Recolectando melancolías
Recolectando melancolías
“¡venid, dioses que dormís debajo un dolmen!
¡guerreros y santos venid!:
hijos de la historia y de nuestras leyendas,
ayuda os pedimos, ¡venid!.
¡cruzad ya los puertos, viejos guerrilleros,
reconquistemos el país!.
Bruchinas de enero, tronadas de agosto,
¡tocad el tambor sin parar!
si vamos unidos a esta batalla
los rayos de nuevo pondrán
una cruz de fuego sobre la carrasca”…(El País perdido, ronda de
Boltaña)
“No existe una única forma de mirar el agua, pero el sentimiento
de desarraigo, de exilio definitivo, ha permeado gota a gota a esta familia,
generación tras generación. Tal vez porque ningún lugar duele tanto como aquel
al que jamás podrás volver si no es desde el recuerdo o una vez muerto.” (Julio
Llamazares, Distintas maneras de mirar el agua)
Aquí, mientras la tarde y los días obscurecen, estoy
sentado, lleno de melancolía, intentando recolectar palabras, sentimientos, vivencias
de aquella mi niñez, también juventud, aunque de esta menos. Yo también tuve
que marchar fuera del pueblo para estudiar, de ese pueblo pequeño sí, pero querido pueblo, asentado
bajo las primeras estibaciones de eso que hoy llaman Tierras Altas y que se
cobija de los fríos vientos invernales bajo la hoya de las faldas de Yerga. Jóvenes y mayores nos vimos empujados para alcanzar nuestros objetivos a
abandonar nuestras casas, echar la llave a la puerta de nuestra habitación y
rehacer nuestra vida en un mundo desconocido, fuera de la familia, en ambientes
de ciudad grande y hasta obligados a encontrar nuevos y desconocidos amigos en internados. Más
de uno hizo de la necesidad, virtud. A la fuerza ahorcaban. Los jóvenes y hasta
algunos mayores teníamos poco porvenir en el pueblo. Había que buscarse la
vida. Y hoy se me presentan, como a borbotones, y aquí estoy para recolectar
aquello que mis sentimientos, experiencias y lenguaje pasados y vividos y que tratan
de aflorar en una mezcla de emoción, pero también de rabia.
La primera rabia melancólica brota a borbollones
recordando esas palabras que nos servían para nombrar colores como cervuno, color
que no sabemos si el objeto era gris o castaño, intermedio entre el oscuro y
zaino o se entrometía entre ambos; isabelo para el perlado o entre blanco y
amarillo; bayo para el blanco amarillento, no sólo para el macho de la cuadra,
sino también para la mariposa del gusano de seda con la que pescar de bayo;
garzo para el azul de los ojos y acernadado para los galgos grises, como si
estuvieran embadurnados con esa capa de pintura cenicienta. cuanto añoro a
Goethe en su Teoría de los colores, al llegar a este recuerdo, para quien la
mezcla del verde, amarillo, naranja y ocre hace evocar la melancolía, como los
frondes de la hojarasca de esa encina centenaria de los montes gravaleños bajo
la lluvia.
Supuro la segunda rabiosa melancolía intentando
recordar esa despensa natural, cobijo de los campos de mi tierra, deseando hacer
un repaso, hasta donde la memoria me alcance, de los frutos del campo que
comíamos de niño sin encomendarnos a Dios ni al diablo; o sea, sin conocer sus
propiedades o sus peligros. Siempre entendí y experimenté que al ser estas
tierras de mi querido pueblo tierras frías, áridas, pobres y montañosas, los
frutos del campo, nacidos en ellas, tenían y siguen teniendo más sabor. El
primer sabor que recuerdo es el almacenado y referido a las sabrosas moras de
zarzal, que recogíamos, nada más empezar a madurar, en frescas hojas de berza,
y al final del verano, en rezumantes cestas. Pero recuerdo también como nos
comíamos, después de pelados, los brotes verdes de la zarzamora y esas endrinas
que había que recolectarlas a mediados de septiembre antes de que llegasen las
primeras heladas a comienzos de otoño, era entonces cuando ya habían perdido
esa su aspereza y se ofrecían ya blandas y dulces para saborearlas directamente
o para meterlas en la vasija de aguardiente. Y qué decir de ese escaramujo
conocido, en general en mi pueblo, como tapaculo. Es este tapaculo una especie
de rosal silvestre, con hojas algo agudas y sin vello, de tallo liso, con dos
aguijones alternos, flores encarnadas y por fruto una baya aovada, carnosa,
coronada de cortaduras, y de color rojo cuando está madura, que se usa en
medicina como astringente por sus altos contenidos en taninos y en arma eficaz
contra la diarrea; de ahí lo de tapaculo. Y en este apartado de plantas
medicinales, no deseo pasar por alto ni olvidar a la gayuba, también llamada
uva de oso o uva de zorro. Es esta una planta rastrera que alfombra de verde
los brezales del monte, con hojas como amontonadas, lustrosas, elípticas,
pecioladas y enteras, flores en racimos terminales, de corola blanca o
sonrosada, y fruto en drupa roja y esférica de seis a ocho milímetros de
diámetro y que suele emplearse como diurético. Y qué decir de las maguillas,
pequeñas manzanas silvestres, y de las fresas salvajes, de las bellotas, los
espárragos silvestres, las pomas, las nueces y avellanas, la grosella y los
arándanos. Y esos berros ¡qué ricos y
qué lozanos los cogíamos en la balsa del barranco, aquella donde tienen su fin
las callejas y en las frías y claras aguas donde desembocaba el manantío de la
Fuente Nueva o en aquellos remansos del barranco de la Fuentizuela donde solía
guiarme mi amigo Félix para después aliñarlos en una bien aceitada, salada y
vinagrada ensalada! Y esos brotes de malva que así, todo junto, llamábamos “panyquesillo”.
Y por último, déjenme que segregue la última melancolía
que en mi infancia, juventud y hasta madurez representaron aquellos llamados “besos
al pan”, besos de la pobreza con dignidad, besos característicos de esa
generación, la mía, escasa de alimentos. Besos nada humillantes ni vergonzosos,
pero vinculantes al pasado. Besos, hábito de hogar pobre donde mi madre me hacía
besar el pan. Costumbre no dramática ni truculenta y sí ritual juguetona: el
pan se caía al suelo y había que besarlo y ponerlo en la panera. No sabía por
qué se hacía, claro, lo hacía porque me lo mandaba y ordenaba con aquella su
sabia frase: obedecer es amar. Había que besar ese pan amasado en la casa,
cocido en horno leñero, dorado, y para algunos, que eran los más, comprado en
la tahona de “la Panadera”. Era un pan con olor, para mí el mejor olor junto al
del café, bien de malta o de cebada y en puchero. Era olor a pan de amor y de
calor de melancolía. Era el pan transportado por las mujeres de mi pueblo en
esa canasta, propia para el pan, posada sobre una rodilla en la cabeza
caminando del cuarto-panadería de la casa hasta el horno y de este, una vez cocido,
hasta la casa. Es Raúl Del Pozo quien recoge en un reciente artículo lo escrito
por Almudena Grandes en el “New York Times” en el que relata cómo el pan se
convirtió en una hechura sagrada, hasta el punto de que lo besábamos si se nos
caía: “Si se caía un trozo de pan al suelo nos obligaban a recogerlo y a darle
un beso antes de devolverlo a la panera”. Yo siempre vi a mi madre hacer ese
gesto e incluso aquel otro que cuando lo partía por primera vez o lo cortaba en
rebanadas hacía una cruz gestual con el cuchillo e incluso llegaba a besarlo.
Es esto lo que hoy, en noviembre, cuando los días
obscurecen muy temprano, lo que deseaba contarles. Es esto lo que todos aquellos
de mi quinta, probablemente, hayan consumido. Seguro que me olvido de otros
frutos, de otras sensaciones, de otras palabras y hasta de otras experiencias
que se ofrecían generosamente a la mano y que no despreciábamos. La sabia
naturaleza era nuestra despensa habitual, por lo menos la de mí tiempo. Y es
por eso por lo que me ha parecido bueno el recordatorio para que esto no pase
al olvido, como tantas cosas.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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