Por las costas de Levante, el diluvio y la inundación, hacen en Octubre su aparición
Por las costas de Levante, el diluvio y la inundación, hacen en
Octubre su aparición
Ahora que vuelve el otoño y que el viajero se
encuentra en tierras marinas, salitrosas y soleadas, siempre pasea temprano por
la orilla del mar para tomar conciencia de que es en la orilla donde se
escriben los renglones torcidos del mar y en lugar de hacer quiebros hace ondas
como de encaje. Y es que el mar, este Mar Menor, está en calma, siempre en calma,
a lo sumo llega a mar rizada y marejadilla y si, por casualidad, sopla el
viento Lebeche a lo más que llega es a marejada. Y, a pesar de todo, es este mi
mar, un mar sin olas de mar de fondo, como olvidado o repudiado por cualquier
gigante o monstruo marino incapaces para sacudir la alfombra de agua de la
bahía. Aquí las olas son inocentes, casi imperceptibles, donde no hay un pasar
de mar gruesa y arbolada a mar montañosa. Eso sí, a falta de ellas, hay
gaviones, grandes como arbustos, que visitan ahora esta costa procedentes de
tierras altas y heladas. Son de pico rosado, hiperbóreos, enormes y blancos
como las olas que en invierno batirán en el Mediterráneo cercano.
Ahora que estoy aquí, lo que más me alegra en mi
vuelta de La Rioja es encontrarme con esta costa, ahora en otoño, y tomar
conciencia de lo que alguien dejó escrito: “mientras tenga la amistad de las
estaciones, nada hará de la vida una carga para mí”. Y es que es el otoño la
estación con la que mejor me llevo ahora. Estamos en ella.
Ha vuelto el otoño y después de oír bramar las
ramblas, cargadas de torrenteras, he tenido la tentación de sumergirme en la
acuarela del campo al atardecer como los huertanos y campesinos, sintiendo el
olor de la tierra en la sementera y plantación. Y tomar la vereda del naranjal,
escuchando el rumor de las hojas que caen y, con un poco de suerte, desgajar
una naranja arrancada del árbol y sobresaltarme con el vuelo bravío de un bando
de palomas entre el limonar. O, en el Campo de Cartagena, que también hay viñas,
coronarme de pámpanos dorados y uvas en cestaño como el cuadro de Goya llamado
justamente “El Otoño o La Vendimia” o como las columnas barrocas en el altar
mayor de la iglesia parroquial de San Javier envueltas en apretados racimos de
oro viejo, alumbrados por la tenue luz del sol que vigila y alumbra a través de
la rendija de la puerta principal. Ya sé que, aunque no esté allí, es el tiempo
de vendimiar la uva, y recoger la cosecha de la huerta, las moras, las
endrinas, las bellotas, las castañas, las maguillas, las setas, los girasoles…pero
estoy aquí, junto al mar y la huerta, y aquí es tiempo de naranjas, manzanas,
uvas-moscatel, exóticas granadas púnicas, chirimoyas, kakis, higos, peras y por
supuesto toda clase de cítricos. Y tiempo, también de dátiles y alcaciles, pan
de higo, también de calabazas, olivicas y del membrillo y su carne y de jínjoles
en una demostración de eterno retorno. Acá y allá es la hora de la siembra,
tras romper, binar y aciemar la tierra. Y, si hay niños, es el tiempo de la
escuela; un otoño sin escuela y sin niños no es otoño. Y yo quiero verlos jugar
en el patio en el recreo.
Déjenme decir que ya arrancó el otoño, la madurez,
la dulzura de la fruta madura, y la decadencia plácida, la de las hojas caídas,
vestidas de cobre, naranja, castaño y oro. Ya llegó la plenitud, la serenidad,
la reflexiva contemplación, la placentera y melancólica posesión del tiempo que
queda. El “¡día alante!”, y el “ir tirando” y la resignación eterna del campo,
¡oh, la eterna resignación del campo y de mi agricultor!, ya están aquí. Todo
eso es el otoño Ya lo dejó escrito Juan Ramón Jiménez en este precioso soneto.
Vale.
“Esparce octubre, el blando movimiento
del sur, las hojas áureas y las rojas,
y, en la caída clara de sus hojas,
se lleva al infinito el pensamiento.
Qué noble paz en este alejamiento
de todo; oh prado bello que deshojas
tus flores; oh agua fría ya, que mojas
con tu cristal estremecido el viento.
¡Encantamiento de oro! Cárcel pura,
en que el cuerpo, hecho alma, se estremece,
echado en el verdor de una colina.
En una decadencia de hermosura,
la vida se desnuda, y resplandece
la excelsitud de su verdad divina”.
Fotos y texto de La
Medusa Paca. Copyright ©
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