LA PALA
LA PALA
“Buscar aquello que fuimos entre la niebla que se extiende por la
geografía del silencio. Entre paredes que ya no son, y árboles que se sumergen
debajo del agua. El atlas de la vida reconvertido en un fugaz espasmo del
pasado. Pasado reconvertido en nieve.” (Ángel Silvelo Gabriel)
El otro día,
con los primeros copos de febrero, escuché y hasta participé de la conversación
que mantuvieron Fulgencio Jiménez, pequeño filósofo rural, y Matías Fraile,
eterno aprendiz de erudito, resguardados bajo los soportales de la Casa
Consistorial gravaleña y protegidos, mientras la nevasca se adueñaba de la
calle, por esa lapida romana del Siglo II, de algo más de un metro de largo por cuarenta centímetros de
ancho y con la siguiente inscripción, prácticamente ilegible, que dice: D.M.
POSNET NEPTAES SERGIA MATER (A los Dioses Manes Puso (esta lápida) a Neptaes
Sergia su madre). Encima de la inscripción se contempla, algo difuso, una
especie de busto tosco, borrado por el tiempo de la arenisca milenaria:
-
La nieve
revela la verdadera naturaleza de los hombres- sentenció Fulgencio.
-
¿Cómo es
ello?- inquirió, quisquilloso, casi ofendido, Matías.
-
Hay dos
clases de seres humanos: los que se quejan al ayuntamiento porque no retiran la
nieve que les impide salir de casa o circular con el coche y los que agarran su
pala y abren veredas en la nieve.
-
Te olvidas
de un tercer grupo.
-
¿...?
-
Los que
aguardamos tranquilamente a que la nieve se regale.
Fue ésta una
conversación de un día de nieve en las Tierras Altas de La Rioja donde las
moscas blanquecinas, esas que se
asoman tímidamente, como visita vergonzosa, por segunda vez este invierno, a la
altura del Carrascal de Villarroya. Esta temporada la nieve se insinuó con tímida
presencia por sus caminos, calles, andurriales y altozanos por lo que las
chácharas, también, han sido escasas.
Las fotografías de esta nevasca en torno a
la candelaria me suscitan un fuerte contraste con el recuerdo de las parvas
tendidas del ardiente verano, en las que crujía la mies al paso de los trillos
y el de esos humildes gorriones, tan cercanos y familiares haciendo sus nidos
en las paredes, ahora derrumbadas la mayoría, y que, tiritando, se cobijaban
bajo las primitivas teinadas de bardas de carrasca. La desaparición de todas
estas costumbres y tradiciones fueron la señal de que en los pueblos sólo queda
el invierno como su seña de identidad, demostración patente de que el único
elemento fiel de las Tierras Altas es la nieve, además de las picarazas, alondras,
cogujadas y algún vencejo u hocete, gorriones y, por supuesto, los
recuerdos.
Diré, por último, que siempre llamó mi atención
la sensación de silencio y la abrumadora soledad de estos blancos días en estos
desolados parajes de mi aldea. Es imposible no acordarme en este punto de
aquellas “guerras” infantiles a bolazo limpio en los patios de esa mi escuela primaria
durante el recreo y del humo del “Horno-tahona”, cercano y caliente, de la tía Claudia.
Ahora me envuelve la nostalgia de no contemplar perros retozando en la nieve, de
no poder admirar a esas queridas mujeres amasando y cociendo el pan ni las
travesuras de esos niños construyendo en los ventisqueros trampas jocosas para incautos. Vale.
Nieve pequeña, noche blanca, luz que tirita.
Texto La Medusa Paca; fotografías cortesía de una amistad.
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