántara, litro, medio litro, cuartillo, y si era invierno, generalmente lo era, un brasero. Y vuelta a casa con cante de copla, siempre anónima: A La Rioja voy/ ¡qué triste estoy! / De La Rioja vengo/ ¡que pedo tengo! 
 

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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