martes, 6 de enero de 2015 in

El hurto de una ilusión





El hurto de una ilusión

Eran los días de enero, siempre en enero, entre los días 2 y 8 y fundamentalmente en días nevados. Eran los días de mi niñez, en tardes estrelladas y noches de muchas estrellas, cuando acompañaba a mi padre, ¡ay mi padre!, a recibir el ganado, a apartarlo, echarles de comer, poner a las crías junto a sus madres para que se amamantaran. Era sorprendente ver como mi padre conocía cada cría, llamaba por su nombre a las madres, no se equivocaba, y éstas acudían a su llamada. Me gustaba presenciar estas labores camperas-ganaderas y disfrutaba. Me sentía con calor: el vaho bovino era la mejor fuente de calor invernal en la corraliza, no teníamos otro y, además, me gustaba el olor a establo y sentir esa especial sensación cuando los balidos de los corderillos intuían la presencia de sus madres.

Creo recordar que alguna vez me dijeron que, dentro de esa piara a la que tanto amaba, había algo así como seis cabezas, con sus respectivos nombres, embrión de un incipiente rebaño, que me las regalaron al nacer y que, por tanto, eran mías. Llegué a sentirlas como tales, así me lo hicieron creer y, como tantas otras cosas, todo quedó en un engaño y en una gran desilusión. Nunca pude formar esa manada deseada, ésta también me lo hurtaron, ¡qué más da!, si al pensar en el corral sólo me queda el sereno, el firmamento y esas noches de enero, noches de muchas, de infinitas estrellas, destilando el hielo por cada una de sus puntas. Y es que mi ilusión quedó congelada. 

También recuerdo que, al salir a la intemperie del corral, me gustaba contemplar la luna y la inmensidad de estrellas y allí, rebozado en frío, escuchar los balidos, ver descender el frío desde lo alto de bóveda celeste, que en su oscuridad, también brillaba, y tomar conciencia con ojos absortos de niño sin dejar de mirar pasmado hacia lo alto de lo que, con su egoísmo, no quisieron que fuera.

En esas noches de muchas estrellas destilando el frío, al mismo tiempo que la escarcha descendía desde cada una de sus titilantes puntas, haciendo llegar su gélida caricia a mi cara de niño que iba de la mano de su padre a recibir el ganado que llegaba envuelto en atropellados balidos de ovejas que venían y de corderos ansiosos que aguardaban a sus madres.

Sé que todo esto es la verdad, verdadera, de mi infancia y que es en estos días cuando más me alcanza esa verdad. Me queda mi niñez y esa no me la puede hurtar nadie, aunque lo hicieran con esas seis cabezas de ganado ovino que, dicen, me regalaron cuando apuntaban mis primeros días. Es cierto, me quedan mi inquebrantable niñez, mis creencias, mis ritos y mis fes perdidas. Y es que aún no han logrado borrarme por completo de los ojos aquello que yo escuché decir me pertenecía en las noches de infinitas estrellas de mi infancia. Vale.

Texto y fotos La Medusa. Copyright ©

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