Aún es invierno
Aun es invierno
Es increíble: pero todo esto
que hoy es tierra dormida bajo el frío,
será mañana, bajo el viento,
trigo. (En el invierno. Ángel González).
Hoy he salido pronto de casa, no estoy a orillas del
Mar Menor, y siento los dos grados bajo cero que marca el termómetro, aunque la
sensación sea de menos cuatro o más. Soy consciente de que aún es invierno, de
que aún sigue siendo invierno. Paseo medio encogido, me alegro de que los
almendros estén floreciendo y de que las mimosas del jardín del edificio en el
que me encuentro se estén iluminando; sus flores redondas y doradas -las
primeras, antes que los lirios y las violetas-, me hacen estornudar. Dentro de
un par de semanas empezarán los brotes de la primavera, aunque vea encabritado
el río que transcurre bajo mi ventana. Y ahí sigue el petirrojo entre los
sonidos de caracolas y la tierra escarchada, hurgando en los zahones que ya han
perdido sus brillos arrastrando los colores oscuros de jarazos y brezales. Cuando
nadie canta, cuando todo calla, y hasta la nieve silencia la tierra y la
pisada, el pequeño petirrojo, el txatxangorri, el saltitos, “txan,txan,txan, de
pechuga alegre , como si con el no fuera el mal tiempo es cuando canta. Lo hace
desde enero y no dejará de hacerlo hasta junio.
Es un tiempo
duro ¿y qué? Él sabe bajarse a la ciudad desde la sierra cuando el hielo le
amenaza el corazón. Pero no consiente que le congele la garganta. Con la
primera luz inicia el concierto matutino, en el que a veces se deja acompañar
por el colirrojo tizón y por el mirlo. Por el día se dedicará, que no es poco,
a buscar comida, que en esta dura estación no es cosa menor y hay que
aprovecharlo todo, si una araña, pues una araña, y si un insecto, pues insecto.
Y si hay un copo de avena, o una miga de la mano del hombre, pero a eso habrá
que hacerse. Saltito a saltito, desafiando al frío, con el pecho bravío y rojo
por delante, hasta llegar al atardecer y entonces desafiarlo aún más desde un
cobijo cantando hasta bien entrado ya el crepúsculo.
Es un pajarillo
valiente y simpático el petirrojo. Y sin pretensiones de tenor resulta ser su
canto uno de los más variado, pausado y placentero que escucharse pueda. Pero
ojo con él, si un congénere al oírlo no comprende de inmediato que el
territorio ya tiene dueño, el petirrojo hincha el pecho y como si de una
bandera de guerra se tratara se lanza al ataque. Es un pajarillo valiente, el
petirrojo. Es todo un vencedor del invierno como ese agricultor mío que sabe
que el frío o el calor es el mismo bajo el árbol y sobre la tierra.
Saboreando de este invierno se me viene a la memoria
esa imagen mañanera, de invierno duro, en la que los hombres de mi pueblo iban
a los viñedos a podar y sarmentar lo podado, a recoger la poca aceituna que
cultivaban, o a rozar monte; y la imagen que guardo era la de un cuerpo
arrecido que se ponía boina o pasamontañas o se amarraba un pañuelo con cuatro
picos como rostrillo, se encasquetaba la gorra y se cubría los pechos con dos o
tres sabanas de pretéritos periódicos, papel de estraza y hasta eran capaces de
colocarse originales cartuchos de papel o de plástico, para que las manos no se
le congelaran. Mañanas de invierno, antes de amanecer, en las que lo más duro
era salir al campo a hacer leña de la poda del almendro, olivo o de carrasca,
que de todo tenía la viña del señor. Echar allí una peonada. Y hasta recuerdo
aquellas superficiales amistades, pero amistades con pastorcillos sin ropa de
abrigo, ataviados con pantalones de pana remendados con innumerables pedazos, vaqueros
raídos, mugrientos, que hoy serían modernos, calzados con alpargatas o albarcas
sobre los fangos de la viña, mujeres sin el abrigo necesario que hacían caminatas,
propias de romería larga, para ir a echar unas horas lavando en el barranco o
escardando en el sembrado. Fue y es así. Lo recuerdo.
Recuerdo que cuando mi agricultor se quedaba a solas
con la tierra, con el árbol, con las matas, con sus pensares y aflicciones no
había remedio subalterno que le quitase la cornada de lo duro del campo, pero
al menos en su afán, en sus afanes el hombre siempre encontró un alivio sin precio.
O, mejor, sí lo tuvo: el de miles y miles de hombres y mujeres, durante años y
años, que se dejaron media salud, o entera, en el ir y venir de sus trabajos
del terruño.
Y entre tanto, allí, acompañándole, en el labrantío, sin
espantarse queda mi avecilla cantora, saltito a saltito, desafiando al frío,
con el pecho bravío y rojo por delante, hasta llegar al atardecer y entonces
desafiarlo aún más desde un cobijo cantando hasta bien entrado ya el crepúsculo.
Es que aún es invierno. Y no me olvido de esa alondra ricotí, parda y huidiza, que
canta en vuelo. Vale.
¡Qué maravillosa es la Naturaleza!
Pues, ¿no da luz la nieve? Inmaculada
y misteriosa, trémula y callada,
paréceme que mudamente reza
al caer…! Oh Nevada!
Pues, ¿no da luz la nieve? Inmaculada
y misteriosa, trémula y callada,
paréceme que mudamente reza
al caer…! Oh Nevada!
(Jaculatoria a la nieve). Amado
Nervo.
Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©
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