Amorosas glicinias
Amorosas
glicinias
“He visto un niño con tambor a la orilla
del agua.
Yo no sé si ha venido a lastimarnos
con su canción al viento, ni sé si hay forma humana
de estar como él, descalzo, ante la espuma,
hoy que no en balde subió la marea
a hacernos responder de nuestros actos.” (Carlos Sahagún: Amanecer)
Es una mañana de primavera como tienen que ser las mañanas de primavera: obstinadamente perfectas, sin que se les pueda hacer reproche alguno.
Por encima de nuestras cabezas, el cielo está azul como siempre. O habría que decir como casi nunca: la concentración de óxido nitroso ha disminuido drásticamente desde que los coches se han quedado aparcados. La contaminación atmosférica junto al Mar Menor está casi desaparecida y a cambio, la naturaleza nos obsequia agradecida con unos cielos espectaculares.
Mi
casa tiene un balcón y, fundamentalmente, un patio con porche donde alguna vez solemos
tomar el aperitivo si coincide con el buen tiempo, en especial en estos días de
primavera y verano. Ahora lo estamos usando para estirar las piernas cuando la
presión frente al ordenador aconseja respirar hondo y dar un paseo para que se
oxigene el cerebro y vuelvan las ideas. Es verdad. Mis mejores escritos y
poemas de estos días siempre se me están ocurriendo en el trayecto de ida o
vuelta al baño. Incluso en el momento de evacuar aguas menores, como si la
inspiración fluyera también en ese momento de manera incontenible. No sé muy bien
por qué, pero es así. Nadie ha establecido nunca una relación directa entre la
hiperplasia de próstata y la exactitud a la hora de escribir.
El caso es que esta mañana de jueves pascual he salido a despejarme un rato después del desayuno, enfrascado en mi mascarilla “made in China” donada por nuestros vecinos chinos, venidos hace doce años desde la provincia china de Hubei, foco central donde, allá en el pasado diciembre reventó este maldito Covid-19-
Hace
unos momentos he vuelto de hacer unos largos con alguna curva que otra durante
una media hora, acordada conmigo mismo. Los he realizado por el gran pasillo de
la casa junto a diversos bonsáis, geranios, hibiscos, cactus, palmeras y unas
preciosas y floridas begonias.
Y
entre vuelta y vuelta me he asomado a la valla del edificio con la intención de
observar la copa de unas glicinas -rosas y blancas- en todo su esplendor, tan
cuajadas de flores que las ramas parecen desgajarse por el peso de los pétalos
y por eso los va dejando caer alrededor del pie del árbol. Son espectaculares
las de la calle hortensias, son tan frondosas que impresiona verlas tras de la
valla o medio asomado desde la puerta.
Subo
al balcón de la segunda planta con algún esfuerzo, hay diecisiete escalones. Decido
quedarme allí. Oteo la copa de los paraísos, ya cuajados de flores menuditas
blancas con el pistilo negro en medio de la corola. En cuanto se levante el viento
Levante, en cualquier hora de estas, las flores se soltarán de las ramitas y
alfombrarán la calle como si hubiera nevado. Son espectaculares también los
paraísos -también llamados cinamomos- que veo desde la balconada del habitáculo
a treinta metros de mi casa. Todavía tendré que esperar que las jacarandas luzcan
en flor.
Glicinas
en plena floración
Eso
sí, pajarillos hay de todas clases anidando aquí y allá, dándose réplica como
en un recital de aflautados triples que interpretan romanzas para los únicos
espectadores que, en ese preciso instante de la mañana, somos mi esposa y el
escribidor. Piaban felices y se les oía cantar a cuatro o cinco voces
componiendo unos motetes increíbles por la variedad de timbres y coloraturas. Hemos
pensado que podría venir un crítico de ópera a escucharlos junto a nosotros. Y algún
crítico de arte, figurativo, para hacer la oportuna crítica del espectáculo
visual que ofrecen los árboles en su verdor recién estrenado como trajes de
huertanos que las muchachas y zagales han dejado de estrenar, en el pasado y suspendido
Día de la Huerta.
Hay
glicinias, paraísos, calas, hibiscos. Y todavía falta para que las jacarandas
azuleen con su color violáceo inconfundible y ese olor dulzón que desprenden
las flores cuando se las pisa. No sucederá eso antes de mediados de mayo. Las
jacarandas todavía recuerdan su otoño austral y están contenidas, como si
acabaran de desperezarse después del invierno, agotadas del estrés que, meses
atrás, les causó la falta de lluvia.
A
las jacarandas, glicinias e hibiscos se unirá en mayo la reina de las flores arbóreas:
las magnolias, con sus pétalos carnosos de un blanco tan puro como la nieve,
que cuando podíamos salir de paseo y en el jardincillo que hay a mitad de la
calle Las Camelias, camino de la playa, solíamos contemplar ese magnolio,
todavía joven, pero que se atreve a darnos ya una exhibición de poderío floral
en forma de una docena de flores. De momento, desde la azotea, no se ve que
despunte el blanco de los capullos de los que nacerán en el rotundo magnolio,
pero, paciencia, estamos en abril.
Flor
de magnolias
Y
sobre la cabeza, un cielo pintado con algunas nubes altas, estratos como surcos
que hubiera dejado la reja de un arado destripando el esmalte azul. Un cielo
perfecto. No hace calor ni tampoco frío, una temperatura agradable que invita
al paseo o a sentarse en un banco a leer hasta que la claridad de la mañana se
apague progresivamente o a compartir confidencias con quien se ama. Es una mañana
de primavera como tienen que ser las mañanas de primavera: obstinadamente
perfectas, sin que se le pueda hacer reproche alguno.
Y,
en medio de estas cavilaciones, he levantado los brazos por encima de la cabeza
como aconsejan hacer varias veces al día para estirar la columna, y le di
gracias a Dios por permitirme gozar de su cielo que a mí se me aparentaba
protector y de las flores de las glicinas que se reencarnaban en mí con suavidad
y del verdor del magnolio que ante mí se presentaba entusiasta y de los trinos
de los pajarillos que a mí se me simulan como hilvanes con los que podía pespuntear
la realidad con la ensoñación. Y esto no es un sueño, es un bien real.
Sé
que nada de lo descrito tiene que ver con el confinamiento y con la realidad
emparedada que muchos estamos viviendo en el hogar. Afortunados somos los que tenemos
macetas en el pasillo delante del porche o un arriate en el que observar las
flores. Privilegiados los que tenemos un jardín en el que entretenernos junto a
unos metros del agua marmenorense. Pero el cielo sí está ahí para todos. Bien
alto, inalcanzable y enigmático. Lo digo porque en algún momento se me ha
pasado por la cabeza: si todo esto del COVID no habrá hecho perder varios meses
de nuestras vidas encerrados en casa, ¡menuda estafa! ¿De verdad creéis que el
cielo, los pájaros, las flores y los árboles que la mano de la Providencia ha
puesto para nuestro deleite son una estafa? No, creo que no. Qué equivocado estoy.
Dios quiera que mañana el día amanezca brillante y soleado para que, al menos,
le dediquemos una mirada a un cielo azul. Inmensamente azul.
Lo
dejo por hoy. Tengan cuidado ahí fuera, pero no se ahorren un vistazo
levantando la cabeza. Vale.
Mar
Menor
Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©
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