sábado, 19 de octubre de 2013 in

El Viático



El Viático
“Era noche sin estrellas y sin luna;
era el viento de tormenta; lloviznaba...,
y de pronto todo el mundo se arrodilla
y se escucha... -¡daba miedo de escucharla!...-
el tilín de la campana del monago,
que decía que llegaban,
y al par de ello, como el rezo de los frailes,
un murmurio de latines y plegarias,
y el bullí de toa la gente que venía,
y el soná de las pisadas
en los charcos de la calle,
sobre el agua...” (Pemán)


Venía la muerte tal que ladrón sin llamar a la puerta y su aparición suponía, además de grandísimo acontecimiento, un hermoso espectáculo. Existía la premonición de una penosa enfermedad y el suceso se aceptaba como obligada descarga de peso o llegada súbita, sin avisos, y entonces se revestía de teatral realce. En cualquier caso la liturgia siniestra y gimiente brillaba con esplendor. El santo Viático era un viaje a golpe de campanilla por los laberintos de la noche o la niebla del amanecer por las estrechas calles Gravaleñas. Lo orientaban, como a los buques en su navegación, lucecitas prendidas a pábilo de cera o aceite en las ventanitas y balcones. Detrás de cada candela o candil un rostro abocetado contemplaba la procesión de la luz. Se llegaba a la casa-destino donde alguien agonizaba, un familiar rezaba por “la salud espiritual y corporal del enfermo si le conviene”. Era un acto solidario, solemne y tremendo. La muerte estaba allí entre nosotros, se la olía, palpaba y los coletazos de su rabo nos castigaban la entraña, la nuestra de niños también. ¿Lo recuerdas, Vicente?

En las casas ricas se le recibía con protocolo propio. Había una mesita enana, construida en nogal, sirviendo de altar, un mantelito almidonado, bandejitas de plata donde el cura depositaba el estuchito que portaba en sus manos, un Cristo tallado en marfil sacado para la ocasión de su vitrina alumbrada, y candelabros, y floreros, y olor a perfumes derramados.

En las casas pobres, al oficiante le recibía la limpia decencia y nada más. A lo mucho colchas tejidas a ganchillo disimulando la miseria y repartidas por pasillos y escaleras que, como lóbrega trama conducían a la visión de una pequeña corte de gente lloriqueando, un rostro tinto de livideces y un humo flotante, pegajoso y movedizo. En las casas pobres no se conocían las alfombras y las suplían con manojos de hierba- buena, junco, espigas y romero prestando sus aromas silvestres, para ahogarlos, al olor dulce y caliente de la cuadra donde un pollino era sorprendido por el lujo de la luz, la sorpresa de las voces y el trajín. Respondía a la provocación con un lastimero rebuzno. Y el oficiante y sus monaguillos volvían a sus quehaceres con la campanilla silenciosa.

PD. Para mi amigo Vicente, compañero de fatigas escolares, amicales, monaguillescas junto al grandote D. Juan y de escenas como ésta que hoy relato y que tantas veces contemplamos asistiendo. ¡Va por ti amigo! 



Eunate entre maizales
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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