Naranjas blanqueadas por una eléctrica nevada
Naranjas blanqueadas por una eléctrica
nevada
Solía recordarme mi abuelo Arcadio, quizá tomado de ese
Calendario zaragozano al que profesaba gran devoción, que en el calendario lunar
existían doce lunas, doce páginas del calendario lunario que marcaban la
sonoridad de la Naturaleza. Y que en el referente al mes de febrero señalaba a
su inconsistente luna como la del búho chico, del zorro y del sapo corredor.
No preocuparse y no impacientarse: iré colocando lo
sonoro de cada una en su mes correspondiente de tal manera que su musicalidad
nos alegre el mes.
Cualquier mañana nevada, cualquier despertar helado, ya
sean los del ayer del mes de enero o los que quedan por venir en los próximos
son y serán una fiesta, fiesta que siempre será anunciada, una vez más y
apremiadamente, por el más madrugador de la casa con ese protocolario saludo de
“Ven, mira”. Y todos, levantados y fielmente colocados delante del ventanal del
salón, veíamos caer esos copazos de nieve, como boinas y como confetis
inmaculados, cual caspa desprendida de la bóveda celestial de San Pedro.
Y la emoción crecía hasta tal punto que todos salíamos
gozosos de casa, cantarines, dispuestos a atravesar las peligrosas y heladoras
calles en pos de ese frío pupitre de escuela esperando a nuestra estufa para
ser calentado. La nieve era para nosotros niños párvulos como leves motas de
algodón que se posaban sobre nuestros abrigos para desaparecer al instante, y
era gracioso y sorprendente comprobar que el paraguas no se hacía preciso y
que, estando a menos dos grados, no hacía frío. Y en esa algarabía gozosa y con
el cuidado de no bajar la cuesta rodando o darnos un costalazo al deslizarnos
por las húmedas empedradas calles era un espectáculo cruzarnos con otros
ciudadanos, grandes, ancianos, los menos, y niños tan alegres como yo, que nos
lanzábamos miradas, gestos y sonrisas con los que nos comunicábamos, sin
palabras, la felicidad de compartir el fenómeno. “Está nevando”, nos decíamos
sin decir.
¡Qué alegría ver como nieva, qué gozo participar por las
calles ante el insólito espectáculo de la caída mansa de la nieve! Ya está la
alfombra tendida para que el zorro deje su rastro sobre la nieve mientras la
tierra duerme un sueño de muerte. Ya están los vagabundos preparados para hacer
crujir bajo sus pisadas los charcos helados de esas calles solitarias. Ya
empiezan a temblar el desnudo roble y la vestida encina. Y el cielo ha
comenzado a derrumbarse sobre la dehesa.
Nos hemos levantado y el tiempo se ha parado, pero las
agujas del reloj corren. Todo está detenido, en suspenso. Las casas parecen
haberse acoplado al paisaje. Un carro abandonado en el camino semeja un
esqueleto varado. Sólo el humo gris de las chimeneas revela algún signo de
vida. No afligirse, todavía quedan Hernández para engrandecer la helada y
trovadores para ensalzar el amor. Y, cuidado, todavía quedan entre torreones,
murallas o castillos monjes para entonar salmodias junto al huerto donde el
naranjo enhiesto resiste impávido el curso del invierno. Vale.
Tu corazón, una naranja helada
con un dentro sin luz de dulce miera
y una porosa vista de oro: un fuera
venturas prometiendo a la mirada.
Mi corazón, una febril granada
de agrupado rubor y abierta cera,
que sus tiernos collares te ofreciera
con una obstinación enamorada.
¡Ay, qué acometimiento de quebranto
ir a tu corazón y hallar un hielo
de irreductible y pavorosa nieve!
Por los alrededores de mi llanto
un pañuelo sediento va de vuelo
con la esperanza de que en él lo abreve.
Texto y fotografías La Medusa Paca.
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