sábado, 9 de marzo de 2019 in

Los últimos piídos de los gorriones




Los últimos piídos de los gorriones


Hoy la tierra y los cielos me sonríen,

hoy llega al fondo de mi alma el sol,

hoy la he visto..., la he visto y me ha mirado...

¡hoy creo en Dios! (Gustavo Adolfo Bécquer; Rima 50 (XVII)

Si han leído alguna vez a Gustavo Adolfo Bécquer, alguna vez habrá sido, ¿no?, se habrán dado cuenta que en sus versos no solamente hay golondrinas, también hay otras aves, “El Libro de los gorriones”, presidiendo su poesía.

Es este un libro conservado en la Biblioteca Nacional desde 1896, año en que la viuda de Ramón Rodríguez Correa lo vendió, por la módica cantidad de veinticinco pesetas, a nuestra primera institución bibliotecaria. Y es el título que dio Gustavo Adolfo a un voluminoso libro de actas de 600 páginas que le regalaron en junio de 1868 y donde pretendía reunir una “colección de proyectos, argumentos, ideas y planes de cosas diferentes que se concluirán o no según sople el viento”. Fue este un proyecto que no llegó a realizarse en su integridad, pero que consta, al comienzo del libro, de una “Introducción sinfónica” y un fragmento en prosa titulado “La mujer de piedra” y, a partir de la página 529 y hasta la 600, de setenta y nueve rimas llamadas a ocupar un lugar de excelencia en la poesía española contemporánea, de la que son sus primeras y acaso más altas manifestaciones, pues Bécquer es la raíz del árbol poético que ha ido creciendo y desarrollándose en España a lo largo de los últimos ciento cincuenta años.

¿Y por qué hoy me ha dado por acordarme de los gorriones? Muy sencillo: porque he notado que por las veredas que estoy andando cada vez hay menos gorriones en sus guijarros y porque me he dado cuenta de que los últimos gorriones, que algunos llaman pardales, se están muriendo; y porque son pájaros a los que les tengo especial cariño desde que los veía, siendo niño, entrar en bandadas en el gallinero del corral de mi casa y volar para esconderse en las teinadas en los inviernos de nieve; porque recuerdo verlos anidar en el alpendre de mi casa, muy altos, con nidos hechos de paja casi de cualquier manera, pero de los que salía, con fuerza, por el eco contra la pared, el piar de los pollos en verano. Porque siempre fueron parte de mi paisaje. Y porque esta vulgar avecilla, compañera inseparable del ser humano desde el principio de los tiempos, el más conocido y universal de todos, inauguró la primavera de 2016 como “Ave del año” instaurándose el “Día del Gorrión”.

Y porque hay un pasérido de barba oscura, pardillo, más de campo que urbanita, tan de miga de pan de la merienda de un niño que vuela, después de dormir a la luz de las farolas, hacia los campos para unirse a su pandilla y que, sin canto armonioso, revolotea junto a las bandejas de agua de mis bonsáis para tomar unas pocas gotas de agua, refrescarse, satisfacer su sed y festejar la próxima fiesta de la primavera. Quedan pocos. Ya lo sé, y es posible que en los pueblos abandonados apenas quede ninguno. No quieren vivir solos. Si no hay gente, ganados y caballerías ellos también se van. Su ausencia convierte el paisaje rural, ese cementerio de piedras y recuerdos, en un espacio desolador, silencioso y triste.


 Miguel Hernández lo dejó escrito en ese inacabado cuentecillo del “El gorrión y el prisionero”:

“Los gorriones son los niños del aire, la chiquillería de los arrabales, plazas y plazuelas del espacio. Son el pueblo pobre, la masa trabajadora que ha de resolver a diario de un modo heroico el problema de la existencia. Su lucha por existir en la luz, por llenar de píos y revuelos el silencio torvo del mundo, es una lucha alegre, decidida, irrenunciable. Ellos llegan, por conquistar la migaja de pan necesaria, a lugares donde ningún otro pájaro llega. Se les ve en los rincones más apartados. Se les oye en todas partes. Corren todos los riesgos y peligros con la gracia y la seguridad que su infancia perpetua les ha dado.

Ave de decisión, gorrión bueno, mejor entre los mejores, era Pío-Pa. Así llamaremos a este leve ser de mi cuento. Llevaba su pantaloncillo corto con remiendos y su blusa de pluma gris, más remendada que su pantaloncillo, con más dignidad que para llevar su corona y su cetro deseara el emperador de Carcunda. Volaba a grandes vuelos, y cuando tocaba tierra su pata andaba a saltos, rasgo alegre de entusiasmo juvenil. La alegría jamás faltó en su nido y en su pecho, donde permaneció arraigada por debajo y por encima de las tristezas que van y vienen. Tejió su nido como el soldado su tienda, donde le cogía la noche o la batalla por las migajas. No ambicionó, como los pájaros señoritiles, parasitarios, ni la rama elevada para piar ni el lugar regalado para yacer con la gorriona. Las innumerables vueltas que hacía al campo y los también innumerables tropiezos y asaltos que allí había experimentado acumularon sobre su cabeza de ajo bello y su corazón aleteante cierta sabiduría: llegó a saber más que una rata de cárcel: toda la que cabe entre una frente y un corazón loco…”

Acabo de darme cuenta, viéndolo tomar agua, de que las alas de ese querido gorrión, tan pardo, se transparentan al amanecer con el sol. Y eso no sucede cuando vagamundea por las aceras para encontrar esa miga de pan hecha con el trigo del rastrojo y dejada sobre el bordillo por mi vecino Curro. Vale.


 “Dices que tienes corazón, y sólo

lo dices porque sientes sus latidos;

eso no es corazón... es una máquina

que al compás que se mueve hace ruido”.

(Gustavo Adolfo Bécquer; Rima 43 (XVI)

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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