jueves, 26 de noviembre de 2015 in

La nieve ya está aquí




La nieve ya está aquí

“Baila la tierra alerce y grana
con la luz oxidada y errante
mecida por brazos musculosos invisibles.

Desde el León Dormido
hasta Clavijo oscuro
un velo helado de nieve
sortea matojos.

Los tejados han cambiado de espanto
y las goteras de los carámbanos tamborilean
los granitos insensibles de la piedra.

Y llega la noche al trote,
trae alientos de fuego
y aguanieve en los ojos”.

Estos versos los escribí en enero del 2012, año que en mis papeles está anotados con el número cinco, deseando sirvan de muleta para introducir lo que hoy escribo aparentando metamorfosearme en nuncio romano, ángel griego, faraute franco, emisario o mensajero persa, heraldo germánico, o chasqui inca portador del quipu con la misiva de la Madre Naturaleza. 

Dicen que este noviembre ya ha nevado por las tierras de mis orígenes, yo todavía no la he visto y menos pisado, pero creo en lo anunciado días atrás por los predicadores del tiempo, después de estudiar las isobaras y la voluble rosa de los vientos y, además, creo en el fenómeno después de constatar el fenómeno en esas fotografías observadas en la distancia del on line. Y es que ya lo anunciaba el Calendario Zaragozano en la luna creciente del mes en curso diciéndonos que: “al final, los vientos del NE. traerán un notable destemple atmosférico, como aviso de la proximidad del invierno; vientos fuertes del O. y NO. que darán sensación de menor temple”.

Recuerdo que en mi pueblo, cuando yo era niño, pienso que ahora también, a los de allí les  bastaba con observar esas nubes cárdenas acordonadas que se agarraban a las peñas de la sierra, cualquiera que fueren, y sentir en los huesos el conocido refrescor del cierzo traicionero. “Revuelve el tiempo”, proclamaba uno. “Va a nevar”, corroboraba otro. “Llegan las moscas blancas”, anunciaba a sus compañeros de años y fatigas aquel viejo en los sentones del “Puerto” aprovechando el último solecillo del otoño. Todos asentían. No fallaba. Ellos estaban acostumbrados a estas y otros saberes, producto de agudizar el ingenio, ya  que en aquellos tiempos el hambre era una ordinariez, una lacra de los pobres, famélica legión, del proletariado. Y que el rico, el señorito, no tenía hambre, tenía apetito, que es algo refinado, aristocrático…Y producto también de ese estado esclavizado, uncidos a un yugo para arrastrar un rústico carro o alargada galera, esto los pudientes, también un brabán los acomodados, mientras los menesterosos debían conformarse en conducir la esteva del arado romano tomada por la mancera y siempre ateridos por esa helada y calamoco que precedían a la primera nevada. Había señales de sobra en el cielo y, por si faltaba algo, los cuerpos se resentían del reúma; los perros retozaban como queriendo jugar al marro en la calle; los gallos cantaban al rayar el día con voz áspera y bronca; las urracas se acercaban a los corrales en busca de cobijo, lo que los lugareños consideraban la prueba definitiva. Y con ello estar preparados para recibirla con naturalidad y cortesía, como a una vieja dama conocida, querida y necesaria. 

Y era entonces, lo recuerdo ahora, cuando un silencio especial, distinto de todos los silencios, se apoderaba del pueblo. Era su primera virtud: la de amortiguar los ruidos. El blanco manto cubría los tejados y las calles, se asentaba en el alfeizar de las ventanas, envolvía los bardales, se apoderaba de los campos, embozaba los ribazos, trasfiguraba el monte y desfiguraba los caminos. Y el humo de todas las chimeneas, no había otra cosa, se perdía en el gris espeso de las nubes bajas. Las ovejas seguían en las majadas. En los establos gabijones de centeno esperando chamuscar al cerdo de matanza. Las recién paridas balaban con un balido largo y dulce en busca de sus caloyos. Los primeros que rompían el silencio sagrado eran las campanas tocando a misa y los niños camino de la escuela. La nieve provocaba en nosotros una alegría salvaje, desbordante, que se manifestaba en el instintivo desahogo de arrojarnos bolas unos a otros en una batalla campal. Hasta el maestro, con su guardapolvo azul, parecía más comprensivo ese día con la lista de los reyes godos, los ríos de España y los problemas matemáticos. Y también recuerdo la estufa de leña, encendida y colocada en un costado de la escuela, que con el cambio del viento, hacía que el humo revocara y envolviera el canturreo de la tabla de multiplicar.  

Esas son las imágenes que más y mejor tengo grabadas de aquellos días blancos de mi la infancia sobre los que vuelvo una y otra vez -pido disculpas- sin que pueda remediarlo. Es como contemplar el mar: siempre me parece nuevo. O pasear por el monte nevado observando y fotografiando huellas y pisadas. O escuchar los mismos cuentos y consejas cada año en torno al fuego de la cocina. Hay cosas que vuelven siempre a la memoria. Pasa con el río. Es la misma canción, pero con distinta agua, como se sabe. O con la nieve. Siempre la misma, pero siempre distinta.

Siento haberme perdido el primer paisaje nevado de este año en esos pueblos de Dios, sobre todo en los míos. Hubiera deseado, todavía hay tiempo, será en la siguiente, de contemplar la gracia blanca. Los paisajes nevados tienen gracia y sentido si hay un alma cerca. Digo que la primera, la segunda y siguientes nevadas tienen prestancia cuando la contemplan, cuando los niños no entran en la escuela porque deben tirarse bolas en el patio, cuando una mujer, pisando con cuidado, desciende por la calle con una panera humeante en la cabeza. La nevada será menos nevada si las huellas no están marcadas en las calles ni en las eras, si no se oye un balido de oveja recién parida, ni sale humo de ninguna chimenea, ni está encendida la estufa de la escuela…, si esto no ocurre,  entonces estamos ante un paisaje muerto y desolado.

Para mí, aunque me repita, es inolvidable y es que, aún ahora, siento latir la vida bajo el manto de nieve. Esto me lleva a pensar en esos mis paisajes y parajes, siempre bellos, en esas crías de ovejas, en la leña y en los hogares. Por supuesto, también en las personas. Aunque hoy solo reine el silencio. Y si les digo, lo comprenderán, que la nieve tiene algo de sobrecogedor, de juegos y algarabía de infancia, de miedo a los resbalones bajando la cuesta, cualquiera que fuere, aquí casi todo el pueblo está en cuesta y todas las entradas dan a ellas. Y aun no siendo amigo ni visitador de cementerios, al mío no suelo entrar, y es que allí, si alguna vez lo hice, llegué a sentir la desorientación de las tumbas y pasillos sin una huella, sin un sonido y sin un alma. 

Allí he visto nevar con ganas, ya tengo años, y hasta puedo considerarme un relator de hechos, ordenados cronológicamente, familiares y amicales y, a pesar de ello, creo recordar que siempre me contó mi madre, ¡ay mi madre!, que el año y día que nací, era febrero y en el día primero de aquel año en el que el noruego Trygve Lie fue elegido primer secretario general de la ONU con mandato de 5 años. Día que también, aunque no lo recuerde, las niñas temblaban que era un primor. Son mis saberes y sentires y así, desde la orilla del que es también mi Mar Menor, me adentro a mi vida en Grávalos. Y aquí lo dejo porque “El invierno no se lo come el lobo”.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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