La huerta del Monacatus
La huerta del Monacatus
“¿No
ves el Soracte encanecido
por
la espesa nieve, y los bosques
agobiados
por su carga, y los ríos
detenidos
por el punzante hielo?
Disipa
el frío, oh Taliarco, alimentando
el
fuego con crujientes leños,
y
escancia de un ánfora sabina
con
generosidad un vino añejo”. (Horacio. Oda IX)
Los viajeros, en el anterior post, se quedaron
ascendiendo y descendiendo de la Casa del Parque y, después de darse un baño de
sensibilidad pedagógica basada en las nuevas tecnologías, salieron de la Casa
para, allí mismo, tomar la vereda, “senda de los frailes”, que conduce al
parque, huerta y jardín por el que han paseado monjes cultos y legos, novicios
o cantamisanos, jóvenes y maduros, reflexivos y tarambanas, eso sí, todos cultos,
hasta por aquí anduvo, paseó, reflexionó, cultiparló, y hasta puede que
conspirara, un tal Javier Arzalluz antes de ordenarse sacerdote-jesuita en la
contigua basílica de San Salvador.
El día seguía de encanto. Los cielos nos recibieron
despejados y las temperaturas altas, cosa inusual en esta época y por estas tierras
de pan, así que le dije a mi fiel esposa
que era mejor ir temprano, cuando el sol todavía se puede
desafiar desde la sombra de las encinas y la compañía más adusta de algún
quejigo.
Así que, en estas circunstancias, decidimos, nada
mejor, adentrarnos en la huerta del monasterio de San salvador. Huerta en la
que nada se amontona. Huerta con árboles de mil especies: castaños, tilos, frutales, encinas, coscojas y quejigos, viñas, en este
caso parras sueltas y como enredadas, heredades de pan y monte en el que los
pinos se mezclan con otras especies como hayas y fresnos, tomillares y matas aromáticas. Caminos de carros
perfectamente trazados, riachuelos confluyendo hacia los estanques que embalsan
toda el agua, que no es poca y fluye desde el manantial de Valdoso. Bancos
situados estratégicamente para descansar, esculturas religiosas
complacientemente distribuidas como graciosas protectoras de todo lo que en su
jurisdicción merodea. Hasta existen algunos pequeños y rimbombantes jardines, jardines escondidos que, como antesala a esas
grutas o ermitas rupestres del siglo XVI, excavadas en llamativos afloramientos
calizos, son eremitorios rupestres mandados construir por un tal Diego de
Liciniana, abab y fiel comendador de que la huerta se tapiara, cerrara o
amurallara. Caminos que suben, bajan y llanean. Sendas que
serpentean inundadas de esa luz que todo lo llena. Senderos embebidos en el
paisaje entero. Atajos para sentir la belleza. Trochas donde encontrar la
calidez contagiosa y ramales donde embriagarse con luminosas fragancias. 34
hectáreas son las que conforman este microcosmos donde nada, imaginamos, faltó
antaño: cereales, huerta y fruta, carne y leche en su vaquería, pescado de su
piscifactoría, leña de los bosques, hierbas medicinales y...
Ciertamente los viajeros quedaron asombrados por su
botánica, por sus bosques, ríos, montañas, cañones, cantiles y cortados que dan
cobijo a una comunidad faunística igualmente asombrosa tanto por su riqueza,
abundancia y excepcionalidad, que ha encontrado aquí su último refugio. Todo el recorrido, ahora lo comprendemos,
fue una isla de recogimiento en la que se pudo rezar, trabajar y estudiar.
Allí, viviendo la estricta clausura del monasterio,
descansamos. Allí imaginamos como los frailes, sentados en contemplación en este balcón
natural, atalaya del monasterio, abierto en medio de la espesura de bojes,
encinas y quejigos del mazo de Oña, miraban a los claustros y patios interiores
desde esta ventana como si fuesen las ventanas cotidianas de sus celdas.
El sol saliente, mientras nos acompañaba como un
fiel y sudoroso guía, fue acercándonos hacia la escalinata de la Iglesia de San
Salvador incendiándola con sus lenguas de fuego y dando a los hábitos blancos o
negros, que un día por allí subieron y bajaron, un fulgor de brasas en hora
sexta. San Salvador, con este centelleo, comenzó a salir de la penumbra y un
candelero de tres velas expuesto sobre el altar, frente al retablo mayor y de
estilo barroco intentó iluminar el arco que da paso a la capilla de San Iñigo
decorada con pinturas del cuñado de Goya francisco Bayeu.
Luego se nos hizo el silencio y un cartelón anunciador con las manos
entrelazadas de un monje se mostró hacia nosotros invitándonos a pasar a ese
interior islote de recogimiento religioso e inclinándonos ante él aceptamos la
invitación. Fue como un gesto de bendición, parecido al gesto con que agita el
hisopo con agua bendita. Dieron las doce
y las Edades del Hombre nos estaban esperando en esa hora del Ángelus. El
Monacatus hace tiempo que abrió y al entrar en él alguien que marchaba a
nuestro lado manifestó haber soñado ver, dentro de algún sepulcro del claustro,
la momia de un abad antiguo clamando "¡sacrilegio!", como en una
leyenda de Bécquer.
Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©
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