viernes, 31 de octubre de 2014 in

Cuando noviembre es del estío, la puerta de frío





 Cuando noviembre es del estío, la puerta de frío

“¡Silencio!…¡Las campanas
tocan a muerto!
¿Si habrá muerto la niña
de ojos de cielo?
Sin duda es ella,
que no la he visto ha días
en la Almudena,
que no se oyen suspiros
en su ventana,
que están mustias las flores
que ella regaba”.

Que la Medusa escriba sobre noviembre y que lo esté haciendo en mangas de camisa y con las persianas bajadas, para librarme de unos rayos solares frontales e inmisericordes, la verdad es que le resulta chocante. Es por ello por lo que me he trasladado a la memoria del recuerdo para hurgar en ese trocito de poesía que, entresacado de aquella Enciclopedia Álvarez me hicieron aprender para recitar cuando apenas tenía, creo recordar, seis o siete años. Recuerdo que aquellos infantiles versos me guiaran hacia mi primer contacto con el sentimiento de vacío de la muerte. Recuerdo, también con esos años, andar o pasearme por entre las tumbas del camposanto, rezando el rosario con monotonía y quizá hasta con un poco de desgana, la escuela y la iglesia obligaban. Recuerdo que en esa infantil edad llegué hasta pensar que la muerte no hacía distinción entre ricos y pobres, lo que era de agradecer. Y esta reflexión me condujo, tiempos después, hacia nobilísimos y rancios entronques. Era, sin yo saberlo, ahora sí, el tópico medieval del poder igualatorio de la muerte, reflejado tanto en los conocidos versos de nuestro universal Manrique: (“Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en la mar, / que es el morir. {…} allegados son iguales/ los que viven por sus manos/ e los ricos. / {…} esos reyes poderosos/ {…} así los trata la muerte/ como a los pobres pastores/ de ganados.”).   

Y eso fue ayer, hoy es el "Jalogüín". Por mí, como si les ponen en la cabeza, bien pintadita, eso sí, la calabaza china, o cualquier otra cucurbitácea que en mi tierra riojana hasta las presentan a concursos agrícolas y suelen ser ganadoras por pesar más de 200 kg.

Y hoy en este noviembre veraniego también he de recordar al grajo, al que Ramón Gómez de la Serna, en sus Greguerías llegó a definirlo como palabrota con alas. También me vinieron a la memoria las grajas, grajillas, cuervos, cornejas, urracas, arrendajos... córvidos, un grupo de aves tan conocidos como denostados, y característicos y dominadores de este mes de noviembre por ser generalmente negras como el carbón y portadoras, según la tradición de los tiempos y las costumbres de los pueblos, de malos agüeros. Son “pajarracos” negros, capaces de arrastrar sus quejidos por los bosques de esas mis queridas tierras de pinares y encinares de mi amado norte y siempre, siempre revoloteando entre sus copas. Sus llamadas resuenan en el silencio del bosque como resuena una tela rasgada. Sus graznidos, maullidos secos, ásperos y secos, en algunos casos también armónicos, son gritos constantes de muerte desgarrada, capaces de resonar tras las telas negras, rasgadas y ajadas que cubren el catafalco colocado en el centro del pasillo separado por esa bancada familiar de cualquier iglesia de pueblo.

Y hoy, como todas las tardes de noviembre, poco antes de caer el sol, varias decenas de ellos se reúnen en los alrededores del huerto yermo y olvidado situado detrás de la casa y es allí donde salpican, negros, ásperos y rotundos “croares” el verdor del césped recién segado. Y es allí, en la quietud de la tarde cuando cualquier graznido dibuja sonidos con un cierto tono evocador. Y es con esto cuando la nostalgia desaparece al trasladarme al recuerdo de aquella leyenda de Delibes, “La mesa de los muertos”, que me conduce a recordar supersticiosamente que: “en la tierra, fuerte y arcillosa, se alzaba, como una pirámide truncada, una especie de hito funerario de tierra apelmazada y que según la tradición el que arara aquella tierra cogería cantos en lugar de mies y moriría tan pronto empezara a granar el trigo”. Vale.

Fotos y texto de La Medusa Paca. Copyright ©

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