jueves, 11 de octubre de 2012 in

La huerta del Monacatus



La huerta del Monacatus


“¿No ves el Soracte encanecido
por la espesa nieve, y los bosques
agobiados por su carga, y los ríos
detenidos por el punzante hielo?
Disipa el frío, oh Taliarco, alimentando
el fuego con crujientes leños,
y escancia de un ánfora sabina
con generosidad un vino añejo”. (Horacio. Oda IX)

Los viajeros, en el anterior post, se quedaron ascendiendo y descendiendo de la Casa del Parque y, después de darse un baño de sensibilidad pedagógica basada en las nuevas tecnologías, salieron de la Casa para, allí mismo, tomar la vereda, “senda de los frailes”, que conduce al parque, huerta y jardín por el que han paseado monjes cultos y legos, novicios o cantamisanos, jóvenes y maduros, reflexivos y tarambanas, eso sí, todos cultos, hasta por aquí anduvo, paseó, reflexionó, cultiparló, y hasta puede que conspirara, un tal Javier Arzalluz antes de ordenarse sacerdote-jesuita en la contigua basílica de San Salvador. 

El día seguía de encanto. Los cielos nos recibieron despejados y las temperaturas altas, cosa inusual en esta época y por estas tierras de pan,  así que le dije a mi fiel esposa que era mejor ir temprano, cuando el sol todavía se puede desafiar desde la sombra de las encinas y la compañía más adusta de algún quejigo.


Así que, en estas circunstancias, decidimos, nada mejor, adentrarnos en la huerta del monasterio de San salvador. Huerta en la que nada se amontona. Huerta con árboles de mil especies: castaños, tilos, frutales, encinas, coscojas y quejigos, viñas, en este caso parras sueltas y como enredadas, heredades de pan y monte en el que los pinos se mezclan con otras especies como hayas y fresnos, tomillares y matas aromáticas. Caminos de carros perfectamente trazados, riachuelos confluyendo hacia los estanques que embalsan toda el agua, que no es poca y fluye desde el manantial de Valdoso. Bancos situados estratégicamente para descansar, esculturas religiosas complacientemente distribuidas como graciosas protectoras de todo lo que en su jurisdicción merodea. Hasta existen algunos pequeños y rimbombantes jardines,  jardines escondidos que, como antesala a esas grutas o ermitas rupestres del siglo XVI, excavadas en llamativos afloramientos calizos, son eremitorios rupestres mandados construir por un tal Diego de Liciniana, abab y fiel comendador de que la huerta se tapiara, cerrara o amurallara.  Caminos  que suben, bajan y llanean. Sendas que serpentean inundadas de esa luz que todo lo llena. Senderos embebidos en el paisaje entero. Atajos para sentir la belleza. Trochas donde encontrar la calidez contagiosa y ramales donde embriagarse con luminosas fragancias. 34 hectáreas son las que conforman este microcosmos donde nada, imaginamos, faltó antaño: cereales, huerta y fruta, carne y leche en su vaquería, pescado de su piscifactoría, leña de los bosques, hierbas medicinales y...


Ciertamente los viajeros quedaron asombrados por su botánica, por sus bosques, ríos, montañas, cañones, cantiles y cortados que dan cobijo a una comunidad faunística igualmente asombrosa tanto por su riqueza, abundancia y excepcionalidad, que ha encontrado aquí su último refugio. Todo el recorrido, ahora lo comprendemos, fue una isla de recogimiento en la que se pudo rezar, trabajar y estudiar.

Allí, viviendo la estricta clausura del monasterio, descansamos. Allí imaginamos como los frailes,  sentados en contemplación en este balcón natural, atalaya del monasterio, abierto en medio de la espesura de bojes, encinas y quejigos del mazo de Oña, miraban a los claustros y patios interiores desde esta ventana como si fuesen las ventanas cotidianas de sus celdas.  

El sol saliente, mientras nos acompañaba como un fiel y sudoroso guía, fue acercándonos hacia la escalinata de la Iglesia de San Salvador incendiándola con sus lenguas de fuego y dando a los hábitos blancos o negros, que un día por allí subieron y bajaron, un fulgor de brasas en hora sexta. San Salvador, con este centelleo, comenzó a salir de la penumbra y un candelero de tres velas expuesto sobre el altar, frente al retablo mayor y de estilo barroco intentó iluminar el arco que da paso a la capilla de San Iñigo decorada con pinturas del cuñado de Goya francisco Bayeu.

Luego se nos hizo el silencio y un cartelón anunciador con las manos entrelazadas de un monje se mostró hacia nosotros invitándonos a pasar a ese interior islote de recogimiento religioso e inclinándonos ante él aceptamos la invitación. Fue como un gesto de bendición, parecido al gesto con que agita el hisopo con agua bendita. Dieron  las doce y las Edades del Hombre nos estaban esperando en esa hora del Ángelus. El Monacatus hace tiempo que abrió y al entrar en él alguien que marchaba a nuestro lado manifestó haber soñado ver, dentro de algún sepulcro del claustro, la momia de un abad antiguo clamando "¡sacrilegio!", como en una leyenda de Bécquer.  

Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©

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