Estampas gastronómicas de la Navidad de un pueblo
Estampas gastronómicas
de la Navidad de un pueblo
En casa de mis padres, y siendo niño, la
cena de Nochebuena reunía a la familia en la cocina en torno al fuego, lo que
no era una novedad. En invierno, y en mi pueblo, también en otros, se hacía la
vida en la cocina. Lo que podía ser nuevo es que ese día, tan señalado y tan
esperado por nosotros los niños, la concurrencia era mayor. Todos buscábamos el
calor del hogar. Fuera nevaba casi con toda seguridad, en la plaza los mozos pedían
los aguinaldos, en la iglesia todo estaba preparado para el baile de los
pastores y en la calle sonaban villancicos acompañados de almireces, hueseras,
zambombas, panderetas y los primeros sonidos de la gaita. Y, desde luego, la
novedad principal es que esa noche había cena especial. Es ahora cuando comprendo
la importancia cultural de la gastronomía en el mundo rural. En aquella
sociedad de subsistencia, la comida se consideraba el centro de la vida humana,
y una buena comida era ese regalo que redimía de la miserable existencia.
“Con guitarras y almireces,
panderetas y sonajas,
vamos a ver a Jesús,
porque ha nacido entre pajas”
En nuestra casa, si no me engaña
la memoria, lo característico de la cena de Nochebuena era: el cardo, traído y
limpiado por el padre, servido en ensalada, y cocido y aderezado con almendras,
y las albóndigas de
bacalao, que preparaba
admirablemente la madre. Algún año, con suerte, había besugo, y si no, debíamos
conformarnos con abadejo o con los chicharros que traía el “Gafas” de Arnedo en
cajas con hielo. Y de postre, lo clásico; esa compota adornada con orejones de melocotón,
trozos de manzana, ciruelas claudias cogidas en su tiempo en el huerto del
abuelo y tendidas y puestas a secar al sol en esos grandes cañizos preparados
al efecto, higos también secados al mismo tiempo que las claudias y toda ella
almibarada con azúcar y perfumada con canela en rama. Esos eran los manjares
extraordinarios de esa noche. Para postre todo solía compensarse con un lebrillo
de rosquillos, almendras tostadas y, con suerte, un cunacho de olorosas
manzanas. El turrón se reducía a unas barritas de guirlache, absolutamente
casero, y algún mazapán de casa. Últimamente, aunque no se le echaba mucho en
falta, también se le hincaba el diente al
de Jijona o de Alicante conocidos como duro y blando. Pero lo que no podía
faltar, ni faltó, era ese puchero de vino rebajado con agua y cocido con
azúcar, frutas y canela, que nos ponía, fundamentalmente a los chicos, alegres,
parlanchines y hasta un poco calamocanos. Debo decir y digo que en Grávalos, y
por aquellos años, ya se conocía el champán y todos habíamos oído hablar del
invento del cava, hoy “Dioro Baco”, del Benito Escudero. Por lo tanto ese y
otros conocimientos no pertenecían a ningún titirivaina, ni bocarán o cantamañanas, eran nuestros
conocimientos y nuestras vivencias.
En la casa y al día
siguiente también existía ese complemento inevitable para los almuerzos. Ese almuerzo que nos hacía disfrutar de la matanza reciente colgada en varas en el
ennegrecido techo de la cocina, era el almuerzo con los productos del cerdo:
los chumarros de solomillo en la brasa, la oronda morcilla dulce, asada en la
parrilla hasta reventar de gusto.
Y al final, era de rigor preparar
para la comida de la pascua de Navidad -un día es un día- el mejor y más lustroso recental del rebaño que se retenía
para sacrificarlo cuando la mesa familiar iba a estar la más de concurrida. El
reciente lo preparaba, siempre la madre, debidamente estrazado y lo servía,
después de probar las sabrosas gordillas, en deliciosa cazuela de barro, bien asado
y aromado. Luego, los mayores jugaban al guiñote y los niños, después de jugar al
marro, nos íbamos a saltar o bailar al sonido de los gaiteros. Otro día, lo
prometo, hablaré de esos dos gaiteros venidos de la sierra soriana para
amenizar toda una semana de fiestas.
Ahora comprendo por qué aquellos
agricultores comían productos de temporada, que no habían sido tratados con
insecticidas en el caso de las plantas ni con piensos artificiales u otras
zarandajas de engorde en el caso de los animales; consumían carne, leche y
huevos de gallina de corral que vivían en libertad sin ser maltratados, y, por
supuesto, no podía haber más cercanía entre el productor y el consumidor.
Recuerdo todo esto para que
nada ni nadie arramble con todas esas cosas antiguas, excelsas e incomparables
de los distintos pueblos, y para que nadie, venido de fuera, nos dicte el menú
de la cena de Nochebuena y la comida de Navidad, sentando a nuestra mesa no a los
Reyes Magos y sí a esos extraños personajes venidos de fuera como Santa Claus y
Papá Noel.
“La zambomba pide pujo,
y el que la toca, prudencia,
si no me dais aguinaldo,
aquí me siento a la puerta”
y el que la toca, prudencia,
si no me dais aguinaldo,
aquí me siento a la puerta”
Fotos y texto de La Medusa Paca. Copyright
©
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