sábado, 24 de diciembre de 2022 in

¡Qué Nochebuenas!

 


 

¡Qué Nochebuenas!

“Había en la misma comarca unos pastores que dormían
al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño.
(…) El ángel les dijo: ¡No temáis, pues os anuncio una
gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido
hoy en la ciudad de David un salvador que es
Cristo el Señor…” (Luc 2, 8-11)   

Solía hacer más frío que ahora. Nos salían sabañones dickensianos en las manos. Solíamos echar en familia una firmilla al brasero y nos tapábamos con aquellas mantas zamoranas que tanto abrigaban. Y nevaba más veces y más copiosamente; tanto que, cuando íbamos a hacer los recados o a jugar en las calles, teníamos que protegernos del suelo helado y de los chinchurros o “chuzos de punta”.

 “¿Qué fue de las nieves de antaño?” Bajo el cielo, siempre platino, que anunciaba sobre Grávalos, mi pueblo, la Navidad cada año, recuerdo releer al tan viejo, al tan moderno François Villon. Hacia 1458, Villon evoca la nevada legendaria de un año antes. Y, a través de ella, retomo la intemporal metáfora de Heráclito: nadie puede en el mismo río sumergirse dos veces. El río a cada instante es otro; no es gran cosa. Lo irreparable es que ninguno de nosotros –ninguno– vuelve a ser jamás aquél que fue en la fuga del tiempo. Enseñan los filólogos que el “antaño” que Villon dice era, en el siglo XV, forma común de referirse al año ya pasado.

 La mañana del día 24, mi padre acudía al huerto para traer un cardo grande, saludable, blanco y tiernísimo por dentro que él mismo, junto al fogón, pelaba durante las primeras horas de la tarde. Por eso, a la noche cenábamos cardo en sus dos modalidades: en ensalada y el cocido con almendras acompañado de bechamel y piñones, un plato perfecto para Navidad. También había albóndigas de bacalao, corderito lechal asado y, en algunas navidades, besugo, esto según mercado. Y después, ciruelas pasas y orejones, que mi madre guardaba en el cuarto del cierzo. Y, por supuesto, nunca faltaron los turrones, guirlaches y garrapiñadas, siempre caseras, y polvorones.

 En la Nochebuena de hoy habrá un hueco en la mesa, unos retratados que mirarán desde la eternidad de un marco, con un jersey de cuello vuelto, con cara de las de antes, y unas gafas que ya son de otra época, un Pesebre y ese niño capaz de mezclar patos, camellos y pastores. Quizá este año pongamos un mantel colorado, quizá no. Y quizá me quede, nos quedemos, conversando en sueños con nuestro perro Pluto, can afable y servidor, pensando en lo que…

Recuerdo que, algún año y pocas veces, hasta cantábamos Villancicos. Todavía no conocíamos “El Camino que lleva a Belén”, pero había otro que decía:

Zumba, zúmbale al pandero,
al pandero y al rabel,
toca, toca la zambomba,
dale, dale al almirez...

Y a las doce, después de la cena, íbamos a la misa del Gallo, a la que acudía casi todo el pueblo. Y veíamos bailar a los pastores delante del Pesebre y a otros mozos hablar en alto y distraerse bajo el coro y en las escaleras del campanario, sacando de quicio a don Juan, el párroco.

Los días siguientes, en la alegre semana de la gaita, nos juntábamos todos los chicos y chicas para acudir al baile, baile amenizado exclusivamente por dos músicos: el que acompañaba con la batería y aquél que amenizaba el baile con las melodías de su no muy afinado clarinete. Eran tiempos de vacaciones, de juntarnos en el bar y de alguna gran nevada.

 Éramos pobres, piadosos, ingenuos. Y en nuestras casas había muchos huecos de lágrimas y amargos silencios. Pero todos creíamos en Dios y adorábamos al Niño de Belén.

La espera nunca defraudaba. Los ritos de poner el Belén con montañas de corcho, de vestir la mesa con manteles de fiesta, de robar a hurtadillas los polvorones mal escondidos en la despensa, de escuchar a los niños de San Idelfonso canturreando el sorteo de la lotería o de abrir los primeros regalos la noche del 24, antes de que el 7 de enero entonara la retreta escolar, que se repetía invariablemente cada año, siempre con ilusión equivalente.

 Volvemos. Cada año. Al mismo cielo gris platino sobre nuestro pueblo, a la misma incierta luz de los días que vienen después de la Nochebuena. Y, aun cuando demasiado bien sepamos que las nieves de antaño no van a volver nunca, a no ser que se despiste alguna Bestia del este, se nos da el privilegio enorme de soñar que en su añoranza habita la belleza. Y no es poco. Sí, ¿qué fue de esas nieves y navidades de antaño? Fue, ¡uy!, sigue siendo el misterio, cuya luz y cuya sombra son lo mismo que lo cantado en un poema de José Jiménez Lozano:

 “En la gélida noche,
a la cabecera del cadáver del mendigo,
reluce una maravillosa puntilla o filigrana,
tejida sobre la nieve por las patitas de los pájaros.
Ni los Faraones, ni los Césares,
tuvieron tal armiño en sus días de gloria,
ni en sus tumbas”.

 

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

 

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