domingo, 8 de noviembre de 2015 in

Recolectando melancolías







Recolectando melancolías

“¡venid, dioses que dormís debajo un dolmen!
¡guerreros y santos venid!:
hijos de la historia y de nuestras leyendas,
ayuda os pedimos, ¡venid!.
¡cruzad ya los puertos, viejos guerrilleros,
reconquistemos el país!.

Bruchinas de enero, tronadas de agosto,
¡tocad el tambor sin parar!
si vamos unidos a esta batalla
los rayos de nuevo pondrán
una cruz de fuego sobre la carrasca”…(El País perdido, ronda de Boltaña)

“No existe una única forma de mirar el agua, pero el sentimiento de desarraigo, de exilio definitivo, ha permeado gota a gota a esta familia, generación tras generación. Tal vez porque ningún lugar duele tanto como aquel al que jamás podrás volver si no es desde el recuerdo o una vez muerto.” (Julio Llamazares, Distintas maneras de mirar el agua)

Aquí, mientras la tarde y los días obscurecen, estoy sentado, lleno de melancolía, intentando  recolectar palabras, sentimientos, vivencias de aquella mi niñez, también juventud, aunque de esta menos. Yo también tuve que marchar fuera del pueblo para estudiar, de ese pueblo  pequeño sí, pero querido pueblo, asentado bajo las primeras estibaciones de eso que hoy llaman Tierras Altas y que se cobija de los fríos vientos invernales bajo la hoya de las faldas de Yerga. Jóvenes y mayores nos vimos empujados para alcanzar nuestros objetivos a abandonar nuestras casas, echar la llave a la puerta de nuestra habitación y rehacer nuestra vida en un mundo desconocido, fuera de la familia, en ambientes de ciudad grande y hasta obligados a encontrar nuevos y desconocidos amigos en internados. Más de uno hizo de la necesidad, virtud. A la fuerza ahorcaban. Los jóvenes y hasta algunos mayores teníamos poco porvenir en el pueblo. Había que buscarse la vida. Y hoy se me presentan, como a borbotones, y aquí estoy para recolectar aquello que mis sentimientos, experiencias y lenguaje pasados y vividos y que tratan de aflorar en una mezcla de emoción, pero también de rabia.

La primera rabia melancólica brota a borbollones recordando esas palabras que nos servían para nombrar colores como cervuno, color que no sabemos si el objeto era gris o castaño, intermedio entre el oscuro y zaino o se entrometía entre ambos; isabelo para el perlado o entre blanco y amarillo; bayo para el blanco amarillento, no sólo para el macho de la cuadra, sino también para la mariposa del gusano de seda con la que pescar de bayo; garzo para el azul de los ojos y acernadado para los galgos grises, como si estuvieran embadurnados con esa capa de pintura cenicienta. cuanto añoro a Goethe en su Teoría de los colores, al llegar a este recuerdo, para quien la mezcla del verde, amarillo, naranja y ocre hace evocar la melancolía, como los frondes de la hojarasca de esa encina centenaria de los montes gravaleños bajo la lluvia. 

Supuro la segunda rabiosa melancolía intentando recordar esa despensa natural, cobijo de los campos de mi tierra, deseando hacer un repaso, hasta donde la memoria me alcance, de los frutos del campo que comíamos de niño sin encomendarnos a Dios ni al diablo; o sea, sin conocer sus propiedades o sus peligros. Siempre entendí y experimenté que al ser estas tierras de mi querido pueblo tierras frías, áridas, pobres y montañosas, los frutos del campo, nacidos en ellas, tenían y siguen teniendo más sabor. El primer sabor que recuerdo es el almacenado y referido a las sabrosas moras de zarzal, que recogíamos, nada más empezar a madurar, en frescas hojas de berza, y al final del verano, en rezumantes cestas. Pero recuerdo también como nos comíamos, después de pelados, los brotes verdes de la zarzamora y esas endrinas que había que recolectarlas a mediados de septiembre antes de que llegasen las primeras heladas a comienzos de otoño, era entonces cuando ya habían perdido esa su aspereza y se ofrecían ya blandas y dulces para saborearlas directamente o para meterlas en la vasija de aguardiente. Y qué decir de ese escaramujo conocido, en general en mi pueblo, como tapaculo. Es este tapaculo una especie de rosal silvestre, con hojas algo agudas y sin vello, de tallo liso, con dos aguijones alternos, flores encarnadas y por fruto una baya aovada, carnosa, coronada de cortaduras, y de color rojo cuando está madura, que se usa en medicina como astringente por sus altos contenidos en taninos y en arma eficaz contra la diarrea; de ahí lo de tapaculo. Y en este apartado de plantas medicinales, no deseo pasar por alto ni olvidar a la gayuba, también llamada uva de oso o uva de zorro. Es esta una planta rastrera que alfombra de verde los brezales del monte, con hojas como amontonadas, lustrosas, elípticas, pecioladas y enteras, flores en racimos terminales, de corola blanca o sonrosada, y fruto en drupa roja y esférica de seis a ocho milímetros de diámetro y que suele emplearse como diurético. Y qué decir de las maguillas, pequeñas manzanas silvestres, y de las fresas salvajes, de las bellotas, los espárragos silvestres, las pomas, las nueces y avellanas, la grosella y los arándanos. Y esos berros  ¡qué ricos y qué lozanos los cogíamos en la balsa del barranco, aquella donde tienen su fin las callejas y en las frías y claras aguas donde desembocaba el manantío de la Fuente Nueva o en aquellos remansos del barranco de la Fuentizuela donde solía guiarme mi amigo Félix para después aliñarlos en una bien aceitada, salada y vinagrada ensalada! Y esos brotes de malva que así, todo junto, llamábamos “panyquesillo”.  

Y por último, déjenme que segregue la última melancolía que en mi infancia, juventud y hasta madurez representaron aquellos llamados “besos al pan”, besos de la pobreza con dignidad, besos característicos de esa generación, la mía, escasa de alimentos. Besos nada humillantes ni vergonzosos, pero vinculantes al pasado. Besos, hábito de hogar pobre donde mi madre me hacía besar el pan. Costumbre no dramática ni truculenta y sí ritual juguetona: el pan se caía al suelo y había que besarlo y ponerlo en la panera. No sabía por qué se hacía, claro, lo hacía porque me lo mandaba y ordenaba con aquella su sabia frase: obedecer es amar. Había que besar ese pan amasado en la casa, cocido en horno leñero, dorado, y para algunos, que eran los más, comprado en la tahona de “la Panadera”. Era un pan con olor, para mí el mejor olor junto al del café, bien de malta o de cebada y en puchero. Era olor a pan de amor y de calor de melancolía. Era el pan transportado por las mujeres de mi pueblo en esa canasta, propia para el pan, posada sobre una rodilla en la cabeza caminando del cuarto-panadería de la casa hasta el horno y de este, una vez cocido, hasta la casa. Es Raúl Del Pozo quien recoge en un reciente artículo lo escrito por Almudena Grandes en el “New York Times” en el que relata cómo el pan se convirtió en una hechura sagrada, hasta el punto de que lo besábamos si se nos caía: “Si se caía un trozo de pan al suelo nos obligaban a recogerlo y a darle un beso antes de devolverlo a la panera”. Yo siempre vi a mi madre hacer ese gesto e incluso aquel otro que cuando lo partía por primera vez o lo cortaba en rebanadas hacía una cruz gestual con el cuchillo e incluso llegaba a besarlo. 

Es esto lo que hoy, en noviembre, cuando los días obscurecen muy temprano, lo que deseaba contarles. Es esto lo que todos aquellos de mi quinta, probablemente, hayan consumido. Seguro que me olvido de otros frutos, de otras sensaciones, de otras palabras y hasta de otras experiencias que se ofrecían generosamente a la mano y que no despreciábamos. La sabia naturaleza era nuestra despensa habitual, por lo menos la de mí tiempo. Y es por eso por lo que me ha parecido bueno el recordatorio para que esto no pase al olvido, como tantas cosas.





 Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
 

Leave a Reply

Con la tecnología de Blogger.

Seguidores