miércoles, 13 de febrero de 2013 in

El Accidente



El Accidente


El accidente, ese es el rótulo con el que se anuncia una carpeta que La Medusa Paca se ha encontrado intentando desempolvar su archivo. Ese anuncio, escrito a lapicero sobre la etiqueta pegada en la carátula del archivador atado con dos lazos de cintas rojas, me ha conducido hasta el clasificador y ha permitido encontrarme con una revista semanal del día 20 de septiembre de 1958, número 103, que se vendía en los kioscos al precio de tres pesetas y en su mancheta aparecía con el título de Sábado Gráfico. Dentro de ella, y dobladito, el número 333 de un semanario de sucesos titulado “El Caso” de 29 de septiembre, también de 1958. El primero tituló lo que les voy a narrar con el fatídico encabezamientotítulo de “La muerte regresó de vacaciones. El segundo y en su portada lo hacía de esta manera “Murieron diecisiete personas”.

Aquella tarde La Medusa, con sus doce años, estuvo allí. Fue un jueves 11 de septiembre a las siete y pico de la tarde cuando en el reducido espacio de un cruce de caminos que todos los lugareños conocemos como “El puerto”, todo se llenó de angustia, pesadumbre, inquietud y tristeza. Grávalos aquella tarde estaba en fiestas, ¡qué paradoja!, la fiesta de Acción de Gracias. Fiesta común que los pueblos agrícolas eligen cada año para conmemorar el término de las faenas agrícolas.

Creo recordar que, por aquellas fechas, Grávalos no tenía teléfono, la luz llegaba con esa intensidad propia de candil y el único medio de comunicación con la capital y ciudades cercanas no era otro que ese autobús que iba llenar a la villa, al vecindario de toda la comarca del Río Alhama y a todos los pueblos de La Rioja baja y de la Ribera navarra, de dolor, muerte y desgracia.  El lugar fue el espacio reducidísimo de “el puerto”, parada obligada de recogida y dejada de viajeros, después de salir de Arnedo, cruzar  Turruncún, Minas de Villarroya y llegar a Grávalos, descargar o cargar y continuar hacia Cervera del Río Alhama y hasta Cornago después de pasar por Rincón de Olivedo e Igea.

El autobús, matrícula de Navarra 6.381, perteneciente a Automóviles Río Alhama, sociedad anónima, era conducido por su conductor habitual José Mª Hernández Fernández que llevaba por ayudante o cobrador al también conocido Leandro. 

Cuentan que la primera parte del trayecto, desde Arnedo a Turruncún, se hizo sin novedad, todo era contento. Se hablaba de la recolección de la cosecha, ya terminada, de los festejos no terminados en Grávalos y a punto de comenzar en Cornago y hasta de las próximas y cercanas fiestas mateas de la capital. Iba declinando la tarde cuando el autobús tomó el descenso desde la parada habitual de las minas de Villarroya  y justo en el kilómetro 22 se encaminó en el descenso de la cuesta del puerto y, abajo , tras la pendiente muy pronunciada de medio kilómetro,  se advertían las casa pardas de la villa y sus rojos tejados y, en el centro, la torre de la iglesia parroquial, como queriendo enterarse de todo y hasta se percibían en lo alto las estelas de humo y chispas entre ensordecedores estampidos los cohetes que anunciaban el final de las vaquillas y el comienzo de los bailables en la plaza. Y entre chirigotas, donaires, bromas y risas el vehículo comenzó a deslizarse por la pronunciadísima pendiente. El autobús realizó un giro violento y extraño y desde la baca se desprendió  a la carretera un gran cajón, era el baúl del caramelero en cuyo interior, además de caramelos y otras chucherías, contenía todos los petardos y cohetería que debían alegrar las fiestas de Cornago a las que iba destinado. 

Comenzó el desconcierto y apareció el pánico y el terror se apoderó del pasaje: el cobrador y otro pasajero se arrojaron al exterior; un guardia civil, que  viajaba en misión oficial desde Logroño a su destino en el último asiento, comprendiendo que su deber era llevar la calma a los viajeros, abandonó su asiento y comenzó a pedir calma y serenidad desde el centro del vehículo a sus compañeros de viaje.
No hubo forma de que el conductor se hiciese con la dirección del autobús, no lograba evitar los bandazos escalofriantes que el vehículo daba, la velocidad aumentaba vertiginosamente y la curva de entrada a la villa de Grávalos estaba allí como un torrente. 


Los gravaleños, la Villa, por aquel entonces, contaba con seiscientos habitantes, afluían desde el frontón, pequeña plaza de toros de pueblo cerrada con carros, en el que habían tenido lugar las vaquillas de la tarde. Mozos y mozas, niños y adultos, todos íbamos saltando mientras sonaba la música y los cohetes, bombas y morterillos surcaban los aires como si fuesen la continuidad bulliciosa de las fiestas. El choque fue inevitable. El edificio situado al lado izquierdo de la alcantarilla donde intentó el conductor empotrarlo no resistió, no pudo parar esa enloquecida carrera y surgió la tragedia. Aterrorizados y a los gritos de ¡fuera, fuera, fuera!, los vecinos huíamos en todas las direcciones mientras el autobús se empotraba en el muro maestro de la casa señalada con el número 21 de la entonces calle del Villar. Toda ella crujió de arriba abajo, desmantelándose por completo y sepultando casi completamente la parte izquierda del vehículo con los enormes bloques de escombros que desde el tejado a los cimientos se desprendieron precipitándose sobre el techo, donde quedaron encerrados en una trampa mortal cuarenta seres infelices, cuyos gritos de dolor quedaron ahogados entre la nube de polvo y la involuntaria explosión de parte de otro cargamento de cohetes con destino a las fiestas de los pueblos de la ruta.

Eran las siete y media de la tarde. Hubo un silencio angustioso. Los vecinos de Grávalos, que habíamos huido en todas las direcciones, reaccionamos con humanidad y nos precipitamos en auxilio de las víctimas encerradas en el interior del vehículo, aplastado, hundido bajo una montaña de escombros, mientras alrededor se esparcían maletas, cestos, garrafas, bultos, cajones y prendas de ropa, zapatos y otros mil objetos de la pertenencia de los viajeros.

Y, de repente, se arrancó la tormenta meteorológica y comenzó a llover. Todo se volvió intempestivo y angustioso. Y comenzaron a llegar autoridades, facultativos, bomberos, guardia civiles, enfermeros y cientos de ciudadanos propios de Grávalos y, al pie de la casa derribada o mejor hundida en toda una parte,  y donde milagrosamente salvaron sus vidas, surgieron del edificio, enloquecidos por el pánico, los propietarios, cuyos dos pequeñas hijas habían sido levantadas minutos antes de dormir la siesta en una cama destrozada por enormes bloques de piedras, adobes  y ladrillos y una veintena más de personas que en ella se encontraban tomando ese refresco propio del tiempo y de las fiestas. 

Y producto de la tormenta se marchó la luz y todo quedó oscurecido y en silencio, únicamente roto por el estruendo de los truenos.


Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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