¡Ay septiembre!
¡Ay septiembre!
Por septiembre
se te llenan de sótanos los labios
y es relativo el cielo
después de haberte visto preguntarle a la
vida.
Pero también el cielo,
arrugado y preciso
como tu cazadora adolescente,
quiere estar entreabierto,
brillar recién amado,
descansando en la hierba
el peso de su larga cabellera de nubes.
Por septiembre
se te llenan de humo los síes en la boca. (Luis García Montero)
Ahora que ando por tierras murcianas siento
que septiembre huele a lluvia, a higos y también a uvas. Siempre, estando aquí
o allí, recordaré a septiembre como ese dulce racimo de uvas agarradas al
sarmiento y colgadas de la cepa a punto para ser vendimiadas.
Septiembre es el silencio del bosque y la
caída de las primeras hojas. Es tiempo de que, en los prados solitarios y
abandonados de los pueblos, broten ya los espantapastores, que anuncian la
trashumancia. Conozco y en alguna ocasión me detuve a contemplar los
espantapastores, esas flores de color violeta claro, de hojas finitas y
sueltas, que aparecen entre los meses de septiembre y octubre en los montes de
los pueblos riojanos.
Septiembre es el mes cuando se adelanta el
tempero para que los arados salgan a la barbechera.
Septiembre es el sol que hace madurar el
membrillo. Por septiembre, dice el poeta Luis García Montero, se te llenan de
humo los síes en la boca.
Septiembre es la vuelta a casa, el regreso
al tajo, el perezoso reencuentro con la concurrencia. Todo vuelve a empezar, también
el morral de las promesas. Empieza el nuevo curso cuando los niños estrenan o
heredan mochilas de colores, aunque estas estén nuevas o ajadas. Todavía
recuerdo cuando en mi pueblo se abría la escuela por septiembre, después de la
Antigua que era el día cuando se cerraba el año agrícola y comenzaba la
algazara, aplazando escuchar desde las afueras del patio de la escuela el
monótono recital de la tabla de multiplicar. Es de alegría que allí aun pueda empezar
todavía el curso porque hay maestros. Es una gran alegría la de aquellos
pueblos en los que además de oler a pan los niños juegan en el patio de la
escuela.
Es septiembre, cuando los pequeños pueblos
vuelven a encerrarse en sí mismos, cuando la soledad y el silencio envolverán
el caserío y cuando sólo se oirá el rumor de los caños de la fuente en la plaza.
¡Ay septiembre! Ahora que tránsito por tierras marinas
no me queda otra cosa que salir al borde de la playa para aguardar la luna
llena, que no se me escape y pueda hacerme un guiño cuando aparezca por detrás
de la palmera mas copuda y redonda del cercano vetusto castillico, para poder admirarla
mejor desde la costera. La luna, aquí y allá, siempre ha sido de natural muy
coqueto. Ver asomar la luna en soledad y en medio o en la orilla del mar es
algo que debe hacerse. Es adictivo.
Ayer, en la víspera de La Antigua, pensaba yo en
repetir experiencia, pero el horizonte me avisó: primero se esfumó, acabando luego
por borrarse. Lo que se acercaba era otra cosa: era la tormenta y esperé verla
avanzar echando su cortina, sus velos en capas, sobre la línea difuminada de La
Manga. Y después sobre huertas, naranjales, montañas de sal, esparteras,
romeros y retorcidos tamarindos hasta posarse sobre ese hermoso molino salinero,
nada imaginario. Y embestir con violencia contra todo y en especial contra las palmeras,
agitándolas como si estuvieran poseídas. Llegó el agua. Los cielos se rasgaron y
por sus costuras comenzó a borbotear agua como nunca yo había visto. Todo era
un quebranto, todo indefensión. Ruidos atronadores y telúricos se apoderaron de
los cielos. El trueno fue un retumbar mantenido y los chispazos de los rayos se
extendieron en fulminante verticalidad metiéndome
el miedo en el alma. ¡Ay septiembre!
Texto y fotos La Medusa. Copyright ©
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