jueves, 4 de abril de 2013 in

El Centro Rural de Higiene



El Centro Rural de Higiene 


Antes de ponerme a escribir sobre el médico rural trato de recordar el homenaje que se le tributó en Potes al médico rural. Merecido homenaje. Es un monumento. Se trata de un hombre a caballo, azotado por el viento, sosteniéndose el sombrero sobre la cabeza, acudiendo a alguna urgencia, a pesar del temporal. Es la imagen del médico que yo recuerdo sucedía en mi pueblo esforzándose por atender a los enfermos en un tiempo en el que la salud sólo se fiaba a la sangría con sanguijuelas. Así recuerda La Medusa cómo se ejercía la profesión de médico rural en Grávalos. Así se lo imagina: de noche, bajo la ventisca, intentando pasar el puerto para visitar a sus enfermos en la casa y obligando a sacar la lengua a esos hombres rudos de campo y pueblo. Y es que, entonces, una pulmonía simple podía llevarte al seno de Abraham y él no se sentía capaz de impedirlo.


Recuerdo que cuando alguien se ponía malo en el pueblo, ya fuera un retortijón de tripas, una subida de la calentura, un cólico miserere, un dolor en el costado, un parto, una hemorragia, el habitual mareo del abuelo, un “paralís”, una caída de la caballería, una coz, la mordedura del perro, la picadura de una víbora, un brazo quebrado, un espigazo en el ojo, la erisipela, unas fiebres de malta, una infección de orina, la difteria, el sarampión, la inapetencia de los niños, la tosferina, unas anginas, el catarro que se agarra al pecho y que no salía ni con aquellos parches Sor Virginia y ventosas o un ataque agudo del reúma que dejaba al que lo sufría cojitranco, se acudía a la casa del médico a cualquier hora del día o de la noche, tanto los días de hacer como, en caso de especial apuro, los días de fiesta. El médico, lo mismo que el cura, estaba siempre disponible. Eran las dos personas más respetadas y veneradas del pueblo. No era infrecuente que trabajaran al alimón. Cuando el caso era de cuidado, y más si descubría con su ojo clínico, después de observar y auscultar al enfermo, que era un caso perdido, el médico solía aconsejar en voz baja a una familiar, aunque fuera a altas horas de la madrugada y él fuera algo descreído: “Avisad al señor cura” y "Viático al canto". “¡Ay Virgen Santísima del Humilladero!”, suspiraba la familiar. Y así, cuando salía uno de la casa con su pequeño maletín de cuero, que contenía el fonendoscopio, el aparato de la tensión, el termómetro y el botiquín mínimo de primeros auxilios, entraba el otro con la estola morada y los santos óleos, portados por el monaguillo, para proporcionar al enfermo los postreros auxilios espirituales con el santo Viático.

Sumergido de lleno en la vida rural, podías encontrártelo también al caer la tarde sentado ante una mesa con tapete verde dispuesto para la partida de guiñote, de tute, de mus o de rabino, a la que no solían faltar el cura, el secretario, el maestro, el veterinario, el boticario o el cabo-comandante de puesto de la guardia civil, en un ambiente de franca camaradería.

Mientras estos beneméritos personajes permanecieron en los pueblos, los pueblos siguieron vivos. Su marcha aceleró el gran éxodo rural. A los pueblos los mataron cerrando las escuelas y despachando al médico, instalándolo en un frio, lejano y funcionarial consultorio de batas blancas. Esto es lo que lleva a La Medusa a reflexionar que, entre la España oficial y la España real, está abriéndose una peligrosa sima. Eso creo. Y empieza a ser peligroso, sobretodo tratándose del “miserere”.

Déjenme, en fin, que rinda hoy un sentido homenaje a los médicos de mi pueblo que conocí y con los que conviví, con algunos más que con otros. Un recuerdo especial para don Roberto de Castro Ruiz, agnóstico, masón y republicano, ese que atendió a mi madre en el parto, un parto normal por lo visto, a la luz de un quinqué y es que en mis tiempos las madres parían en las casas, creo que le debo la vida y al que siempre recuerdo en los fríos días de invierno tapado con esa capa azul marino que imponía; también a don Rufino Melgosa, una de las mejores personas que he conocido en mi vida; a don José Antonio, vigoroso y taurino personaje salmantino, que atendió a mi abuelo materno a cruzar el umbral de la muerte; a Luis Pérez Baldeón, vallisoletano de pro, humanista y gran pintor, del que tanto aprendí, y con el que pasé ratos increíbles al parar en nuestra casa, donde estaba a pupilo. Y a doña Mari, doctora y esposa de aquel maestro que fue de Alfaro, D. Félix, hombre rechoncho y bonachón que siempre iba pegado como el hombre quevediano, no a su napia, sino a esa su Vespa con sidecar añadido y posteriormente a ese seiscientos, de los primeros. Todavía resuenan en mis oídos esas sus frases con voz ronca que él decía: “Aparta Barriocanal que voy a volver”, o Mari ¿Dónde quieres que te lleve?”.  

Y recuerdo cuando don Roberto, no sé si por la limitación de medios de la época o por sabiduría, casi siempre recetaba lo mismo: “que pase unos días en cama y para comer algo ligero: una tortillita francesa, una purrusaldita…o un puré de patatas bien aliñado con aceite”.
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Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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