martes, 9 de abril de 2013 in

El Herrador



El Herrador


En mi pueblo no hay Plaza de Herradores, aunque si se herraba en pleno centro del pueblo y a una orilla de la Plaza de José Mª Fraile. Allí, a la entrada de la calleja que conduce a la balsa de la fuente, estaba situada la fragua del “tío Olegario”, ese que era al mismo tiempo y en el mismo espacio herrero y herrador, y hasta alcalde de la Villa. 

De niño he visto herrar y hasta he ayudado a ello, bueno, a sujetar a los machos, así llamábamos y llaman a los mulos en mi pueblo, tirando de su ronzal mientras contemplaba cómo el herrador manejaba los pujavantes, el singular martillo de herrar, la tenaza cortacascos, para, posteriormente, colocar las herraduras, recién salidas de la fragua y todavía rusientes, en los cascos del mulo haciéndole una perfecta pedicura.  


Ahora mismo con este recuerdo, la plaza de Grávalos, vuelve fugazmente a ser lo que era en el siglo pasado y anteriores, fundamentalmente cuando Grávalos tenía 230 vecinos y  1.120 almas. Ésto fue allá por 1830.
Ahora mismo contemplo el lugar en el que el herrador colocaba su banco bajo las caballerías y hasta imagino a centenares de mulos, mulas, asnos y algún caballo pasearse a sus anchas por las calles Justino Pérez, Cantón, Carrera y Argelillo y salir por la calle Portales hasta las afueras, gozosos de haber sido herrados por el “tío Olegario”. 

Tras los caballos, estrenando nuevas herraduras, he imaginado la comitiva de unos cuantos paseantes, hoy turistas venidos de fuera a sanarse en las aguas minero-medicinales de ese balneario eterno en su inauguración, perplejos, a los que la procesión les puso cuerpo de jota. Es como si quisieran homenajear a los herradores, expertos en oficios prácticamente perdidos. ¡Qué plástico sería organizar en la plaza trillas tradicionales, una concentración de afiladores, tintoreros, esparteros, seroneros, silleros, panaderos haciendo pan, algún cuenta cuentos y recitador de coplas y guarnicioneros  trabajando las guarniciones aunque éstas no estuviesen engastadas de oro y plata asentando y asegurando piedras preciosas y sí de latón dorado que son los engarces que conoció La Medusa! Y todo ello amenizado  por esa habanera del Maestro Arancibia que no es otra cosa que el himno oficial de todos los herradores al mismo tiempo que, entre los asistentes, se repartía abundante vino y cacahuetes bien tostados y mezclados con unas olivas de las de antes y del terruño. Y como las herraduras dan suerte, era emotivo ver toda la plaza sembrada de ellas para que los nativos y foráneos las cogiesen y volviesen a tirar por su espalda, como ordena la vieja tradición supersticiosa. Y así recuperar éste rincón de la villa por una mañana convirtiéndola en el ombligo del mundo. 


Cuando La Medusa tuvo noción de que el “tío Olegario” moldeaba herraduras y acariciaba crines y lomos de cuadrúpedos había en Grávalos dos fraguas. Hoy la imagen de esos yunques sólo existe en el recuerdo del herrador que encontró en el ámbito agrícola el espacio ideal para desarrollar su oficio.

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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