El verano de mi pueblo
Acabo de encontrar traspapelado, arropando la
fotografía de la era, este poema de Manuel Machado y, partiendo de él, deseo que La Medusa Paca hoy
inicie esta añoranza que le embarga: “El verano de mi pueblo”- Grávalos-. Se
trata de evocar aspectos de un verano cualquiera, siempre disfrutado en
vacaciones y con cierzo en el alma.
Frutales
cargados.
Dorados
trigales…
cargados.
Dorados
trigales…
Cristales
ahumados.
Quemados
jarales…
ahumados.
Quemados
jarales…
Umbría
sequía,
solano…
sequía,
solano…
Paleta
completa:
verano.
completa:
verano.
El verano de mi pueblo
Pasó el reinado de la aulaga, aquella que, con la llegada de la primavera,
se hizo dueña y señora del paisaje rural y por tanto de mi pueblo. Pasó su
característico color amarillo verdoso invadiendo las cunetas, las medianas de
las carreteras, cuando éstas no estaban asfaltadas, las lindes entre cultivos y
todos esos territorios de frontera entre lo rural y urbanita.
El sembrado ya es rastrojo. Comienzan a
perderse las codornices. El zureo de las tórtolas es menos fresco. Las zarzamoras,
a la otra orilla del barranco, camino del Estrechuelo, deslían sus florecillas
malvas en el ribazo y el espliego, allá por Hongañón, pierde a diario el morado
de su cabeza. El viento es seco y duro y, si es bochorno, abrasa. Los caminos
son polvorientos. Ni a la luz primera o a la brisa última del atardecer se harán
transitables. Polvo y dureza en el campo. Reina lo duro. La paja reseca. El
verde se defiende mal. Al centro del día el campo se queda mudo. Tal vez la
chicharra. Que no se sienta un arroyo que el campo entero se volcará de sed.
Tanta tiene. Hay que dejar que el sol se desfogue y buscar la sombra, el
sosiego, la penumbra en las bodegas frescas y las entradas silenciosas y
frescas cubiertas en su entrada con cortinas de lona. Hasta la luz de la luna parece fría como el agua que mana mortecina de
la fuente “del agua dura”. Pero la era sigue su rueda al trote cansino de los machos.
Crujen los trillos, salta la gavilla, dormitan los gañanes. Al atardecer y al primer
aviso del cierzo levantado, ya están aventando. El labrador, el aviento y el viento hacen
cada uno lo suyo y el grano cae. Luego henchirá los graneros, se repartirá,
tornará a caer en el surco, será miaja, caña juncal, hoja ancha. Será espiga y
pasto de era.
El calor es tremendo. Llega a todas
partes y es huésped de las profundidades de las casas. No perdona lugar ni
ocasión. Tiene las horas empapadas. Azota el campo y tumba las gavillas,
dándole una doliente belleza al sembrado erguido, señalando su huella con un
poco más de sequedad , venciendo un poco más la madurez. Se humillan las espigas
y piden la hoz para el descanso sobre la tierra que ya no les puede dar nada.
Vienen los acarreadores y van cargando las gavillas en el carro.
De madrugada, que es la hora del
acarreo, cuando pastan los ganados. Se siente el mordisqueo de los mulos y los cencerros perdidos saliendo de la dula. Se anuncia el día, quebrando el cielo un
filillo lívido. El calor sigue posado, inmenso sobre la tierra. Cuando
amanezca, correrá un airecillo sin espigas que acariciar.
Mañana el granero se
hinchará otro poco y la tierra se ofrecerá desnuda al sol para que la
purifique. Y me retiraré a tomar el agua, esa que mal huele pero que sana, al
balneario recién estrenado y a sosegarme a la sombra de la acacia centenaria
que, también un día, era verano y al mediodía, fue hendida por un rayo.
Acérquense a disfrutar. Grávalos comienza a ser una
alberca que engancha, atrae, deslumbra, y maravilla. Este querido pueblo dejó de ser pozo
hondo y oscuro, donde nada llegaba. Ahora la alegría ya apunta.
Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©
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