sábado, 10 de abril de 2021 in

Dando una vuelta

 

Dando una vuelta


Con el regusto del vermú pascual, me voy a sestear y a escribir a los extramuros de una aldea vaciada, junto a las casas caídas, junto al riachuelo, donde lo vaciado es más bello. No hay nadie a estas horas y me basta el rumor del agua y de los álamos, fresnos, alisos y sauces. Podía estar un poco más limpia la vaciada aldea, eso sí. No importa, son hierbajos de alameda, zarzas rastreras con dientes leoninos, supérstites de álamos blancosañosos, cortezosos, majestuosos, braceantes, ahora en plena floración primaveral, y que hacen que tenga vida el pueblo vacío y que por las rendijas y los muchos huecos de sus derribos se acojan cientos de murciélagos enanos, alborotadores gorriones, errantes golondrinas, jilgueros asustados y cardelinas cantantes.

Paseo por debajo del puente para admirar mejor la belleza del arroyo, donde el sol de este final de mañana riela, pero no con luz trémula, sino intensa y cegadora. Estoy al comienzo del regato donde lucen unas vetustas y retorcidas acacias, cogidas de las ramas una a otras, venerables, todavía en su sueño invernal, a punto de despertar. Y enfrente hallo una casa asilvestradamente engalanada y primorosamente en malandanza.

¿Qué variedad de la desgracia puso sus ojos severos sobre esta casa?  ¿O fue tan solo la desidia, esa hijastra del tiempo?

El jardín, abandonado a su instinto reprimido, se ha convertido en jungla. Los árboles, plantados con amor, han roto las cadenas de la urbanidad y medran a su antojo, compitiendo por la luz cada vez más escasa, atenazados por plantas trepadoras y maleza. Parecen empeñados en vengarse de la mano civilizadora que los ató a esta tierra. La higuera, el fresno, el ciprés, el avellano, el acebo, la pasionaria, la palmera, el nogal, el níspero, la enredadera, el ciruelo, el manzano..., sus nombres poco valen en este salvaje maremágnum. Donde una vez hubo orden y propósito ahora hay promiscuidad, hibridación y esa íntima podredumbre que la sombra y la humedad generan en el suelo del bosque. Algunas ramas parecen afectadas por un delirio tropical y adoptan extrañas formas, desafían las leyes del crecimiento, se diría que dibujan enigmáticos signos. Carretillas ociosas no tardarán en ver atacado su metal por la implacable voracidad de lo orgánico.

¿Qué decir de la casa? Está a punto de desaparecer asfixiada por la pujanza de esta selva de 300 metros cuadrados. La puerta apenas la protege de una invasión vegetal imparable que acabará por devorarla. Y los retoños de la hiedra oprimen con sus dedos tenues e inflexibles el cristal de las ventanas.

Pero en este paisaje de vorágine que dejan tras sí la volátil voluntad del hombre y sus empeños transitorios, el fulgor de una rosa, el olor del jazmín, la blancura primaveral de la cala con la delicadeza de la linterna china y el azahar del limonero, supervivientes del caos, me asombran con su milagrosa floración mestiza. Y la higuera ahí, brotando. Vale


Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

 

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