Septiembre
Septiembre
Ya
estamos en septiembre y no hace mucho, en la tarde de san Juan, dejé escrito en
esta misma página lo siguiente:
“Esta tarde, noche de san Juan, mientras
las miro, las hojas de las palmeras delante de la casa se han sacudido con un
golpe de viento la luz de media tarde, como si saliesen chorreando de un mar de
luz. Me he dado cuenta de que ya es verano. Por los mismos motivos, dichos y
redichos en años anteriores, el cuaderno de la Medusa Paca se entorna hasta el
mes de septiembre. Dios sabe lo que será mañana. Vale.
Y
aquí estoy, aquí vuelven a encontrarme ustedes, después de pasar los dos meses
de la canícula sin dar golpe en mi pequeño jardín entre saltamontes, avispas, murciélagos,
algún erizo flotando, calles levantadas, sin ver gente en pantalones largos y esperando
a que los pezones de los higos se hicieran almíbar. Me despierto del largo
sueño bajo la sombra de ese peral querido que sostiene la escalinata de la casa
que me ayuda a contemplar y distinguir la corbata roja de un petirrojo de las
alas doradas de un jilguero. Y, con las primeras lluvias, soy consciente de que
hay aludas en torno a mi peral anunciando el otoño.
Septiembre
se acerca a la cuba de vino, la prepara y la llena.
“Septiembre trae cerallos y sacude
las nogueras,
Aprestaba las cubas, podaba las
mimbreras,
Vendimiaba las viñas con hoces podaderas,
nin
dexava los paxaros
llegar a las
figueras.” (Libro de Alexandre)
Mes
que vuelve a igualar días y noches en el equinoccio, animado por la pasa de las
aves hacia los cuarteles de invierno y por los amables frutos de árboles y
huertas.
No lamento
ni un poco que llegue septiembre. Me apetece estar aquí cuando tengan su gota
de miel los higos, se triture el maíz y llegue la otoñada, esa primavera
cansada, a los pastos. A veces pienso, y creo tener razón, que mi veraneo es el
invierno.
En septiembre el aire pica ábrego. Huele a barbecho
calado. Y me hace sentir un bostezo, más que un bramido. Ha llegado septiembre
y con él asoma las orejas un verano herido de muerte; se agota el estío para
abrir la puerta a las chimeneas, los colegios y las energías de un otoño que
desnudará sus galas para dejar los bosques ligeros de velos con mantos de ocre
y carmín. La montonera ya madura en los Montes Sestercios riojanos, cuajando
las bellotas de roble y quejigo, gordas como las limusinas que han asolado los
rastrojos. Septiembre siempre trajo aires de membrillos y destetes de corderos
nacidos a finales de agosto. Los tractores ya han comenzado a tirar el abono para
sembrar en polvo y recoger en colmo. Septiembre acorta los días y aparecen los tímidos
rocíos. Y canta la sierra eterna con su berrea hablando de amores.
Las estrellas, ahora en septiembre, no saben dónde estarán
mañana. Nosotros podemos calcular una trayectoria, pero ellas no. Ellas resplandecen,
grandiosas, espléndidas, inocentes. Y aquí, junto al mar, es donde los
pescadores de la diputación murciana de Lo Pagan pierden la memoria cada
mañana. Por la noche se la limpian las mareas. Y el mar, ese Mar Menor todavía
guarda, de recuerdo, la última ola cariñosa de la temporada. Y después de una
eternidad de sol, silencio y polvo, han llegado las tormentas y los bañistas
han comenzado a marchar. Desde entonces hay una herida dulce en la médula de
los días y, de madrugada, una frescura compasiva. Se acabó. Otro verano para la
biblioteca de veranos antiguos. Silencio señores.
Texto y fotografías La Medusa Paca.
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