miércoles, 25 de septiembre de 2013 in

Cuando la naturaleza habla



Cuando la naturaleza habla


Ya he visto las flores
de cabe Espinama.
Qué lindos olores
el prado derrama.
A aquel que bien ama,
laureles, favores.

Y a entrambos pastores
de Frama, la fama.
Mozuela de Bores
mordió aquí una rama.
De espino y retama
los encobridores.
(Gerardo Diego)

Aquella mañana nos levantamos temprano, más pronto de lo que es habitual en los viajeros, que ya son adelantados. Un potente bramido de los ciervos puso la nota sonora de este otoño recién estrenado en los bosques del sur de los Picos de Europa y el valle de Liébana, en Cantabria. Acabábamos de desayunar, el sol apuntaba en su salida cuando escuchamos el mugido de los astados a la par que elegíamos quesucos, chacinas de jabalí o venado, castañas, mantequilla, mermelada y miel para extender en esa tierna rebanada de pan de borona en el bufett del parador. Y en ese teatro de operaciones nos acordamos del laberinto sin paredes, en este caso con ellas, de Borges, y de los lugares escondidos y secretos por los que los viajeros no deseaban pasar de largo. 

Se estaba acabando el verano, y decidimos no llorar: las lágrimas no debían impedirnos ver los colores del bosque. Las primeras sensaciones son que aquí todo rezuma humedad, y no de sollozo. Estamos a los pies del nacedero del Deva, Fuente Dé, junto al prado a los pies del pico que da acceso al refugio y praderías de Áliva y donde todavía no alumbra el desfiladero de La Hermida, uno de las más profundos y frondosos del valle lebaniego. Nos dimos cuenta que los orígenes del río salmonero brotaban entre las entrañas de la formación cárstica a los pies del teleférico. Un hito del otoño cántabro. Senderos botánicos infinitos nos permitieron recorrerlo en la umbrosa compañía de sauces, pinos, avellanos, acebos, tejos, sabinas, tilos y álamos temblones. Castaños y hayas, junto al roble albar y al melojo, nos acompañaron por estos parajes montañosos, uno de los últimos refugios del oso pardo en Europa y que están acicalados por casas de pizarra,  molinos de agua, prados y hórreos con cubierta a cuatro aguas.


Como se estaba acabando el verano, el otoño y su paisaje comenzaron a hablarnos. Y los viajeros comenzaron a recrearse con los ojos cerrados al ritmo de la estación. En el pico, la laguna, el bosque o neverones. Y casi escuchando el rugido del mar a lo lejos, éste se mezclaba con los sonidos de los gorriones alpinos, chovas piquirrojas, quebrantahuesos y la bisbita. Hasta llegar a la berrea de los ciervos. Y al adentrarse los viajeros en los bosques mixtos del sur de los Picos y del valle de Liébana comprendimos, sorprendidos,  la particular sonoridad de este espacio y cómo las notas rebotaban en la madera de los árboles actuando todo el bosque como una gigantesca caja de resonancia cambiando la sintonía de la estación. Todo está preparado para que rujan los torrentes  y se abalancen montaña abajo, y el aire helador comience a agitar las ramas de los robles. Atrás queda esa primavera en la que en las partes más altas del bosque, el pico picapinos hizo hablar a la madera con su espasmódico tamborilear sobre los troncos, y otras aves silbaron al aire. Es el final del verano y el estruendo del agua ya está amortiguado y silenciado el bullicio de los insectos. Ahora es tiempo de berrea y merece la pena entonces, a la salida o a la puesta del sol, acercarse, así lo hicimos, a Cosgaya para escuchar el mugido y potente bramido de los astados en celo. 

Los viajeros se han acercado a estos paisajes porque ya están aliviados de la sed del verano y el rigor de sus calores y estos primeros días otoñales son los mejores para salir al campo y disfrutar de la contemplación de las escenas más vistosas del año. Y para descansar. 

Y después de la andadura y el disfrute, la noche comenzó a crecer al paso del noveno mes del almanaque, con la frescura de la otoñada metida bajo la piel del bosque. A la mengua del calor y las horas de luz le sucedió la crecida del color en la floresta y la sazón de sus ganancias más preciadas. Los momentos más vistosos de la caduca espesura iniciaban su fugaz fiesta de tinturas tras los primeros congelados rocíos de la noche del final septembrino. Hayedos, robledales, castañares, abedulares, fresnedas, choperas y toda la pléyade de árboles y arbolillos caducifolios salpicaron nuestro retorno al descanso. Y allí en los valles quedaron madurando sus frutos, mientras su hoja caediza se doraba y encendía antes de morir a sus pies. 

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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