lunes, 23 de septiembre de 2019 in

Cepas y otoño







Cepas y otoño
“No hay que pasarse bebiendo
ni denegar una copa,
pues el vino no emborracha,
sólo daña quien maltrata
la verdad de cada cepa.”

Las cepas, las uvas, las parras, los zarcillos, las cubas, el mosto, el vino…fueron el encanto de mis otoños infantiles, seducción de una época que tuvo su encanto y que aligeraba esa atmósfera veraniega, densa hasta entonces, y adquiría una acuidad a través de la cual los sonidos eran casi dolorosos, punzando la carne como la espina de una flor.

A mediados de septiembre caían las primeras lluvias, anunciándolas el trueno y el súbito nublarse del cielo, con un chocar acerado de aguas libres contra prisiones de cristal. La voz de mi madre ¡¡¡ay, mi madre!!! decía: “Cerrad las ventanas y las puertas”, y tras aquel quejido agudo, semejante al de los vencejos cuando revolaban por el cielo azul sobre el patio, la lluvia entraba dentro de casa, moviendo ligera sus pies de plata con rumor rítmico sobre las losas de barro cocido de color almazarrón.

De las hojas mojadas de la morera, de la higuera, de la acacia y de la tierra húmeda de ese ruinoso patio, brotaba entonces un aroma delicioso que emergía de la contigua bodega, y el agua de la lluvia recogida en el hueco de mi mano tenía el sabor de aquel aroma, siendo tal la sustancia de donde aquél emanaba, oscuro y penetrante, como el del racimo ajado y aplastado de garnacha. Me parecía volver a una dulce costumbre desde lo extraño y distante. Y por la noche, ya en la cama, encogía mi cuerpo, sintiéndolo joven, ligero y puro, en torno de mi alma, fundido con ella, hecho alma también él mismo.

Los días, como hoy, se acortan por las tardes y, por las mañanas, empieza a comérselos la noche. Y los higos maduran con menos fuerza y el vino está ya en la uva que negrea y mulatea y se oscurece como los días. Todavía hace sol y los rayos atraviesan las hojas de la parra y le sacan algo de aroma y huele a moscatel, aunque la vendimia esté ya en sus comienzos. Dos mirlos pasaban la mañana comiendo uvas. Se sostenían gracias a los alambres de esa solitaria parra y picaban los racimos.
Algunas uvas caían al suelo y bajaban a comerlas. Se las servía la gravedad en bandeja. Al igual que hacían con aquellas ciruelas del huerto del abuelo, que las dejaban tiradas a medio comer y con la huella de la medialuna del pico, abandonaban todo el hollejo de la uva, comiéndose la mitad de la pulpa y se llevaban algunas semillas volando en el estómago. Las diseminaban por la orilla del barranco y de ellas nacieron esas parras silvestres de las cunetas que se llaman labruscas.


Las ramas de la nueva estación son hoy los sarmientos, y que parece que tienen siglos, ya no se desangran como en primavera cuando hacen charcos de savia dulce y clara en el suelo al podarlos. Los perros los muerden para beber esta agua de las cepas. Pero ahora toda el agua está en la uva y los sarmientos se han vuelto secos y ásperos como las manos de un campesino que, cuando los queme, darán un humo dulce.

Empieza el equinoccio de otoño en el que los días se igualan en duración con las noches en todas las latitudes de la Tierra. Doce horas de día y doce de oscuridad. Para cambiarle la dirección a esta luz, habría que ir al otro lado del mundo.

Ha empezado hoy, acaba de empezar y empieza como termina, el sol rojo y, el cielo y las nubes, rosas como el vino. Vale.

"Sí señor... el vino puede sacar
cosas que el hombre se calla;
que deberían salir
cuando el hombre bebe agua.
Cosas que queman por dentro,
cosas que pudren el alma
de los que bajan los ojos,
de los que esconden la cara.”

(El Vino, Alberto Cortez)

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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