La pasada fiesta
Pradera de san Isidro. Goya
Cosas de Ayer: San Isidro
La pasada fiesta
“A ningún, Isidro, el cielo
premió por arar tan bien
porque fuiste solo quien
aró con el cielo el suelo.” (Anónimo)
En un lugar de la España vacía de la que algunos se fueron no hay crisis
sanitaria, o sí. No ha muerto nadie por el coronavirus. No ha habido ni un
contaminado. Tampoco se han enterado en el pueblo del estado de alarma, que,
por lo visto, quiere prolongar el Gobierno por los siglos de los siglos. Las
campanas no han tocado a rebato, como cuando, hace ya tiempo, incendiaban
múltiples de fascales, recién segados, en espera de ser acarreados para ser
trillados. Da lo mismo lo que digan Illa, Simón o Sánchez en sus aburridas
peroratas adornadas con una enorme confusión retoricada. Nadie los escucha. Ni
siquiera son conocidos allí. Si por lo menos fueran afiladores, estañadores,
cesteros, hueveros, fruteros, tratantes, esquiladores de ovejas o capadores…
Así que aquí nadie está recluido en casa. Sólo los del camposanto. Hace
tiempo que, en este pueblo vaciado y abandonado, no queda ningún pensionista y
nunca nadie, que se recuerde, cobró en el pueblo el seguro de desempleo. La
prometida renta de subsistencia no llegará, aunque sea tarde. Por no haber, en
este lugar de la España vaciada no hay un alma desde la primavera de 1970
cuando se marchó el pobre Fermín, el último vecino.
Han pasado cincuenta años y ya está aquí el glorioso san Isidro, ya se acerca la
fiesta. Pero no habrá fiesta. Nadie barrerá la víspera las calles, cada vecino
el tramo que le corresponde, ni se espera a la Orquestina cerverana, con
guitarras y violines y también con saxofones, amenizando vermús. No habrá
pasacalles. Tampoco habrá volteo de campanas cuando aparezca triunfalmente la
procesión del santo labrador adornado con verdes y encañadas espigas, con
rosas, roscos y esos espárragos blancos, casi albinos, sacados de la fresca tierra en la mañana de la
fiesta. Ni la Hermandad de labradores repartirá esas clásicas pastas, trozos
del rosco, con baño de merengue y adornado con esa multitud de anisetes
multicolores y bendecidos por el santo ni habrá trago de anís como siempre
marcó la tradición, allí en el cuarto de La Sindical. ¡Cómo van a sonar las
campanas si algún desaprensivo las hizo descolgar de la torre de la iglesia a
los pocos días de quedar vacío el pueblo!
La gallina ciega. Goya
Estoy, ya lo habrán comprendido, en el corazón de cualquier pueblo de la
España vaciada. ¿Quién iba a poner el baile si el pueblo está vacío, poblado de
fantasmas? Ajena a esto y a la peste que asola el país, la primavera estalla
lujuriosa en los verdes campos de alrededor, adornados de rojos ababoles y
cantan en los trigos las codornices en celo junto a esa nidada de perdíganos
apeonando y cuchichiando al tiempo que se desperdigan.
Recuerdo que, en la noche de la fiesta,
porque la fiesta es la fiesta, fiesta ya pasada, acostumbraban a bailar los
muertos en la plaza a la luz de las estrellas al ritmo monótono y desgarrado de
esa ronca guitarra, con una cuerda rota, la sexta, la prima desafinada y dos
trastes partidos. Era la guitarra polvorienta como el arpa becqueriana: “Del salón en el ángulo oscuro, /de
su dueña tal vez olvidada, /silenciosa y cubierta de polvo, / veíase el arpa.” Intuyo que los muertos del vaciado pueblo girarán y
danzarán en corro, lentamente, cogidos de sus huesudas manos entrelazadas,
asegurándome que este año no bailotearán alegres porque también se los llevó el
tiranovirus. Vale.
¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!
(Gustavo Adolfo
Bécquer)
Texto La Medusa Paca. Copyright
©
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