Olores en mi recuerdo
Fueron las sopas de
ajo
un plato fundamental,
que, a la mesa que llegaban
venían el hambre a quitar.
Hoy a media mañana me he encontrado, después de
muchísimos años, con un compañero-amigo de mis tiempos universitarios, después
de saludarnos me ha comentado que ayer, cuando hacía su recorrido entre las
callejuelas de la judería, ha olido a puchero, a arroz con leche, a tomates
fritos...
Ahora que
los días acortan y el frío ya está aquí, he decidido pasear por las calles de
mi pueblo. Es este el tiempo apropiado, tiempo que enfría la mañana y refresca
la tarde cuando he sentido que, al pasear por las calles de mi clan, iba
descubriendo los olores domésticos que se cocían en la cocina de las casas: si
café negro o cebada tostada, si leche que había subido al hervir, si la olla de
la cena, con puchero o cocido. Han sido los olores de mi recuerdo, son la
identidad del aire familiar de las fogatas, como lo fue, sin duda, el olor a
pan de la fachada de la única panadería existente; como lo era a vino peleón en
las dos recluidas cantinas, y a café o a carajillo aderezado con ese clásico
anís del Mono que hacía las delicias de los mayores en la ronda del ambigú.
Olor a comida. Paseaba y me decía “Qué bien huelen los pucheros…”, ¿quién
andará entre ellos? o bien, “Ahí se está pegando el cocido…”
Mi pueblo tenía muchos olores, y es cierto que no
todos eran agradables, que por debajo de los postigos que daban a la calle
salía muchas veces la líquida crónica de un corral de ovejas, de una pocilga de
cochinos, de las cuadras, de los gallineros y de los establos de cabras. Andando,
andando en estas frías tardes sabía y siempre acertaba qué iban a cenar los
vecinos esa noche. Hoy, al terminar mi andadura, me he dado cuenta de que, poco
a poco, la calle ha ido perdiendo olores. Los primeros, los malos: ya no se permite
tener en las casas, en el corral, cabras, mulos, cerdos, gallinas. Es cierto, y
lo he sentido, que la calle todavía mantiene los olores de las cocinas, aquellos
infiernillos de cocina económica, alimentados con el recorte de la poda
agrícola, donde en el fondo de las ollas con el esmalte desconchado, las
mujeres, nuestras madres, fueron, más que amas de casa, esclavas de cocina.
Olores. Dios andaba entre pucheros, y si no exactamente Dios, parte de sus
milagros, que hay que ver lo que aquellas madres tenían que inventar para que
cucharas y tenedores encontraran sentido en los platos. Olores de la calle,
escapado de las casas.
Os cuento que, junto a mi amigo, hoy he recobrado en
la calle algo que tenía perdido desde que era niño: el olor de las cocinas. Soy
consciente de que, con el confinamiento, con bares y restaurantes y otros
establecimientos de comida cerrados, todo el mundo ha cocinado en casa. La
calle, en estos tiempos de pandemia, ha recuperado los olores a fritanga, a
esas exquisitas y reparadoras sopas de ajo, el olor, es un decir, de los
boquerones en vinagre y del adobo, de la matanza y de su mondongo, de las
cocinas de las guisanderas, del puesto de churros y chocolate, aquí en la
plaza, el olor del asado los pimientos en las bajeras de la casa… Y la calle,
cuando se ha quedado limpia, ha vuelto a oler a lo que olía antes, a lo que
olía la tribu: a las cocinas de los hogares. Me cuenta mi amigo, ese con el que
me he tropezado hoy a media mañana, después de muchísimos años que ayer, cuando
hacia su recorrido entre las callejuelas de la judería, ha olido a puchero, a
arroz con leche y a fritada. Bendito aire que cuenta lo que dicen las cocinas.
Ojalá que la fragancia que huele a hogar también pueda librarse de los arañazos
de los ruidos y del veneno de la polución. Vale.

Texto y fotografías La Medusa
Paca. Copyright ©