La Cueva de Montesinos
La Cueva de Montesinos
“Ven conmigo, señor clarísimo que te quiero
mostrar las maravillas que este transparente alcázar solapa. De quien soy
alcalde y guarda mayor perpetuo, porque soy el mismo Montesinos de quien la
cueva toma nombre”. (Don Quijote)
Aquella mañana, cuando el sol
marcaba su vertical y ya se divisaban las almenas del Castillo de Peñarroya,
fortaleza de los Caballeros hospitalarios en el Campo de San Juan, conquistado en
1198 por las órdenes coaligadas de Santiago y San Juan, los viajeros detectamos
enseguida que este guardián del pantano de Peñarroya era un castillo-fortaleza
y encomienda, la más importante de la Orden de San Juan desde el punto de vista
económico, que llegó a ser arrendamiento de pastos, cobro de impuestos,
protección a los pobladores y almacén de los bienes de y para la orden, lo
protegía una ermita del siglo XVII, Ermita-Santuario de la Virgen de Peñarroya,
con un de estilo barroco decadente y un interesante retablo churrigueresco. Nos
detuvimos allí lo justo y seguimos ruta ascendente de las aguas hacia Ruidera
para, desde allí, ir bordeando, laguna a laguna contemplando esas aguas caídas
sobre el campo de Montiel e infiltradas para precipitarse formando
impresionantes barreras que más bien parecían presas naturales y que dan lugar
a espectaculares cascadas entre una laguna y otra.
Son catorce las lagunas que
bordeamos: tres y media pertenecientes a la provincia de Ciudad Real: Cenagosa;
Cueva Morenilla; Del Rey y Colgada que también pertenece en su mitad a la
provincia de Albacete a las que se agregan Batana; Santos Morcillo; Salvadora;
Lengua; Redondilla; San Pedro; Tinaja; Tomilla; Conceja y Blanca. Todas ellas
luciendo un color blanco que unido a la naturaleza química del agua origina las
tonalidades azul verdosa tan característica de Ruidera.
Nada más iniciar la ascensión
sentimos como la mañana se iba alargando, el sol iluminaba y calentaba con más
fuerza, aunque debido a relieve del valle y al clima mediterráneo continental
hasta nos pareció refrescaba. Y el camino se fue alegrando entre la frescura
proporcionada por la altura y el colorido de esas flores y arbustos que
empezaban a hinchar sus yemas para empezar a brotar y dar color a esos campos y
montes en el descenso hacia Osa de Montiel, después de entretenernos en la
Cueva de Montesinos. El colorido, debemos hacer constar, hacía que el monte y
las riberas de las lagunas presentasen todo un intenso colorido con una amplia
gama de verdes, el verde y amarillo de los Álamos negros, contrastaban con el
azul verdoso, ay esos verdosos esperalda! de las láminas de agua, que servían
para que en su largo espejo reflejasen las plantas del humedal que aún
conservaban los colores ocres del otoño hasta que luzcan su verdor primaveral
los nuevos brotes de Carrizo, Enea y Masiega, todavía escondidos. Todo era un
continuo lucir y resonar. Sonaban todos los arroyos y manantiales, el canto de
la Rana común y el Sapillo pintojo, especialmente en ese comienzo del atardecer.
Y por allí, como queriendo saludar y amenizar a los viajeros, se nos mostró la
golondrina, el Carricero tordal, el pájaro moscón, e infinidad de currucas y
mosquiteros. Y como zarceando en las superficies inundadas, aparecían y se
escondían, como jugando al escondite y haciendo cortejo nupcial el Somormujo
lavanco y esas agrupaciones de Patos colorados, porrones, Ánades friso y grupos
de fochas que ya marcaban sus territorios de cría. Y arriba, entre peñascales,
como oteando y observando a quien apresar el Aguilucho lagunero, el Azor, el
Águila perdicera y el Águila Imperial.
Y, perfectamente protegidos,
exquisitamente acompañados, dejamos atrás Las Lagunas y nos adentramos entre
encinas, lentiscos, sabinas, romero y tomillo formando esa mancha de monte bajo
en una carretera que comenzaba a enriscarse, todo aparecía y se mostraba entre
dos montes hasta que llegamos a la explanada de la cueva, era largamente pasado
el mediodía, la caseta de información estaba cerrada y no había nadie a quien
preguntar, una excursión de estudiantes de Secundaria que por allí andaba
visitándola nos orientó, fundamentalmente el chofer que los guiaba, e hicieron
que pronto encontráramos la sima, escondida entre las encinas carrascas que
cubren toda la vista hasta donde el horizonte del campo de Montiel se extiende:
todo ondulado, pardo y dorado. Alcanzamos a ver claramente “la boca espaciosa y
ancha, pero llena de cambroneras y cabrahigos, de zarzas y malezas, tan espesas
y intrincadas, que de todo en todo la encubren”, que don Quijote y Sancho Panza
avistaron y a la que el hidalgo no dudó en bajar atado con una soga a pesar de
las advertencias de su escudero. Los viajeros no dudan y no acceden a ella, se
lo impide el vértigo de uno y la claustrofobia de otra. Animados y atacados por
un brote de quijotismo, buscamos el capítulo correspondiente de la novela y non
ponemos a leer en voz alta para los pájaros y las perdices que de cuando en
cuando pasan entre las sombras de las encinas cerca de nosotros. “Y en diciendo esto se acercó a la sima, vio
no ser posible descolgarse, ni hacer lugar a la entrada, si no era a fuerza de
brazos, o a cuchilladas, y así, poniendo mano a la espada, comenzó a derribar y
a cortar de aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo ruido
y estruendo salieron por ella infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan
espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y si él
fuera tan agorero como católico cristiano, lo tuviera a mala señal y excusara
de encerrarse en lugar semejante…”.
Y allí en nuestras lecturas los
viajeros dejaron la cavidad cárstica por la que en sus 80 metros de profundidad
corre un pequeño río. No necesitaron guarecerse, hacía un espléndido día, en
esa oquedad "portal" que en otros tiempos llamaban de los Arrieros,
por guarecerse en ocasiones éstos a su paso por parajes, circunstancias de
inclemencias climatológicas. Y tampoco nos interesó demasiado esa zona amplia
conocida como la Gran Sala, de cuyo techo cuelgan multitud de murciélagos. Solo
nos interesó la lectura del más famoso encantamiento de la historia de la
literatura, convirtiendo a distintos personajes literarios – la dama Ruidera y
sus hijas – en río y lagunas, el sentido moral y burlesco, no olvidamos que
venían de la celebración de las Bodas de Camacho, de la poesía del antiguo
romancero carolingio para crear una de las más bonitas leyendas con la aventura
del refugio de Montesinos.
Y allí dejamos a D. Quijote
soñando que las lagunas eran mujeres que habían sido
encantadas por el sabio mago Merlín. Y allí, justamente allí, los viajeros
entendieron que ese fragmento nos parecía uno de los más extraordinarios,
mostrando claramente Cervantes su maestría en esa bajada del caballero a la
cueva, episodio unitario, repartido en los capítulos XXII y XXIII de la Segunda
Parte. Aquí vimos conjugarse lo cómico con lo serio, lo mítico con lo realista.
Todo en un hermoso cuento de hadas que como dice el profesor Andrés Amorós: “El
palacio aparece con muros “de claro cristal fabricados”, los personajes que en
él viven “no comen ni tienen excrementos mayores”. (¿Sí tienen los menores?
Cervantes roza, pero no cae en la caricatura quevedesca). Las ojeras y el color
quebradizo de la encantada doncella Belerma no se deben a “estar con el mal
mensil, ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses, y aún años, que no le
tiene ni asoma por sus puertas”. Todo esto, sigue el maestro Amorós, tan
complejo, tan ambiguo, ¿lo ha vivido Don Quijote o lo ha soñado? ¡Quién sabe!
Escribe Cervantes en el siglo XVII, el de Descartes, “La vida es sueño” y “El
sueño del caballero”, de Valdés Leal. ¿Es verdad o mentira? Lo resume el
incrédulo Sancho: “Yo no creo que mi señor mienta… Creo que aquellos
encantadores… le encajaron en el magín toda aquella máquina”. Y Don Quijote lo
acepta: “Todo eso pudiera ser, Sancho…”. Hoy lo sabemos de sobra: importa la
autenticidad; la verdad objetiva queda para mezquinos bachilleres…
La lección que nos da
Cervantes es clara: hay que aceptar al ser humano como es, con todas sus
complejidades y contradicciones. ¿Y el lector? Cada uno decidirá: “Tú, lector,
pues eres prudente, juzga lo que te pareciere…”.
De la cueva de
Montesinos hemos salido todos –no sólo el caballero– más sabios, más
comprensivos y hasta más eufóricos. Es el privilegio de la gran literatura. Y
lo que fue un auténtico privilegio fue ver, mientras los viajeros se
trasladaban de Osa de Montiel a Tomelloso para seguir viaje hacia campo de
Criptana y el Toboso, apeonar a las perdices por los campos de tierras rojizas,
"royas" o rubias para esconderse
tranquilamente entre esos verdes cereales adornados de amapolas donde el
espliego, el tomillo, la mejorana y los cardos, manan entre las piedras
confundiendo el paisaje de colores y aromas que se asemejan al arte. Eso será
la semana que viene. Estos son campos abiertos al aire. Vale.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright
©
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