miércoles, 22 de febrero de 2017 in

Los jardines se mueren de frío




El invierno es un cuadro de Francisco de Goya

Los jardines se mueren de frío

“Los jardines se mueren de frío;
en sus largos caminos desiertos
no hay rosales cubiertos de rosas,
no hay sonrisas, suspiros ni besos.
¡Como cae la bruma en el alma
perfumada de amor y recuerdos!
¡Cuantas almas se van de la vida
estas tardes sin sol ni luceros!” (Juan Ramón Jiménez)


Pasó enero y va caminando febrero entre temporales, ventoleras y, en algunos casos, fríos no propios de la región en la que ando instalado. “No hay mal que por bien no venga” dice el refrán. Y está siendo cierto. Los temporales, ventoleras, fríos y lluvias me han obligado a permanecer en casa, a leer y releer, a escribir y corregir lo escrito, a rebuscar en lecturas pasadas y a recordar, en la rebusca, a poetas y poesías que mucho tuvieron que ver con lo desapacible del tiempo, y es que la poesía y la vida son también tardes desapacibles de invierno, con sus luces y sombras, entre claroscuros nítidos y sonrojos de cuerpos encendidos. La que vieran poetas y pintores, músicos y artistas populares. Se hace tarde, la sopa de letras de la cena aguarda hirviente, como cuando esperábamos el son de Radio Nacional y aquellas caloríficas bolsas de agua caliente entre las heladas y maternales sábanas mientras el brasero de cisco y picón, encendido por la mañana, se va consumiendo bajo la camilla.

Es así la historia de las estaciones y de los mitos, también la de aquella gitanilla de Cervantes o la de Preciosa en el Romancero de Lorca, huyendo hacia la casa de los ingleses cuando San Cristobalón desnudo, “lleno de lenguas celestes”, quiere levantar su vestido para verla. Poesía y remedio de lo poético para el alma y el cuerpo. Todo en la constelación de una misma y sentida metamorfosis de la realidad mientras la invernada nos duele o arrebata, en el alma o en el cuerpo, se sensualiza o se disipa.

Es así el invierno en la poesía: doble y converso, con el alma refugiada en la tarde mientras el fuego frena el frío de la vida de la poesía pura de la grandeza de Juan Ramón. Es así la vida también, la que peregrina en la melancolía y la que resuelve la picaresca de aquel Siglo de Oro del que Quevedo es llamado a la modernidad. La una y la otra son tardes de invernada. La que vieran poetas y pintores, músicos y artistas populares, la verdad de lo que se aviva y la que también se enmarca en la vivacidad de una lluvia fina aún sin acabar hasta que aparece la claridad de las flores, la que se pintaba entre los desnudos de Tiziano y la que se hacía gloria de nostalgia en Chopin, la misma en uno que en otro, la misma tarde donde Juan Ramón Jiménez dejaba a los niños soñar con brujas que la de los aquelarres de Goya, la que semantizaba en pentagrama Mozart o la que se desprende del fabulismo y la gracia de aquella serranilla que luego fue Serrana en una cueva donde devoraba con su sexo a los hombres.
Para Juan Ramón Jiménez, en las tardes del invernal enero, “la nostalgia tristísima / arroja en las almas su amargo silencio”. Así, cae la noche, y “una lluvia menuda y monótona / humedece los árboles secos”. Y son las gotas de esa agua fina, su rumor, las que penetran hasta el fondo del pecho como niebla interior en los pálidos cuerpos del invierno que el poeta visualiza desde su poética impecable y nítida. Tal vez de aquellos “ojos sin lumbre” que acabaran en el destierro de una luz inundada por la tristeza de la noche helada. 

Para el poeta de Moguer, en las tardes de enero “los jardines se mueren de frío”, y “no hay rosales cubiertos de rosas, / no hay sonrisas, suspiros ni besos”. Es como si la melancolía obstaculizara la misión de los amantes, como si la naturaleza se refugiara en los sueños angostos de la luz sin luz. Como si los colores bajaran desde la humedad “sin lumbre del cielo”.

Esa lumbre de la melancolía, del alma y cuerpo sin lumbre, contrasta con el invierno de otro poeta, Francisco de Quevedo, quien nos muestra en un poema que se le atribuye a una fregona lavando por enero, “metida hasta los muslos en el río”. La poética picaresca de Quevedo, la más arrasadora de sus lumbres líricas, pone su acento en enero para que ardan los versos. Y un conde placentero y alegre le pregunta a la muchacha por el frío que pudiera padecer. Pero, ay, el frío aquí es de otra naturaleza, justo la que el poeta arranca de otras lumbres que arden: “Señor mío, / siempre llevo conmigo yo un brasero”.

La gracia, sentida y vigilante gracia del barroquismo sensual de Quevedo abre desde el frío un manantial del volcán de la poética. Y ese cierto hidalgo, alegre y placentero, “que era astuto, y supo dónde, / le dijo, haciendo rueda como pavo, / que le encendiese un cirio que traía”. Pero para el poeta, lo que hubiera sido un cuerpo pálido, un rumor de niebla, sin lumbre, una luz inundada de aquella tristeza antes velada por Juan Ramón Jiménez, sin suspiros ni besos, vive ahora, en el diálogo festivo de una lavandera, un sentido ardor de cuerpos que se calientan en el propio verso. Y la fregona dice entonces, “alzándose las faldas hasta el rabo: / Pues sople este tizón vueseñoría”. Vale.

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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