Las abejas y el ricial
Grávalos
Las abejas y el ricial
"Pero tú no naciste para la muerte,
¡oh, pájaro inmortal!" (John Keats; Oda a un ruiseñor)
Me cuenta mi agricultor que
durante la luna de abril llega el tiempo del urogallo, del corzo y de la becada,
aun estando pesaroso porque ya no existen poetas que canten églogas. Las han
abandonado. Me dice que ahora solo existe la lírica urbana, el neobarroco
intimista, la nueva sentimentalidad. Ya no se habla del campo. Ya no se cantan
los amores de los pastores, se han olvidado del narrar cómo las palomas
zureaban en las torres. Desapareció la poesía bucólica, y yo la echo de menos.
Y es que tampoco hay palomas ni alondras ni ruiseñores ni abejas para la
poesía. Todo ha desaparecido y después, después desaparecerá, también, el
hombre. “Tú no has nacido para la muerte, ¡oh pájaro inmortal!”, le dice Keats
al ruiseñor.
¿Por qué las abejas cada vez
viven ahora menos en los sonetos? ¿Por qué ya no beben el rocío de las corolas
en los libros de poemas? Ya sé que estos interrogantes pueden señalarme como
esa voz que clama en el desierto tratando de escuchar el llanto de la tierra
herida.
Comienza abril y es hora de
recordar en estos tiempos, malos para la lírica, a esa díada, díada inmortal
que siempre estuvo atento y presto a escuchar el concierto del bosque. Hablo de
Virgilio, con Homero. Y recuerdo el epitafio que dejó escrito el poeta
imperial: “Canté a los pastores, a los campos y a los caudillos”. Y ese: “Preñada
de él, soñó su madre que pariría una rama de laurel, que al tocar tierra, echó
raíces y creció al momento hasta formar un árbol adulto y henchido de varias
frutas y flores” del historiador Suetonio. Y la exclamación de Don Quijote: “Yo
he leído a Virgilio”. Y a Borges bromeando que, si Virgilio y La Eneida son
obras de Homero, son las que le salieron mejor. Y las Geórgicas, ¡ay las Geórgicas!,
relato de los trabajos y los días, donde las abejas son el símbolo de la
ciudadanía, los "pequeños romanos" que siguen al rey -no sabía que
era reina- libres de pasiones, se suicidan trabajando y mueren felices por la
comunidad. El tiempo es breve e irreparable, se va para no volver, pero según
el poeta, mientras el río corra, los montes hagan sombra, en el cielo haya
estrellas y zumben las abejas debes estar agradecido a la vida.
Y, en este quejido de la tierra
herida, recuerdo esa hermosa palabra terrera y primaveral que ya germinó con
las lluvias del otoño y que acaso no llegue a dar harina ni pan ni espiga
porque lo truncó la primera helada. Es el ricio, ricial o riciado, ese que da verdor
al rastrojo por el que vuelan cientos de jilgueros, despertados del invierno,
intentando buscar esos granos de trigo, aún no riciados, agrupados en una gran
bandada donde vuelan acompañados de algunos pardillos. Los he visto por esos
campos de la Dehesa gravaleña o por esos campos que dejaron de ser riciales y
se convirtieron en viñedos. Y me da pena y siento nostalgia. Ya no cantan, pero
bisbisean, posados como hojas en las ramas de las encinas, almendro o chopos
para luego lanzarse haciendo olas por el aire del ricial que ha dado estos
pájaros como otros frutos del campo. Los he visto volar y entre sus alas
abiertas he contemplado el rojo del ababol.
Eran campos de cereal, al lado de
casa, con unas milenramas florecidas en los ribazos y lindes con los mismos
insectos rojos de otros años. Siempre los mismos insectos sobre las mismas
flores. Y el cereal y el ricial avanzando con las siembras no sembradas. Y allí
envueltos por la calima, humo frío que ni viene ni va. La calima solo está.
Vale.
Ricio en los campos gravaleños
Texto y fotografías La Medusa Paca.
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