sábado, 29 de septiembre de 2012 in

Vino e historia



Vino e historia


Inmediatamente de terminar  de redactar el post del “Convite la Medusa me interrogó sobre en qué momento de la Historia un humano se pudo percatar de que el fruto de la vid fermentaba, cambiaba de aspecto y producía una sensación de euforia. No le pude contestar, no lo sé, porque ese interrogante pertenece al mundo de la especulación, y al de la mitología. A pesar de esa mi ignorancia, me han transmitido que ese momento de la Historia debe achacarse a las leyendas de Baco y al dios del vino Sileno, quien se embriagaba con frecuencia, era el encargado de alimentar a ese hijo de Mercurio o Pan y de una ninfa, según unos y de Júpiter, Nilo o Caprio, según otros.

Aquí está la Medusa para contarles que, según un Proverbio antiguo: “No hai quejiton, ni pesadumbre, /que sepa, amigo, nadar; /todas se ahogan en vino, /todas se atascan en pan".

He leído que Baco era propicio a todas las aves excepto al mochuelo, porque según se decía sus huevos tenían la virtud de hacer aborrecer el vino a los niños que los comían; que, según algunos autores, Baco habría engendrado a Estafilo en Erigona engañándola bajo la forma de un racimo de uvas y que sería Estafilo, pastor del rey Enéo, quien observara que una de las cabras de su rebaño llegaba siempre más tarde y más alegre que las demás: la siguió y la encontró en un paraje comiendo uvas, fruto cuyo uso era desconocido hasta entonces. Que Estafilo llevó las uvas al rey y este fabricó vino. La mitología aparta en el olvido a Estafilo y otorga a su padre, Baco, la categoría del dios del vino e invita a celebrar en su honor las bacantes y las vindemiale, fiestas que para algunos son disolutas y deliciosas para otros.

En “El banquete”, narra Platón, que estando reunidos en casa de Agatón esperaron que llegase Sócrates para comenzar a: “beber con moderación, despedir a la flautista y entablar una conversación”. Iban a hablar de amor y para ello nada mejor que antes haber libado con moderación ese fruto dorado o carmesí ofrecido por la tierra.


Los egipcios atribuyeron el nacimiento de las viñas a la sangre de los gigantes, causa principal del furor que inspiraba la embriaguez. Hammurabi, el rey justo y filósofo de Babilonia dio al vino la importancia debida y así lo recogió en su conocido Código, señalando que, “toda tabernera que aguara el vino, debía ser condenada a morir ahogada.” 

Recojo que el primer vino que probaron los galos fue llegado desde Roma y tanto les gustó que algunos galos ricos llegaron a ofrecer cambiar un esclavo por una medida de vino. No he logrado saber, por tanto no puedo transmitirlo, la capacidad de esa medida. Tal fue la excitación provocada por la nueva bebida que, algunos jefes de tribu, en especial en la Galia Aquitania tomaron cartas en el asunto prohibiéndola ya que les perturbaba la razón y les hacía en exceso locuaces. 

Para el mundo cristiano el instante en que Jesucristo alzó el cáliz diciendo “bebed porque esta es mi sangre”, supuso la consagración del vino como bebida espiritual y de comunión entre todos los seguidores. El recipiente alzado por Cristo en la última cena, ante sus más fieles seguidores, el Grial, daría origen a un sinfín de leyendas que todavía sirven de base a un género literario. 

Serían religiosos, los monjes del Císter, desde las grandes abadías y sus tierras, los que se ocuparon de extender el cultivo de la vid, ellos mismos plantarían las primeras cepas en la península ibérica, primero en la ribera del Ebro. 


En los monasterios, los monjes, completamente convencidos de que el vino era una bebida necesaria para el espíritu y vehículo de contacto entre la vida terrenal y la otra lo bebían incluso en los días de ayuno. "El trago del franciscano" se llama al último sorbo del vaso guardado celosamente para después del postre a fin de que sea el último sabor que al comensal le queda en la boca. En un facsímil publicado en 1980 sobre un estudio sobre apellidos castellanos, José Godoy Alcántara, (1825-1875) dedica el último capítulo al “El uso de beber vino en la Edad Media”. En él se dice que en la regla benedictina era costumbre abstenerse de vino el viernes santo, excepto en el monasterio de Silos, ya que un año, al verter el agua en los vasos se convirtió en vino, lo cual fue interpretado como voluntad divina que tal día “no se privasen de aquel consuelo”.

También los clérigos, estuviesen o no entre paredes monacales, daban buena cuenta del vino. Algunos, en sus testamentos, además de mandas para cera, misas, capellanías y otras encomiendas dejaban instituidos aniversarios por su memoria en los cuales debía libarse vino. En el libro, anteriormente mencionado, se transcribe parte de una manda del canónigo Arnaldo de Corbin en la que señala que, sus “deudos debían reunirse al año de su óbito y beber vino en abundancia acompañado de gallinas, perdices y pan”. Otra manda, de una abadesa, ordena que para su aniversario “aya el convento pitanza de pan e vino, meiorado, e queso, e manteca del comunal…”.

Los viñedos, a consecuencia de la peste negra, se abandonaron en el siglo XIV y se volvieron a cultivar por parte de los monasterios hasta la Desamortización, fecha en la que las viñas pasaron a manos de nobles y burgueses enriquecidos. Allí fue donde se perdió el sentido simbólico del vino en beneficio del puramente económico, causa por la que los dioses, enfadados por el mal uso que se hacía de lo que había sido durante siglos bebida espirituosa y simbólica, enviaron una plaga de filoxera que atacó virulentamente la vid, perdiéndose para siempre grandes extensiones de viñedos. 

Como puede observarse, el magnifico y saludable descubrimiento de la fermentación de la uva hace que se consuma vino, como debe ser, en abundancia. La historia más pequeña, esa todavía durmiente en los archivos, nos lo ofrece en forma de documentos casi insignificantes, casi inadvertidos. Y la otra Historia también, aunque sea por defecto. Vino bebían los reyes, los nobles y hasta los más pobres, libándose con frenesí en las hospederías públicas de pobres y peregrinos, en las tabernas… 

Vino, vinazo, vinacha, morapio nos conducen, inevitablemente, hasta al gran Francisco de Quevedo para recordarle, tanto en “El sueño del Juicio Final”, como en “El sueño del infierno”, arremeter contra los taberneros. 

La Medusa no arremete contra nadie. Se aposenta a la puerta de la taberna o al pie del paisaje horadado por las pequeñas bodeguillas familiares, lugares oscuros donde el vino madura en silencio y quietud, a esperar llegue el transporte en carros con sus bocoyes, con sus botos de pellejo, o en la corambre o en la pelleja de piel de cabra,  y tratar de gozarlo fresco, claro y acidillo asando en paz y compaña unas chuletillas al sarmiento o acompañarlo con buenos tallos de chorizo curados junto al fuego de las cocinas bajas.  


Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©


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