lunes, 7 de septiembre de 2015 in

¡Ay septiembre!







¡Ay septiembre!

Por septiembre
 se te llenan de sótanos los labios
 y es relativo el cielo
 después de haberte visto preguntarle a la vida.
 Pero también el cielo,
 arrugado y preciso
 como tu cazadora adolescente,
 quiere estar entreabierto,
 brillar recién amado,
 descansando en la hierba
 el peso de su larga cabellera de nubes.

 Por septiembre
 se te llenan de humo los síes en la boca. (Luis García Montero)

Ahora que ando por tierras murcianas siento que septiembre huele a lluvia, a higos y también a uvas. Siempre, estando aquí o allí, recordaré a septiembre como ese dulce racimo de uvas agarradas al sarmiento y colgadas de la cepa a punto para ser vendimiadas. 

Septiembre es el silencio del bosque y la caída de las primeras hojas. Es tiempo de que, en los prados solitarios y abandonados de los pueblos, broten ya los espantapastores, que anuncian la trashumancia. Conozco y en alguna ocasión me detuve a contemplar los espantapastores, esas flores de color violeta claro, de hojas finitas y sueltas, que aparecen entre los meses de septiembre y octubre en los montes de los pueblos riojanos. 

Septiembre es el mes cuando se adelanta el tempero para que los arados salgan a la barbechera.
Septiembre es el sol que hace madurar el membrillo. Por septiembre, dice el poeta Luis García Montero, se te llenan de humo los síes en la boca. 

Septiembre es la vuelta a casa, el regreso al tajo, el perezoso reencuentro con la concurrencia. Todo vuelve a empezar, también el morral de las promesas. Empieza el nuevo curso cuando los niños estrenan o heredan mochilas de colores, aunque estas estén nuevas o ajadas. Todavía recuerdo cuando en mi pueblo se abría la escuela por septiembre, después de la Antigua que era el día cuando se cerraba el año agrícola y comenzaba la algazara, aplazando escuchar desde las afueras del patio de la escuela el monótono recital de la tabla de multiplicar. Es de alegría que allí aun pueda empezar todavía el curso porque hay maestros. Es una gran alegría la de aquellos pueblos en los que además de oler a pan los niños juegan en el patio de la escuela. 

Es septiembre, cuando los pequeños pueblos vuelven a encerrarse en sí mismos, cuando la soledad y el silencio envolverán el caserío y cuando sólo se oirá el rumor de los caños de la fuente en la plaza.
¡Ay septiembre! Ahora que tránsito por tierras marinas no me queda otra cosa que salir al borde de la playa para aguardar la luna llena, que no se me escape y pueda hacerme un guiño cuando aparezca por detrás de la palmera mas copuda y redonda del cercano vetusto castillico, para poder admirarla mejor desde la costera. La luna, aquí y allá, siempre ha sido de natural muy coqueto. Ver asomar la luna en soledad y en medio o en la orilla del mar es algo que debe hacerse. Es adictivo.

Ayer, en la víspera de La Antigua, pensaba yo en repetir experiencia, pero el horizonte me avisó: primero se esfumó, acabando luego por borrarse. Lo que se acercaba era otra cosa: era la tormenta y esperé verla avanzar echando su cortina, sus velos en capas, sobre la línea difuminada de La Manga. Y después sobre huertas, naranjales, montañas de sal, esparteras, romeros y retorcidos tamarindos hasta posarse sobre ese hermoso molino salinero, nada imaginario. Y embestir con violencia contra todo y en especial contra las palmeras, agitándolas como si estuvieran poseídas. Llegó el agua. Los cielos se rasgaron y por sus costuras comenzó a borbotear agua como nunca yo había visto. Todo era un quebranto, todo indefensión. Ruidos atronadores y telúricos se apoderaron de los cielos. El trueno fue un retumbar mantenido y los chispazos de los rayos se extendieron  en fulminante verticalidad metiéndome el miedo en el alma. ¡Ay septiembre!

Texto y fotos La Medusa. Copyright ©

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